El 28 de enero de 2024, Agustina recibió un whatsapp de su padre que le cambió la vida. “¿Desayunamos a las 9.00?”.
No era un llamado más. Su papá, para ella, era “el abanderado de la nobleza, de los códigos y la moral, alguien que siempre caminó una vida prolija. La última persona que podía esconder un secreto. Una vez íbamos en el auto, yo estaba de novia y le dije que me gustaba otro chico. Frenó y me retó: ‘No voy a permitir que una hija mía haga esas cosas’”. Le resultó extraña la invitación, pero aceptó enseguida. Estaba por viajar a Filipinas con un indio que había conocido en un viaje anterior en el ashram de Osho, y pensó que “tendría extrañitis”.
Cuando estuvieron frente a frente, Agustina comenzó a hablar a borbotones, como siempre. “Arranqué a contarle de mi viaje, de la historia exótica con ese chico, estuve como una hora. Papá estaba callado hasta que me dijo ‘¿puedo hablar yo?’ Y le dije que sí”.
El padre empezó muy serio. Agustina se preocupó: “‘Tengo un secreto guardado hace mucho tiempo’, me dijo. Le pregunté si tenía cáncer, porque papá es una persona muy sufrida. Después cuando me contó todo me cerró, porque aunque nunca dijera nada, la energía de su cuerpo lo expresaba. Siempre batalló contra la psoriasis y los altibajos económicos. Pero me dijo que no era su salud”.
Y entonces, en vez de hacerle otra pregunta, Agustina dio en el blanco:
-... ¡Tenés un hijo!
Atónito, su papá le respondió “¿cómo adivinaste?” Agustina, que siguió todas las terapias posibles, admite: “Voy a parecer esotérica. Pero cuando lo dijo sentí que me bajaba la presión, que se me abría el pecho y me salía como una luz blanca que nos envolvía. Para mí fue un momento de sanación de ambos. El tipo estaba sanando su historia. Se estaba evitando el cáncer, todo tipo de males. Me los estaba evitando a mí también, porque él me había ocultado un secreto”.
Si alguien piensa que la historia terminó con esa confesión, error. Lo que siguió fue para Agustina como transitar una montaña rusa a la velocidad de la luz. Una luz divina.
Agustina D’Andraia es una conocida influencer de 35 años. Tiene 270 mil seguidores en Instagram (@agusdandri), su red favorita. Es, también, la única hija que tuvieron Marcelo, arquitecto, y Cecilia Gurruchaga, perito calígrafa, un matrimonio de clase media del barrio de San Cristóbal. Cuando tenía tres años, sus padres se separaron y comenzó a vivir en familias ensambladas. “Una historia muy enquilombada”, describe sin pruritos. A los 14 años su madre tuvo a su hermana Guillermina. Y un año más tarde, su papá tuvo a Franco con su nueva pareja, María José. Pero con éste último, Agustina siempre tuvo relación. “Yo, con mis búsquedas desde mis 15 años, siempre me sentí la oveja negra, la que venía a romper el patrón, la distinta, la que hacía todas las terapias para buscar el origen de mis problemas, el miedo a la carencia”, explica.
En su haber experimentó con psicoanálisis, ayahuasca, constelaciones familiares, biodecodificación, tantra, tarot y registros akáshicos, entre otras prácticas. También se dedicó al periodismo en la revista Para Ti: “Cuando había una nota a una chica que sacaba demonios, por ejemplo, yo la pedía. Probé cosas que funcionaron y otras que no”. Y luego se volcó en cuerpo y alma al fitness. Ambas pasiones las combinó cuando dirigió la revista “Para Ti Fit”. La empezaron a conocer como “La chica Fit”, y hasta escribió libros sobre el tema: el año pasado publicó “Fitness espiritual”.
El secreto
Ahora, en ese domingo de enero de 2024, estaba frente a frente con su papá en un bar. Todavía sin enojos por el ocultamiento, nada menos que la existencia de un hermano durante toda su vida. Faltaban los detalles.
