La mano de Martín Lousteau y las manos de todos
El senador fue uno de los que levantó la mano para incrementarse el sueldo. Una mano solapada, sigilosa. Inolvidable.
La mano furtiva, timorata, simuladora y por eso mismo tan ostensible de Martín Lousteau lo exhibió todo.
Ya es una mano inolvidable.
Solapada.
Sigilosa. Y por eso mismo tan rimbombante. Una mano como quien no quiere la cosa, deliberadamente “desentendida”.
Elevada a medias, a un costadito, mientras el senador hablaba como desentendido de sus extremidades.
La mano pretendidamente autónoma de su portador se encubrió y así mostrándose en un striptease vestido de disimulo pero desnudo para millones.
El aumento a los senadores que tanta furia produjo y produce se tramó sobre una estrategia deliberada.
Sobre tablas, ya mismo, a mano alzada, que pase rápido.
Y por ese camuflaje burdo, pasa la historia como una burla tan desatinada, tan a destiempo de los tiempos, tan hiriente como el cinismo mal disfrazado de inocencia.
La mano “santurrona” de Lousteau y el dinero aumentado al margen de las barreras de los escrúpulos y un escenario ígneo de gran irritación social.
“¿Quién lavará estas manos fangosas…” escribió Miguel Hernández.
Nadie.
Quedarán en el barro de las escenas emblemáticas de todos los dobleces.
Hay un abismo entre las manos que no tomaron el pulso social y los latidos pálidos y anhelantes de mayorías que padecen.
No es bueno que el Parlamento, corazón de la democracia liberal, ahonde la crisis de representación aunando manos desaprensivas.
Es un retroceso, que se aleja, indigna, y ríe ante el sacrificio colectivo.
Es crítico el otoño de los patriarcas senatoriales de sus propios privilegios.
El sistema de representación no puede traicionar la representatividad misma.
Miradas boquiabiertas:
Desde el hambre de cada día.
Desde las travesías de los que trabajan en trenes y colectivos y subterráneos que a veces se detienen en paros que abandonan en las filas eternas a los que insisten en trabajar.
Muecas heridas en las enfermeras, los médicos, los docentes, los operarios y en todos los que no pueden reunirse sobre tablas y a mano alzada aumentarse hasta donde se nos cante.
No todos levantaron las manos.
Luis Juez manifestó su indignación.
Su bloque no votó a favor del bochorno.
Tampoco los libertarios. Algunos se ausentaron del recinto en el momento de la votación y uno de ellos, Bruno Olivera Lucero, acompañó y firmó el proyecto en ciernes cuando se urdió el bochorno en labor parlamentaria. Se excusó “explicando” que no se dio cuenta de lo que firmaba.
La vergüenza ajena no alcanza para explicar esa subestimación perpetrada para todos.
El proyecto firmado por siete senadores luego fue sancionado en un santiamén, cuando las cuestiones urgentes requieren eternidades para forjar acuerdos indispensables.
Todos los jefes de bloque sabían lo que se votaría.
No hubo voces en disonancia. De haber existido explícitas disidencias hubieran constado en actas.
El recinto fue un concierto de manos en alto y de mutismo elocuente.
De manera que el resultado en favor del aumento súbito y unilateral fue en los hechos unánime.
En rigor, sólo los ausentes no votaron reglamentariamente a favor.
Esta situación, justa o injustamente, los enchastra a todos.
Es que tampoco queda clarísima, explícita, la posición de los que no estuvieron.
Los presentes, todos ellos, le otorgaron legitimidad a la resolución.
Hay instantes irreparables, hay escenas inolvidables.
La mano embozada de Lousteau, fingiendo desinterés, agazapada, sin el registro que queda grabado cuando las votaciones son nominales a través del sistema electrónico, se volvió gigante testimonio de su pequeñez sardónica, pero no exculpa a los demás.
La mano que mece la cuna desfondada de una sociedad expectante y descendiente a fuerza del ajuste.
La cuestión del sueldo de los parlamentarios puede y debe discutirse, pero lo que gatilló ipso facto la indignación generalizada es el procedimiento digno de una asamblea de zorros; pretendidamente astuto, express, teatro de lo repentino para que la escena sea fantasmal, expeditiva para los propios privilegios. Bambalinas tramando entre el follaje oscuro, y en segundos, un acto que pareció cocinado en saña.
¿Qué harán ahora esas manos que se alzaron como rayos inversos, desde la tierra a la altura?
¿Y los que callaron?
Victoria Villarroel se enteró antes de lo que se iba a plantear y a posteriori se abrió del hecho.
¿Resulta creíble?
Ella no mencionó el irritante tema que habría de tratarse.
Este episodio volvió quebradizo todo tejido de confianza.
Prevalece y se substancia la desconfianza y descenso de la fe de otras millones de manos esperanzadas aguardando repuntes socio económicos arraigados en la austeridad de todos.
Pero no todos asumen la austeridad requerida.
El capital social de mayor valor es la confianza.
La sospecha entre los unos y los otros y entre los representados y sus representantes hiere al sistema entero.
En el momento de la votación nadie alzó la voz para oponerse.
Manos en alto y silencio de radio.
Un gesto “inocente”, y ladino.
Lavarse las manos, una larga historia.
Cuantas formas sucias para estrecharse las manos en las sombras.
Vale Sartre y lo que enuncia el protagonista de su texto; “Las manos sucias”, precisamente:
«Yo tengo las manos sucias, hasta los codos. Las he hundido en la mierda … ¿Y qué?”
Miguel Wiñazki