Sociedad 05/04/2024 15:05hs

El abuelo que cruzó Los Andes junto a su hijo y su nieto de 13 años: ocho días a caballo y sin celular

Ariel, de 62 años, lleva 11 travesías. Esta vez estuvo acompañado por Nahuel, de 33, y su nieto Agustín, de 13. Compartieron la experiencia de seguir el camino que San Martín recorrió hace hace dos siglos. Cómo fue el viaje, qué obstáculos enfrentaron y el motivo de la expedición

El abuelo que cruzó Los Andes junto a su hijo y su nieto de 13 años: ocho días a caballo y sin celular El abuelo que cruzó Los Andes junto a su hijo y su nieto de 13 años: ocho días a caballo y sin celular El abuelo que cruzó Los Andes junto a su hijo y su nieto de 13 años: ocho días a caballo y sin celular El abuelo que cruzó Los Andes junto a su hijo y su nieto de 13 años: ocho días a caballo y sin celular El abuelo que cruzó Los Andes junto a su hijo y su nieto de 13 años: ocho días a caballo y sin celular

Agustín Pérez tiene 13 años, vive en Pueblo Andino, comuna de la provincia de Santa Fe que se encuentra a 40 kilómetros de la ciudad de Rosario. Creció escuchando las anécdotas de su abuelo, Ariel Gustavo Pérez, que hoy tiene 62 años y cruzó 11 veces la Cordillera de los Andes. También su papá, Nahuel, hizo la travesía en dos ocasiones, y en febrero último se presentó la oportunidad de que los tres emprendieran juntos el mismo viaje que hizo el general José de San Martín hace poco más de dos siglos. Durante ocho días fueron testigos de paisajes imponentes, y superaron cada una de las dificultades que exige el camino. Fueron más de 55 horas arriba del caballo, sin acceso a la tecnología, concentrados en llegar a destino. Las tres generaciones de la familia charlaron con Infobae sobre el trayecto, la conexión directa con la historia argentina, y la organización de la expedición, de la que también participó Valentín Rolla, un amigo de Agustín. “Hasta el momento no hay un registro previo de que dos chicos de su edad hayan hecho este cruce”, cuentan los protagonistas.

Ariel atiende el llamado de este medio con gran amabilidad, y con muchas emociones a flor de piel, porque el recuerdo de lo que vivieron hace tan solo dos meses sigue muy nítido en su retina, y sobre todo, en su corazón. Se define a sí mismo como un historiador y “escritor sanmartiniano”. Siempre le gustó escribir, y ya lleva seis libros publicados. “Para poder escribir uno necesita conocer, así que quería tener suficiente experiencia para entender algunas cosas, al punto de que mi primer libro lo hice después de cruzar los Andes siete veces”, explica. Es autor de las obras El cóndor herido: San Martín, de Perú a Francia; San Martín y sus fantasmas; Mitos y dudas en el combate de San Lorenzo; ¡Vámonos! San Martín camino a Chacabuco; Nazario de San Lorenzo; El grito apasionado: San Martín camino a San Lorenzo.

Se acuerda de aquella primera vez que montó un caballo, sin ninguna experiencia previa, y de lo duro que fue aquel bautismo de montaña. “La verdad es que para mí la primera vez fue difícil, pero seguí yendo y cada vez que iba, era mejor que el año anterior; para hacer esto hay que ser perseverante, y se hace con tanta pasión que termina saliendo bien”, expresa. No tiene dudas de que se trata de una vivencia invaluable, tanto por el valor histórico y las aventuras propias del camino, como por la experiencia de compartir las jornadas con los baqueanos sanjuaninos, que son los encargados de desplegar todo su conocimiento sobre el terreno, guiar, y compartir su estilo de vida con el grupo.

“Esta vez fuimos 20 personas, que implica unos 10 arrieros, entonces en realidad son 30 los que cruzan, y en total, con las mulas cargueras y el caballo en el que va cada uno, son 50 animales”, indica. Esas tres decenas de participantes, sumado al medio centenar de ganado, conforman una caravana única, que avanza durante horas por la misma senda que recorrió el libertador de América en 1817. “El camino es el mismo, se sigue haciendo de la misma manera, las aguadas son las mismas, y se hace en la misma época, de preferencia entre enero y febrero, que es cuando abre la cumbre y se puede pasar”, señala.

Abuelo, padre y nieto en los Andes

Tanto Ariel como su hijo coinciden en que cada cruce de los Andes fue como si protagonizaran películas distintas. “Ahora que fui tres veces, puedo decir que pareciera que hice tres cruces totalmente diferentes, porque el primero fui con mi padre, y tuvo la particularidad de la adrenalina de ir a un lugar nuevo, lleno de miedos, infundados, porque después cuando uno está ahí desaparecen por completo y es todo disfrute y gozo; el segundo fui solo, y me tocó un clima muy duro, que no es propio de esos meses, hizo mucho frío, nevó, llovió, así que los paisajes fueron otros; y el tercero fue muy especial porque llevé a mi hijo, que a sus 13 años me parecía que era chico y tenía de nuevo muchos miedos”, relata Nahuel, de 33, la segunda generación.