“Yo veía que me salía una luz blanca. Me paré y empecé a decirle ‘gracias, gracias, gracias, pa’, parecía un pai umbanda. ¿La verdad? Era el día más feliz de mi vida. Agradecía y lloraba, era como si me hubiera regalado un departamento. Me agarró una cosa como de película de Disney, ya me veía con mi hermano en Navidad… Hasta que me dijo: ‘¿te puedo contar toda la historia?’”, advierte Agustina, y desbloquea la parte más dura de su relato:
“Entonces empezó a decirme ‘¿vos te acordás que papá siempre te cuenta de sus novias y todas sus historias? ¿Te acordás que te hablé de Marcela, mi primera novia, la de la infancia? Y desde ahí sentí compasión por él, porque vi que desde siempre estuvo sufriendo esto”.
Marcela fue novia del papá de Agustina muchos años antes de conocer a su mamá, y obviamente, de que ella naciera. Su padre iba a un colegio de curas. Marcela, de monjas. Era hija de un marino con carrera militar. Estuvieron de novios alrededor de cuatro años. Y, de repente, parecía que Marcela había enfermado, que tenía un quiste. No, no era eso…
Continúa Agustina: “Los dos tendrían 18 años. Y un día , ella llamó a papá y le preguntó si podía ir a su casa. Debo decir que el relato que conozco es el de mi padre, habrá que ver cuál es el de Marcela, porque a estas cosas siempre se le ponen subjetividad. En definitiva, estaban la mamá y la abuela y lo sentaron a la mesa. Marcela miraba para abajo. Su papá, navegaba. Entonces le dijeron: ‘Bueno Marcelo, el quiste tiene patas’. Estaba embarazada de cinco meses. Y les trazaron un plan: se tenían que ir a vivir a Mar del Plata, casarse y tener al niño”.
Marcelo había comenzado a estudiar arquitectura. Lo que imaginó para su vida se desmoronaba frente la propuesta de la familia de su novia. Le elegían el futuro. “Él pensaba que no era el momento de tener un hijo ni de casarse. Les hablaban como si fueran niños. Papá entró en shock y sólo dijo ‘voy a llamar a mis papás y hablen todo ustedes’. Así que fueron mis abuelos con un cura. Los padres de Marcela se pusieron firmes: el niño va a nacer, no hay opción, y les repitieron su plan. Papá seguía en shock y dijo ‘es lo mismo que esté o no’, se fue a su casa y nunca más tuvo contacto con su novia”.
La vida continuó. Marcelo no supo nada de Marcela ni del embarazo. Literalmente, se borró de sus vidas. Hasta que cuatro meses después sonó el teléfono en su casa. “Atendió y le dijeron ‘fuiste papá de un hermoso nene. Pero tenemos prohibido decirte dónde está’. Y colgaron. Entonces, mi padre decidió dar vuelta la página”.
Marcelo nunca se fue del barrio. Siempre vivió por San Juan y Entre Ríos. Su ex novia, en cambio, desapareció. Era una época sin redes sociales ni Internet. Marcelo se resignó, jamás movió un dedo para hallar a su hijo. El bloqueo duró hasta que una mañana se produjo un encuentro inesperado. Agustina ni siquiera había nacido, pero sus padres ya estaban casados. “Papá salió a trabajar y en la vereda estaban Marcela con su hijito, que en ese momento tenía 7 años. Ella le dijo ‘que tal, acá está tu hijo. Él te quería conocer. Nos vamos a vivir a Australia, así que es probable que no lo veas nunca más’. Entonces -esto me lo cuenta papá- le dio una tarjeta y le dijo ‘siempre me podés buscar, soy tu papá’”.
