Educación 02/04/2024 13:42hs

Semana Santa sangrienta. Presos mutilados, empanadas de carne humana y una jueza cautiva ocho días: el motín de Sierra Chica

El 30 de marzo de 1996, un intento de fuga frustrado derivó en una revuelta sangrienta encabezada por “los 12 Apóstoles”; las venganzas internas y la represión penitenciaria se cobraron nueve vidas

Semana Santa sangrienta. Presos mutilados, empanadas de carne humana y una jueza cautiva ocho días: el motín de Sierra Chica

Lo que en aquella Semana Santa de 1996 comenzó con una rebelión de trece presos que planearon fugarse, terminó como el motín más sangriento de la historia carcelaria argentina desde el retorno de la democracia. Fue la vez que todos los códigos “tumberos” se quebraron. Los líderes de la revuelta tomaron como rehenes a la jueza y al secretario penal que habían ido a parlamentar con ellos; dentro, desataron peleas y muerte, y llevaron adelante acciones nunca vistas hasta entonces: le cortaron la cabeza a un preso y la patearon como si fuera una pelota, quemaron cuerpos en los hornos de la panadería del penal y hasta repartieron empanadas hechas con carne humana.

El motín de Sierra Chica se inició el 30 de marzo y duró ocho días en la cárcel ubicada a 12 kilómetros de la ciudad de Olavarría, 350 kilómetros al sudoeste de la Capital. Mientras el país se paralizaba y la sociedad asistía, azorada, al drama que se desarrollaba en el centro de la provincia de Buenos Aires, dos grupos antagónicos saldaban cuentas dentro del antiguo penal: los 12 Apóstoles encabezados por Marcelo Brandán Juárez, Miguel Ángel Acevedo y Jorge Alberto Pedraza, y las huestes que dirigía su archienemigo, el feroz Agapito Lencina.

La revuelta comenzó a las 14.30, cuando “Popó” Brandán Juárez entró en la oficina de control y le pidió a Daniel Echeverría, el empleado administrativo de turno, que estaba frente a su PC, permiso para utilizar el teléfono público. Enseguida se metió un segundo recluso, que mostró una pistola Ballester Rigaud calibre 11.25 que habían logrado ingresar subrepticiamente al penal. Les exigió a los guardiacárceles que entregaran sus armas.

Otros cuatro reclusos se sumaron y tomaron de rehenes a siete personas. Intentaron trepar el muro para escapar de la cárcel con forma de panóptico distribuida en doce pabellones vigilados desde una garita en el centro del patio, pero fueron sorprendidos por el guardia Walter Vivas, que los alejó con varios disparos a los que se sumaron otros agentes penitenciarios. Los reclusos respondieron al fuego y todo se salió de control.

En esa primera fase de la revuelta uno de los amotinados cayó muerto. Por eso, el grupo de cabecillas del motín recibió el apelativo de “Los 12 Apóstoles”, cínica referencia a la celebración religiosa de la fecha y al hecho de que había caído uno de los 13 iniciales.

Furiosos por la frustración de no poder “ganar la calle”, los sediciosos reenfocaron sus objetivos. Resistieron el embate de los penitenciarios, pero aprovecharon el pandemónium y el estado de ebullición de los 1500 reclusos de Sierra Chica para ajustar cuentas con una banda enemiga. En el feroz enfrentamiento, los 12 Apóstoles primero dieron muerte a puñaladas y disparos a Hugo Barrionuevo Vega, del otro bando. Y luego continuaron con otros seis. Buscaban con desesperación al jefe de todos ellos, Agapito Lencina, hasta que lo encontraron y lo ejecutaron sin piedad.

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La pelea fue sin cuartel y se utilizó como excusa para saldar viejas cuentas pendientes entre detenidos. Había corrido el rumor de que el grupo de presos al que enfrentaron había abusado de novias y madres que llegaban de visita a la cárcel. Eso provocó aún más resentimiento, bronca y horror entre las bandas enfrentadas.