PUBLICIDAD

El itinerario es exigente, y requiere de organización. Comenzaron dos días antes de la fecha de partida, cuando cargaron lo mínimo indispensable para el cruce y manejaron 1400 kilómetros hasta Barreal, localidad ubicada en el extremo suroeste de la provincia de San Juan. “Desde ahí se hacen unos 40 kilómetros subiendo la montaña en una combi hasta el puesto de gendarmería Álvarez Condarco y ahí comienza el cruce, ya montados a cabaññps, rumbo a la Cordillera, y se llega hasta el límite con Chile”, detallan. Son aproximadamente 260 kilómetros, pero Ariel aclara que no se suele utilizar el kilómetro como unidad de medida, más que nada por la irregularidad del terreno y las distintas direcciones que se toman. “Vas para arriba, para abajo, no es como ir en una ruta plana, entonces se suele contemplar según jornadas de viaje, que en este caso son ocho”, explica.

No hay duda de que después de hacer el mismo trayecto 11 veces, se volvió una voz autorizada, por más que su humildad no lo deje admitirlo. “Estos viajes cuando uno los arranca es difícil que tengan vuelta atrás, hay que seguir hasta terminarlo, y eso implica renunciar al confort de la vida en civilización y desaparecer del mundo por ocho días, porque ni bien empezás el camino ya no tenés señal, ya no hay celular, y faltan todas las comodidades, hasta la más mínima”, asegura. “La comida también es diferente a lo cotidiano, se llevan verduras y alimentos no perecederos, arroz, fideos, polenta, lentejas, enlatados, y se hacen en guisos. Es muy difícil llevar carne a la cordillera, por eso el ejército llevaba charqui. Nosotros llevamos algo de carne y el primer día se suma al guisado, ya desde el segundo día hasta el último no hay más”, agrega Nahuel.

Como hay que priorizar la optimización del espacio en los animales de carga, todo el grupo va con lo puesto y prácticamente no lleva equipaje, más que las carpas. “Nos ponemos tres camperas, y nos vamos sacando de a una si tenemos calor, lo mismo con los pantalones”, comenta. De todo eso le habían hablado a Agustín, de lo que implicaba esta travesía, pero él se mantuvo motivado en todo momento. Tanto fue el entusiasmo que incluso se lo comentó a su amigo Valentín. “Un día estaba en su casa, hablamos del tema, y sus papás me contaron que ellos siempre quisieron ir al cruce de los Andes. Yo les dije que mi abuelo lo hacía, entonces les encantó la idea y así se sumó Valentín y sus papás, que vinieron con nosotros”, dice el preadolescente de 13 años en diálogo con este medio.

Hasta hace poco iban a la misma escuela, pero este año empezaron la secundaria y van a colegios distintos. “Desde la pandemia que coincidimos, pero parece que nos conocemos hace más tiempo y ahora todavía más, porque la verdad no hubiera sido lo mismo la experiencia sin Valen”, expresa Agustín. Lo cierto es que esta dupla de amigos puede decir: “Cruzamos los Andes juntos”, algo inédito para sus compañeros.

Sobre sus sensaciones luego de haber vivido la hazaña, el joven cuenta: “A mí me gustó mucho, tenía miedo de que sea muy difícil, pero no me pareció tan difícil a comparación de lo que yo me había imaginado, y los paisajes son hermosos, todo ahí es muy lindo. Me quedé sorprendido porque no me esperaba encontrarme eso, si bien desde chico escucho que mi abuelo hablar de cómo es estar allá arriba, jamás me imaginé que era tan en serio lo que hablaba”.

Altura, precipicio y días largos


Antes de ir a los Andes, Agustín tuvo una prueba piloto a caballo para ver cómo se sentía durante tantas horas lejos de su casa, a merced de la naturaleza. Tenía 12 cuando hizo una cabalgata con su abuelo desde Tilcara hasta Calilegua en la provincia de Jujuy. Fueron seis días con jornadas de siete horas montado, y al ver que pudo disfrutar de esa experiencia, confirmaron que la cordillera era una posibilidad. “Es un tramo bellísimo, saliendo de la Quebrada y llegando hasta las yungas jujeñas, de un poco menos de dificultad, pero lo hizo muy bien y eso nos dio confianza para que tuviera un primer acercamiento”, manifiesta Ariel, y revela que nunca antes había ido acompañado de alguien de tan corta edad.

Cuando llegó el momento de tomar la decisión, lo charlaron en familia, y decidieron que harían la expedición los tres juntos. “Al ver que íbamos nosotros dos, que estaba su abuelo y su papá para acompañarlo, nos pusimos de acuerdo en que lo íbamos a lograr, porque sabíamos que íbamos a estar bien guiados, junto a los arrieros, y con experiencias previas”, acota Nahuel. Y reflexiona: “La primera vez que fui a mí me pasaba que pensaba qué estaría pasando en casa, cómo estará mi familia, si estarán todos bien, y cuando volvés te das cuenta de que está todo en el mismo lugar, que hay que soltar un poco los miedos y entender que el mundo sigue girando a pesar de que uno no esté ahí”. Pese a aquel aprendizaje, confiesa que como padre no pudo evitar que lo invadieran nuevamente algunos temores, pero desaparecieron a medida que avanzaron, con un clima que acompañó a la perfección.