A Agustina, el café ya se le había enfriado. Y la imagen de su padre, también. “Yo, al principio, a mi papá lo había idealizado como el pobrecito en esta historia, porque no pudo encontrar a su hijo. Pero, hay que ver también que el que quiere, encuentra. Pasaron los años. Mi papá suprimió esta historia. De hecho, él me dijo ‘yo no mentí, yo oculté’”. Lo peor para ella fue descubrir, 35 años después de nacer, que toda su familia lo sabía: “Mis abuelos, mis tíos, todos. Inclusive mi madre y la mujer de mi otro hermano. Todo el mundo menos yo y mi hermanito chiquitito. 35 años ocultándome la historia. Yo le pregunté por qué no me lo dijo. No tiene sentido mentir. Es lo más estúpido que hay en el mundo”.
El primer reencuentro
Pero además, esa mañana de enero se enteró también que su padre y Federico se habían visto en 2019, y que Marcelo tampoco se lo había dicho cuando sucedió. “Antes de la pandemia, a papá le llegó un mail. Mi hermano me lo leyó, decía: ‘Hola, ¿qué tal? Soy tu hijo Federico. Te escribo porque me gustaría saber más sobre mi historia. La verdad que no me siento parte de la familia y quiero entender más sobre mi. Yo ya tengo 44 años, me va muy bien en el trabajo, tengo mi pareja, vivo en Australia y no quiero nada. Espero no incomodarte con este mail’. Y mi padre le respondió: ‘Acá estoy. Vení a Argentina. Te quiero conocer’.
Federico viajó ese mismo año para descubrir la mitad de su pasado. También, cuenta Agustina, le aclaró a Marcelo: “No me importa si no tenemos vínculo, no quiero nada”. Y los D’Andraia pudieron reconstruir el rompecabezas de la ausencia. Marcela se casó con un militar y se fueron a vivir a Villa La Angostura. Y luego se mudaron a Perth, en Australia.
En ese momento, no hubo presentación. Agustina no lo puede creer: “Me da un poco de impresión. ¿Cómo sucedía todo esto en el interior de mi papá y no me dijo nada? Lo doloroso que debe ser vivir con un secreto así. La dualidad constante. Lo máximo que yo mentí fue alguna infidelidad menor y no podía vivir con eso. Imagínate con un hijo que recién conocés, pensás en decírselo a tu hija y hablás con ella pero no se lo decís. Debe ser muy fuerte. No deseo estar en los zapatos de mi papá”.
Marcelo, que hace 44 años (la edad de Federico) ni siquiera propuso ponerle su apellido, tampoco viajó a Australia para completar la historia. “Mi papá se hizo cargo según sus estándares de hacer lo correcto. Pero nunca arriesgó. El hace pasos controlados, seguros, firmes, cortitos. Siempre toma el café en el mismo lugar, siempre se viste igual, siempre va de vacaciones al mismo sitio”.
Su padre le explicó que no quería condicionarla con su historia. “Él no se siente orgulloso de no haber reconocido a un hijo. No quería que yo creciera pensando que tenía un papá malo. O abandónico. Y la realidad es que fue abandónico con un hijo, aunque con los otros dos, mi hermano y yo, fue el papá más presente, dulce, noble y con valores. ¡No sabés lo que fue conmigo! De diez. Yo siempre pensé que si había que darle un premio a un padre, era al mío. Ahora quedó como anulado ese concurso, ¿no? Lo interesante de la historia es que, como dice Facundo Cabral, que lo amo, es que no existe bueno o malo, es bueno y malo. No hay buenos, no hay villanos. Somos todos la integración de una dualidad. Yo a papá lo tenía idealizado, y ahora lo humanicé, lo volví de carne y hueso”.
Federico pensaba regresar, pero en marzo de 2020 se desató la pandemia de COVID. Entre el muchacho y su papá se intercambiaban chats. Marcelo le mandaba fotos de sus hijos. “Lo hacía partícipe de la familia sin serlo”, explica Agustina. Todos los planes de reunir a la familia quedaron stand by. “Entonces papá se dijo a sí mismo ‘esperemos a que pase todo este quilombo, así no agreguemos más dramatismo’”, sostiene.