Además de haberse mentalizado durante meses para escaparse, para estar más violentos que nunca se valieron de la droga de más fácil acceso en la prisión, el “pajarito”, elaborado por ellos mismos, un preparado hecho a base de levadura fermentada, agua hervida y cáscaras de frutas que produce una especie de borrachera aguda y quita todo tipo de inhibiciones y autocontrol.

La cárcel se convirtió en un verdadero infierno y aquellos que no formaban parte de ninguna de las dos bandas se refugiaron donde pudieron. Por entonces en el penal estaba alojado nada menos que Carlos Robledo Puch, quien había llegado proveniente de la Unidad 9 de La Plata, condenado a reclusión perpetua por diez homicidios calificados, uno simple, una tentativa de homicidio, diecisiete robos, dos raptos y dos hurtos.

 

Los detenidos contaron que “El Ángel de la muerte”, como siempre se lo identificó, huyó al ver los enfrentamientos, se refugió en la capilla del penal; junto a otro grupo con el que tenía relación clausuraron puertas y ventanas para salvar sus vidas hasta que todo terminó.

Él siempre negó este hecho. Sí admitió que se habían encerrado en una celda y soportaron durante mucho tiempo gracias a que, ante semejante panorama, tuvieron la idea providencial de proveerse de agua y de algunos alimentos de la cocina de la prisión.

Cuando todo pasó, Robledo Puch pudo regresar ileso a su calabozo de 3,75 por 1,80 y 3,60 de alto, que contaba con máquina de escribir, un lavatorio, inodoro, un televisor y la clásica puerta de madera con herrajes y candados con el pasaplatos.

La jueza cautiva


La noticia de un motín que presagiaba una catástrofe trascendió los muros y llegó a oídos de la jueza de Azul María de las Mercedes Malere, que llegó al penal a las 21.50 para tratar de parlamentar con los insurrectos. Ingresaron para recoger un petitorio de los amotinados. La acompañaban su secretario, Héctor Torrens; el director de Sierra Chica, Omar Palacios; el director de Seguridad del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), César Caruso, y personal del penal.

“Se están mandando una soberana cagada“, les dijo sin vueltas. Pero el grupo violento se le rio en la cara. La jueza, igualmente, se dispuso a recibir el petitorio, como había pactado el alcaide Palacios cuatro horas antes. Pero hubo un cambio de planes. Jorge Pedraza, líder de los 12 Apóstoles, le dijo: “Doctora, vamos a hacer otra cosa”. Y Brandán Juárez sacó el arma y le apuntó al pecho, antes de tomarla del brazo y, de un tirón, anunciarle, con furia: “¡Vamos para adentro!”. Otros amotinados retuvieron a Torrens, al que amenazaban con facas.

Se llevaron a la jueza y al secretario al pabellón 6, donde funcionaba el sector de Sanidad. Allí había más rehenes: en total fueron 17. A Malere, la mañana siguiente, la llevaron a una habitación, donde se turnaban para custodiarla y la usaban como escudo humano. En una ocasión la llevaron de los pelos hasta lo alto del penal y amenazaron con tirarla al vacío si no cesaba la represión penitenciaria.

Corrieron infinidad de rumores y versiones de lo que sucedió con la magistrada durante su encierro. En el juicio, ella no reveló nada, excepto que todo lo que vivió en ese penal que acostumbraba visitar para hablar cara a cara con los reclusos en sus celdas, fue “una situación extrema”.

El gobernador era Eduardo Duhalde, quien llegó a pensar en ordenar un operativo para tomar la cárcel por la fuerza. A juzgar por lo que ocurrió en esa semana, y lo que los presos estaban dispuestos a hacer, hubiese sido un baño de sangre aún mayor. Los delincuentes no se calmaron, al contrario, solicitaron más armas, autos; uno de ellos, totalmente enajenado por el “pajarito”, se atrevió al pedido de un helicóptero bajo la amenaza de matar a más rehenes, incluida la jueza.

