Trabajo infantil en el Obelisco: tiene 12 años, duerme en una galería y vende dibujos para mantener a su familia
Walter vive en la calle junto a su madre, su padrastro y sus dos hermanitas de 2 y 4 años. Va a la escuela en Derqui pero pasa el día en la boca del subte de Carlos Pellegrini y Corrientes, donde hace caricaturas en la vereda.
Hace un buen rato que uno está observándolo detenidamente... Y allí está, luce serio, concentrado y se lo percibe triste. El chico está sentado de piernas cruzadas terminando el tercer dibujo del día. Dice que hace entre seis y ocho al cabo de unas siete horas, pero que necesita hacer un alto cada tanto para estirar las piernas y descontracturar la espalda. Este es un testimonio real de un caso de trabajo infantil en el Obelisco.
Su respaldo, duro, es el ingreso de la boca del subte de la esquina de Carlos Pellegrini y Corrientes, lugar que ejerce de atelier. Walter tiene 12 años, empezó a dibujar durante la pandemia, cuando su familia quedó en la calle y, desde entonces, es el sostén económico de su familia. Sí, el chico es quien gana dinero a diario. Se trata del nuevo paisaje urbano producto de la crisis económica y social que se viene arrastrando hace años pero con los recientes fuerte aumentos se advierte con más asiduidad.
"Yo administro mi plata y lo que gano le doy parte a mi padrastro y le hago compras a mi mamá", cuenta Walter
Van y vienen peatones por una de las esquinas más concurridas de la Ciudad. No pasan inadvertidos Walter ni sus dibujos acomodados en fila sobre la vereda. Tampoco Charlie, su perrito blanco y negro que es testigo del trazo delicado del chico, ni una caja de cartón con un cartel prolijo y sin faltas de ortografía. Hola, me ayudarías con lo que puedas, por favor. Desde ya muchas gracias. "Lo escribí yo, pero no para pedir plata, sino para que la gente que pasa por aquí vea mis dibujos y, si les gusta, me los compre. Para mí es un trabajo, además estudio, voy a quinto grado en una escuela de Derqui", se presenta con mucha educación.
Durante la hora y cuarto que Clarín estuvo allí, frente al Obelisco, charlando con Walter, vendió un dibujo pequeño del Hombre Araña a $ 1.500 y un retrato de Messi grande a $ 2.500. Pero llamó la atención la decena de personas que, generosamente, le dejaron dinero y, especialmente, comida. "La acabo de comprar, es para vos", dice una turista que habla portuñol. Es una caja con una pizza grande de muzzarella –la abre y se la muestra– de un popular local.
"Le agradezco a la gente, es muy generosa conmigo, pero no me gusta pedir limosna, yo quiero vender para ayudar a mi mamá, que necesita medicación porque tiene soriasis", cuenta el niño.
"Yo administro mi plata y lo que gano le doy parte a mi padrastro y le hago compras a mi mamá", cuenta Walter.
Tímido y de pocas palabras, Walter se expresa como si fuera un adulto, sin despegar su mirada del rectángulo blanco donde vuelca su inocultable talento. "Duermo en una galería con mi mamá Selva, mi padrastro Gustavo y dos de mis cuatro hermanos. El lugar está acá a la vuelta, sobre Suipacha. Cuando cierra la galería, después de las ocho de la noche, nos vamos allí, tiramos los colchones, cenamos y dormimos. Mi sueño es poder darle un techo a mi mamá y mis hermanitos, y poder estudiar dibujo para ser un artista famoso".
Walter va y viene de Derqui junto a su familia. "Estudio allí pero venimos aquí porque vendo más dibujos y mucho más si es un fin de semana largo como el que pasó. Hasta ahora llevo unos ocho mil pesos y, por cómo viene la cosa, creo que llegaré a quince, veinte mil. Un día de la semana pasada hice 60 mil, no lo podía creer y hace como un mes un turista que hablaba inglés me dejó 100 dólares y se llevó el dibujo de Cristiano Ronaldo. Se los di a mi padrastro, que los cambió y me dio la plata".
"El de Messi es uno de los dibujos que más me gustan", dice Walter sobre su hit realizado en lápiz negro.
Se saca la riñonera que cruza su hombro y la revisa. Allí tiene dinero y el celular familiar, al que le echa un vistazo. Se mueve despreocupado, sin saber, tal vez, que puede ser observado y correr algún tipo de riesgo contra su integridad. "Le cargo crédito y lo tengo yo para que dure más". Después agrega y sorprende: "Soy el que administra lo que gana y le doy a la mitad a mi padrastro, porque fue quien mi enseñó a dibujar. Es una manera de agradecerle".
Gustavo Sierra, el padrastro, come papas fritas de un cucurucho de papel que le obsequiaron de una casa de fast-food. Va y viene entre su mujer Selva, veinte metros más allá y Walter, acurrucado contra la boca del subte. "El pibe es un imán", reconoce el hombre, algo desmejorado. "Yo quiero ayudarlo, trabajar, busco todos los días alguna changa, no me gusta que Walter sea la única fuente de ingresos... Sé de mecánica, plomería y albañilería pero no consigo nada... Mirame, la gente tiene miedo, estoy en situación de calle, o desconfían de mí".
Selva, la mamá del chico, está en la esquina de Lavalle y Pellegrini, también con una caja de cartón, pidiendo colaboración. "A veces hace unos pesitos abriendo las puertas de los taxis a los turistas".