La pandemia terminó, pero Marcelo seguía con la boca sellada con su hija. Como suele suceder, la verdad apareció tarde y mal. De los dos que ignoraban la historia, su hermano menor fue el primero en descubrirla, y por casualidad. “Se enteró porque la mujer de mi papá, María José, que es una divina, tenía terapia por zoom y le dijo a la psicóloga ‘Marcelo tiene un hijo que va a venir’. Justo pasaba mi hermanito, lo escuchó y entró: ‘Hola, lo acabo de escuchar, no me podía hacer el boludo. ¿Puedo participar de lo que queda de la sesión?’ Así lo supo mi hermano. Como se estaba muriendo una tía, esperó una semana a que muriera y después le dijo a mi papá que lo sabía, en lugar de al revés. Es decir, mi hermano me vio a mí en el velorio de mi tía, y no me dijo nada. La última en enterarme fui yo”.
En el café que tomaron, Marcelo sinceró con Agustina sus ilusiones con el hijo reaparecido. “Él me dijo que no esperaba tener un vínculo con Federico, porque se había criado con otro padre, tenía su historia. Textual, me explicó que ‘yo no espero que venga y se siente arriba mío y juguemos a la pelota o podamos pegar figuritas en el álbum. Eso ya pasó. El amor con un hijo se desarrolla. No puedo volver atrás”.
Y después, le confesó otro dolor muy profundo, su imposibilidad de soltar amarras: “Me contó que se sintió muy condicionado toda su vida. Que veía a sus amigos que arriesgaban, que emprendían, que viajaban, y él no. Y yo realmente lo sentí porque papá me crió con el mandato de la seguridad, de que hay que ser prudente y entender. Todos esos miedos me los transmitió. Entonces, yo siempre, por ejemplo, le tuve muchísimo miedo a la carencia, por más de que nunca me faltó nada. Aunque trabajo mucho, siempre lo sentí”.
¡Hola, hermano mayor!
Por último, Agustina le pidió el contacto de su hermano Federico. Y le mandó un mensaje por Whatsapp. “Yo estaba como borracha, le escribí ‘hermano querido, te encontré, te estoy esperando, no te conozco y ya te amo. Cuando te despiertes, avisame, me encantaría charlar con vos’’. Mi papá me dijo, ‘pará, pará, cuidado, vos no sabés si le va a gustar’”.
Al rato, nomás, llegó la mañana en Australia. Y un mensaje de Federico apareció en el celular de Agustina: “Hola, buen día, recién me levanto y veo que sabes la noticia. Muy feliz de que sepas y con muchas ganas de ir a visitarlos por unos días”. La influencer estalló de alegría: “Ya quería verlo, empezamos a hacer videollamadas. Me puse en modo de intensidad total. Además, me di cuenta de una cosa: hermanos menores siempre se puede llegar a tener, pero si cuando nacés no tenés mayores, chau. Y acá apareció. Ya no soy la mayor. Él me escribe y me dice ‘chiquita, como estás’”.
Luego de su alegría inicial, y en pleno preparativo de su viaje a India y Filipinas, a Agustina todo le comenzó a hacer ruido. No su hermano, sino su familia de Argentina. “Empezaron a sacar trapitos al sol, me empezaron a decir ‘¿cómo puede ser que estés feliz, si tu padre no lo reconoció?’ o ‘quizás tu hermano no quiere tener un vínculo con vos’. Yo no quiero ser un detective privado ni un juez. A mi con la historia que me contó papá me parece suficiente. Sé lo que hizo y lo que no. En el sufismo que yo sigo, en el camino del tantra, el corazón puede transmutar el dolor en amor. El corazón tiene la capacidad de amar, perdonar y ser compasivo. Pero si lo pasas por el software de la mente, vas a juzgar, a catalogar, a criticar. Mientras pasé esta novedad por el corazón sentí amor, gratitud y empatía. Cuando lo procesé por el lado del entendimiento, me enojé con la realidad”.