El 5 de abril de 1996, los cabecillas subieron al techo del pabellón 11 y por primera vez hablaron con la prensa. La foto es histórica. “Si la policía intenta entrar, la primera que muere es la jueza. Queremos que aprueben el petitorio y atiendan a los heridos de bala que tenemos. No hay muertos”, gritó Pedraza. Era mentira: Agapito Lencina y varios de su banda ya habían sido asesinados.

Al no obtener respuestas a sus demandas, la violencia se disparó aún más. Este cronista tuvo la oportunidad de entrevistar a Ariel Acuña Mansilla, alias El Gitano, uno los 12 Apóstoles. Él confirmó que con parte de los cadáveres cocinaron empanadas que terminaron comiendo rehenes y guardiacárceles: “Yo vi como mutilaron el cuerpo de Agapito Lencina. Con eso hicimos las empanadas. Me costó hacerlo y aguantarlo, pero no me quedaba otra, si no mis propios compañeros hasta me podían haber matado a mí, ninguno era un nene de pecho”, aseguró.

Acuña aceptó que se equivocó al sumarse a la rebelión porque le faltaba solo un año para salir en libertad. Y confirmó que la violencia iba en aumento luego de la preparación de las empanadas de carne humana. A los que no aceptaban despedazar los cadáveres los asesinaban a puñaladas. Fueron ocho los muertos. Y a varios rehenes los torturaron diciéndoles mientras comían: “se están ‘lastrando’ a Agapito, un ‘rocho’”, por el contenido de las empanadas.

En el posterior juicio, el guardia Oscar Iturralde confirmó, entre otras atrocidades, la de la carne humana cocinada en la panadería del penal. Dijo que el martes 2 de abril, cuarto día de motín, Miguel “Chiquito” Acevedo le ofreció dos empanadas. Cuando ya había comido una, le preguntó: “¿Estaban ricas?”. Iturralde le contestó: “Un poco dulces, pero ricas”. Acevedo lo miró y lanzó una carcajada antes de gritarle: “¡Te comiste un rocho!”. Desde entonces, a Acevedo lo llamaron el Panadero.

Héctor Cortés, jefe de registros de internos del penal en 1996, escuchó a varios presos decir que estaban comiendo “carne dulce”. Y luego los escuchó gritar: “¡Nos estamos comiendo a Cepeda!”.

Hace unos años pude visitar “Sierra Chica” para un aniversario del motín y recorrerla por completo. La impresión al llegar al Horno 1 donde se cocieron las empanadas no se puede explicar con palabras. La imagen de inmediato retrotrae la mente al horror de aquellos tiempos. El sector estaba remodelado, pero el ambiente donde se produjeron las muertes y el terror era el mismo. Imposible olvidar que cortaron los cuerpos con hachas, los cocinaron en ollas hasta convertirlos en relleno de empanadas, y el resto los incineraron en ese horno que estaba allí, a pasos de distancia.

La locura se apoderó del grupo asesino y la violencia fue tan incontrolable que algunos llegaron a jugar al fútbol con la cabeza de Agapito Lencina, a manera de macabro entretenimiento. Uno de los presos declaró que había visto los asesinatos y que “todo el que se rebelaba contra los líderes” iba a parar al horno de la panadería.

En una de sus apariciones públicas, Duhalde intentó llevar calma a la población: “Para solucionar esto tenemos que esperar a que se desgasten los presos. Solo vamos a reprimir como respuesta a un eventual intento de fuga o para defender las vidas de los rehenes. No hay que agravar la situación”.

Mientras, Inteligencia del Servicio Penitenciario detectó, por medio de radares, la construcción de un túnel que traspasaba el muro perimetral de la vieja cárcel. Lo inundaron con 15.000 litros de agua.