Cuenta Walter que le gusta ir al colegio, que se destaca en actividades plásticas y, reservado, admite que ningún compañerito suyo sabe nada sobre su situación de calle. "Como todavía no tengo amigos, mucho no hablo, me da un poco de vergüenza, aunque sí algo le conté a la maestra. Algo sabe, pero no me gusta decir mucho".
"Me apasiona el dibujo, no lo pienso como un trabajo, pero a la vez, como creo que lo hago bien, me sirve para vivir y ayudar a mi familia", dice Walter Páez
Tiene el apellido de su mamá, quiere a su padrastro y no sabe nada de su papá, a quien le gustaría volver a cruzarse en la vida. "Sólo sé que un día se fue, ojalá que con el dibujo pueda ser famoso así mi papá se entera", anhela el chico de mirada profunda y triste.
Una pareja se detiene frente a un dibujo de Dragon Ball. "¿Lo hiciste vos?", le consultan. Asiente Walter sin pronunciar palabra y compenetrado en su tarea creativa. Le dejan tres mil pesos y se lo llevan. Atento a todo, el pibe reacciona y exclama: "Tome, aquí tiene 500 pesos de vuelto". Con un gesto, la pareja no los acepta y se aleja con el dibujo. "Vendí dos y necesito reponer, porque si hay varios dibujos en el piso a la gente que pasa le llama la atención", explica Walter, que remarca que no le molesta dibujar y hablar con Clarín.
Abre su cartuchera y busca un sacapuntas. Todo lo hace con suma prolijidad. "Antes pintaba con témperas, me gustaba aunque es más difícil... El tema es que se me hizo imposible poder seguir comprándolas, entonces empecé a dibujar con lápiz negro y de colores, como hice el de Messi, ¿ves? y coloreo personajes como el Hombre Araña o Dragon Ball. Cuido mucho los lápices, están carísimos, yo me los compro con la plata que gano, aunque a veces vienen mamás con hijos que abren sus mochilas, sacan los útiles y me dicen que elija lo que quiera".
Levanta la hoja, mira el dibujo con cierta distancia, lo estudia y se convence. Acomoda el cartón de una caja de pizza que sirve de apoyo y acelera para ultimar detalles de su nueva obra. "Me apasiona el dibujo, no lo pienso como un trabajo, pero a la vez, como creo que lo hago bien, me sirve para vivir y ayudar a mi familia". Dice que toma como modelos dibujos que encuentra en su celular y desde allí se inspira en sus reproducciones. "A veces los imprimo y me sirve como referencia".
Cuando se le consulta sobre cómo es un día suyo, Walter responde con naturalidad. "A la mañana me levanto cerca de las ocho, acomodo las sábanas, enrollo el colchón y después de desayunar en la galería, cuido a mis hermanitas Morena (4) y Marisol (2), mientras que mi mamá y mi padrastro compran algo de comida. Yo juego a las escondidas o a la mancha en la vereda y al mediodía me vengo acá, a la entrada del subte y me acomodo aquí".
Reconoce que no duerme muy cómodo y que a veces se queja por el dolor de espaldas, sin victimizarse. "Es lo que hay, estoy viendo si encuentro algún respaldo más cómodo", hace saber Walter, que dice que levanta campamento entre las seis y las siete de la tarde. "Depende cómo esté el clima, a veces sigo un rato más, hasta que voy a buscar a mi mamá y damos una vuelta antes de volver a la galería".
"Me apasiona el dibujo, no lo pienso como un trabajo, pero a la vez, como creo que lo hago bien, me sirve para vivir y ayudar a mi familia", dice Walter Páez.
Walter se acuerda que escuchó en boca de su mamá que no tenía pañales para Morena, la más chiquita de las hermanas y lo comenta con el cronista. "Cuando termine, antes de ir a buscar a mi mamá, me voy al súper de la vuelta a comprar un paquete, o dos, si mejoran las ventas, pero sin decirle nada. Mi mamá es cabezadura, no acepta que la ayude, me pide que ahorre, pobre, a veces la veo nerviosa por todo lo que estamos pasando... De hecho esto que le pasa en la piel (soriasis) para mí es porque está todo el tiempo pensando... Mi mamá es lo más importante y quiero ayudarla y cuidarla". Conmueve escuchar al chico que nunca esboza una sonrisa y luce compenetrado frente a su dibujo.
La historia de Walter es conocida por el gobierno de Jorge Macri. "Hemos averiguado con la familia del chico y nos dijeron que son del Conurbano, que tienen dónde dormir y que no está en situación de calle. Sólo vienen a la ciudad 'a pedir' y luego se vuelven a su lugar de origen", respondieron a Clarín fuentes del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat de la Ciudad.
"Desde hace más de un mes empezamos a aplicar el protocolo de 0 niños en calle, para ser inflexibles con los papás que permanecen en calle con sus chiquitos. Desde el Ministerio les ofrecemos distintas alternativas para que no estén en calle, que es un lugar donde ningún chiquito tiene que estar. Tenemos desde centros de inclusión específicos para familias, subsidios habitacionales para que puedan ir a alquilar una pieza en alguna pensión o ayuda para su revinculación y traslado a su ciudad de origen, en caso que no sean oriundos de la ciudad", agregaron.
Desde la Ciudad ratifican que "se hace un seguimiento, en conjunto con el Consejo de los Niños y Niñas, a la población que tenemos mapeada, sobre todo cuando hay chicos, para que no corran riesgos la integridad de los menores". Y concluyen diciendo que "es un problema del AMBA que tiene su epicentro en la ciudad de Buenos Aires, porque es adonde mayormente la gente viene y cuenta con más oportunidades para hacer changas o hacer unos mangos".