Agustina estuvo un mes sin hablar con su familia. Viajó, pasó unos días maravillosos con su novio indio en playas paradisíacas de Filipinas. Luego fue sola a los Himalayas, donde hizo diez días de detox psíquico, físico y espiritual, y meditación. Y voló a Viena, porque su novio trabaja allí. En Europa cortó con el joven y volvió al país después de dos meses.
El encuentro soñado
Entonces sucedió: por fin pudo conocer a Federico. El viernes 3 de mayo, su papá, su nuevo hermano mayor y el menor la pasaron a buscar con el auto. “Yo caminaba y me reía… Lo recibí a los besos, a los abrazos. Muy intensa. Él es más precavido. Es un amor, un dulce, es bueno”. El hermano “australiano” es gerente de una empresa que maneja restaurantes y bares en Perth, tiene a cargo unas dos mil personas y está pareja desde hace 17 años. Al margen, algo la sorprendió: “Esto es re loco, es creer o reventar, vos lo ves y es igual a mi papá, no solo físicamente. El día que nos conocimos tenían los mismos anteojos para leer sin saberlo. Y su personalidad también es igual a mi papá y a mi hermano, y según cuenta él, muy distinta a su papá de crianza y sus otros hermanos”. Después de los saludos y la primera impresión, fueron a comer un asado. Agustina come carne muy de vez en cuando, pero esta vez no esquivó el convite. “Me pareció muy fuerte estar con mi papá y mis dos hermanos varones. Nunca había estado en esa nueva dinámica. Le dije que no nos conocíamos, pero que íbamos a ser incondicionales el uno con el otro. De los nervios, no podía dejar de hablar. Dije algunas burradas. Por ejemplo, en un momento papá se levantó de la mesa y nos dijo ‘voy al baño’, y le respondí ‘bueno, pero no nos abandones’, jaja. Federico se reía de todo, tiene un humor muy argentino, el mismo que tiene mi papá”. Allí también se enteró que Marcela, la mamá de Federico, la seguía en Instagram sin saber que era la hija de Marcelo.
Por último, para completar el día, fueron a cumplir un sueño que tuvo su papá toda su vida: ir con sus tres hijos a la Bombonera. Desde que Agustina es chica, Marcelo la vestía de azul y amarillo. “Mi papá me hablaba de Boca mientras sabía que tenía un hijo varón que no podía llevar a la cancha. Estoy segura que Federico siempre estuvo en su mente y en su corazón”.
El fútbol no es precisamente el fuerte de Agustina, pero ese día disfrutó el paseo. “No les iba a escupir el asado… Como no había partido, papá nos llevó al Museo de la Pasión Boquense, nos hizo todo el recorrido. Nos sacó fotos con cada cosa, nos hizo ver una película, nos contó todo, vimos las camisetas, las copas... Yo podría haber estado enojada y perderme todo esto, sin embargo, fue uno de los días más lindos de mi vida. Claro, mi papá lloraba con lágrimas y tenía carita de como de un niño feliz. Nunca le vi una cara de tanta paz. Y a Federico, aunque nos contó que era de River, también”.
La presentación de Federico con toda la familia fue en el cumpleaños de un tía, en Puerto Madero. Al día siguiente, Agustina se levantó, dice, “agotada, como si hubiera bailado tres días seguidos. Mi cuerpo no me respondía. Me di cuenta que las emociones pasan por el cuerpo y no se pueden entender. A mí se me está organizando la historia todavía”.
Hoy, mientras aguarda el viaje que organiza a Machu Picchu en septiembre con un grupo para hacer meditaciones, reconoce que ante sus ojos, la figura de su padre se humanizó. “No necesito que sea perfecto. Yo tuve un padre muy presente. Ojalá lo hubiera tenido Federico. Es decir, tuvimos al mismo padre, pero fue muy diferente para ambos. Para papá, lo más lindo de la vida son sus hijos. No hizo fortuna material. No le importó la fama ni viajar por el mundo. Se dedicó a mi hermano y a mí. Hoy creo que no nos dijo nada por miedo a que nos enojemos con él, a perdernos”.