Para el 7 de abril, la situación era insostenible para todos. Pero los presos estaban completamente desgastados, y llegó la rendición. Los amotinados solicitaron que se resolvieran las causas que los tenían tras las rejas sin condena. Exigían la aplicación del cómputo del “dos por uno” y el traslado a otra prisión de máxima seguridad, ya que tenían miedo de que los asesinaran por venganza.

 Cuando las autoridades recuperaron el control del penal, se confirmó que siete internos habían “desaparecido”. Se ordenaron peritajes en la carnicería y la panadería para determinar si los presos habían sido asesinados y, luego, cremados: se hallaron piezas dentales en los hornos. Los familiares de los presos confirmaron que, efectivamente, existieron las empanadas de carne humana. “Mi hermano dijo que vio cuerpos trozados en las ollas de comida y cómo asomaba un cráneo humano”, relató a LA NACION el hermano de uno de los internos, el 13 de abril de 1996, seis días después del final de la refriega.

Jorge Tonelli, jefe del servicio de investigaciones técnicas, declaró: “Cuando terminó el motín el penal era un horror, salvo la panadería, que estaba ordenada y con el horno lavado. Cuando llegamos todavía estaba a 80 grados; mi gente entraba por turnos de diez minutos para no asfixiarse”.

Agapito Lencina, Víctor Gaitán Coronel, Luis Romero Alameda, Daniel Niz Escobar, José Cepeda Pérez, Palomo Polieschuk y Mario Barrionuevo Vega habían ido a parar al fuego. Además, se confirmó la muerte de Julio Aguiles Maillet, de dos puntazos en el tórax.

 

El histórico juicio


Tras la revuelta, los 12 Apóstoles fueron trasladados a la cárcel de Caseros, donde protagonizaron otro motín, el 25 de mayo de 1999. En noviembre de ese año, el Tribunal Oral en lo Criminal N°11 porteño los condenó a penas de entre 7 y 10 años de prisión.

Tres meses después, en febrero del nuevo siglo, comenzó el juicio por la masacre de Sierra Chica. El debate fue histórico, entre otras cosas, porque no se realizó en una sede judicial, sino dentro de una cárcel, para evitar traslados, posibles fugas e, incluso, una nueva rebelión.

El tribunal se instaló en el penal de máxima seguridad de Melchor Romero. Se usó por primera vez un sistema de transmisión de imágenes y audio con los 24 acusados –los 12 Apóstoles y otra docena de presos que aprovecharon para cometer todo tipo de delitos durante la refriega– encerrados en tres celdas a unos 200 metros de donde los jueces tomaban las declaraciones. En la improvisada sala de audiencias había dos cámaras, dos televisores, un video-wall y una consola de sonido. El operativo de seguridad demandó unos cien guardias. Fue de película.

Durante las audiencias declararon presos y guardiacárceles. También lo hizo el secretario Torrens (hoy juez de Azul) y la jueza Malere, que hablaba públicamente del caso por primera vez desde la conferencia de prensa que dio el día que salió del penal de Sierra Chica donde sufrió los mayores tormentos de su vida.

El 10 de abril de 2000 Jorge Pedraza, Juan Murguia, Marcelo Brandán Juárez, Miguel Acevedo, Víctor Esquivel y Miguel Ángel Ruiz Dávalos fueron condenados a reclusión perpetua. Ariel Acuña, Héctor Galarza, Leonardo Salazar, Oscar Olivera, Mario Troncoso, Héctor Cóccaro, Jaime Pérez y Carlos Gorosito Ibáñez recibieron 15 años de prisión. Daniel Ocanto y Lucio Bricka, 12 años. Guillermo López Blanco computó los seis meses de pena con el tiempo que pasó en prisión preventiva y Alejandro Ramírez fue absuelto.

Varios de ellos ya salieron en libertad, otros siguen detenidos y algunos están muertos. Pero el estigma y la sensación de horror continuarán latentes de por vida.

Miguel Braillard


   

 

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