La actitud de los chicos de 13 años sorprendió a todo el grupo. “Mi hijo me demostró que puede afrontar muchas más cosas de las que yo creía, porque hizo un cruce espectacular, es más, creo que hizo el mejor cruce que podría haber hecho, tanto física como mentalmente, tanto él como Valentín estuvieron a la par nuestra”, indican. La rutina diaria era completamente ajena a la tradicional para ellos, pero se adaptaron a las circunstancias y su mayor entretenimiento fue la curiosidad por descubrir qué verían al día siguiente.

“Hay que armar y desarmar todo constantemente, y después de estar diez horas arriba de un caballo, con ese cansancio a cuestas hay que ponerse a armar la carpa, prepara la comida, cenar antes de las siete de la tarde porque se va la luz, hace frío y hay que volver a empezar; a su vez hay que cabalgar hasta conseguir lugares para tomar agua, con alguna vertiente o algún pequeño arroyo de deshielo; no hay baño, por lo que todo es a la intemperie, estás contra un precipicio 500 metros para abajo; solo por mencionar algunas características del viaje”, resume Ariel. Y entre risas recuerda que cuando iban por el sexto día el amigo de su nieto le dijo: “Mire que el año que viene vuelvo”, y que él le respondía que primero había que culminar con esta misión y analizarlo más adelante.

“No hay registro de que dos chicos de 13 lo hayan hecho, por lo menos no como turistas, niños ajenos a todo esto, porque no es lo mismo que ser baqueano y criarte yendo a la Cordillera. Sabemos de casos de chicos de 15 años, pero de 13 nos parece que ellos son los dos primeros que lo han hecho”, comenta Nahuel. Cuando hicieron alta cumbre alcanzaron los 5000 metros de altura, y uno de los miedos era que los chicos se apunen, pero por fortuna ninguno sufrió mal de altura. Los fogones y guitarreadas formaron parte de las noches, en las que entonaron la marcha de San Lorenzo, el himno y varias canciones más para honrar la Patria. La flora y fauna también les fascinó, y atesoran los instantes que estuvieron rodeados de manadas de cientos de guanacos, cóndores y liebres.

El valor de la historia


Durante el recorrido Ariel les iba contando a los chicos algunos datos sobre la importancia del cruce de los Andes para la historia de Latinoamérica, y algunos datos de color. “Nos dijo que San Martín mandó a hacer un corral muy grande para unas mulas, dos días antes de llegar a Chile, y me impactó porque no podía creer cómo lo hicieron, la verdad que de la parte histórica yo no sabía mucho, y me sirvió para aprender”, dice Agustín. Y con completa sinceridad confiesa el motivo más importante por el que quiso ir: “La mayor razón era que quería vivir esto con mi abuelo y mi papá”.

Su parte preferida del viaje fue el cuarto día, cuando observaron todo el camino que habían hecho, y se dio cuenta de que ya iban por la mitad. “Fue un lindo momento, y lo otro que destaco es a los baqueanos, conocer su vida, y ver lo responsables que son los animales, cómo los cuidan, y que nos enseñaran la importancia de cómo montar para no exigirlos, que no tenían que trotar ni correr, y que dependemos de ellos para poder llegar bien”, agrega el nieto de Ariel. Desde que compartieron las fotos en Facebook, su experiencia se hizo conocida a nivel local y recibieron muchos mensajes de felicitaciones.

“Nos encantaría que sirva para ir sembrando pequeños granitos de arena, que creemos que hacen falta, porque es una manera de poner en valor la historia nacional, que a veces vamos perdiendo con el paso de los del tiempo, y eso hace que la juventud no llegue a dimensionar ciertas cosas”, argumenta Nahuel. “Ojalá que los profes de historia y geografía puedan también ponerlo en valor cuando abordan estos contenidos, porque no hay que descuidar nuestra historia, hay que conocerla y comprender su relevancia en Latinoamérica”, añade.

Cuando regresaron de la expedición, la primera noche fueron a una parrilla para disfrutar de un asado, y Agustín, después de 10 días en la cordillera, hizo un pedido especial. “Quería comer pizza con jamón y queso, empanada de jamón y queso, o tostado con jamón y queso, cualquier cosa que tuviera mucho jamón y queso, estaba desesperado por eso”, dice entre risas. Acerca de la posibilidad de seguir la tradición de su abuelo y su padre, y hacer la misma travesía otra vez, no lo descarta. “Ahora voy a estar enfocado en la secundaria, un poco ocupado, pero más adelante lo volvería a hacer”, proyecta. Y con humor, su abuelo remata: “Siempre digo ‘esta es la última’, y después al año siguiente vuelvo, así que ya no puedo decir nada, porque digo que fui 11 veces y la gente se asusta, no lo pueden creer”.

Más de Sociedad