Cuando el 18 de octubre de 1983 a las cuatro de la tarde Elena entró al antiguo PH de Palermo tenía 20 años. Iba a su primera clase de apoyo para la materia Estructuras de la carrera de Arquitectura de la UBA. Subió la elegante escalera de mármol beige y se topó de frente con un vitraux maravilloso por el que se colaba como en gajos la luz del sol. Partículas diminutas flotaban en ese aire encendido que lo doraba todo. En su estómago, así lo describe ella, asomó una “rara sensación de pertenencia”.
Es la misma casa donde hoy charlamos de la vida y del amor. Han pasado más de cuatro décadas desde aquella tarde iluminada.
Acá vive Elena. Acá se criaron sus tres hijos y floreció su vida. Acá habita, todavía, el amor real.
Coincidencias y planetas
“Hubo muchas sincronicidades en nuestras vidas. Una detrás de otra. Vamos a la primera. Yo tenía un grupo de chicas y chicos con los que había hecho el ingreso a la facultad de Arquitectura y cursado el primer año. En segundo año, cuando llegó el momento de anotarse en las materias, yo estaba de vacaciones en Santiago del Estero con mi amiga Mariana. Mi familia paterna es de esa provincia. Nos tomamos el tren para volver a tiempo para inscribirnos pero, en medio de la nada, éste se detuvo por un problema técnico. Estuvimos 24 horas parados y, por suerte, habíamos sacado camarote. Así que dormimos y comimos sin problemas. Obviamente llegamos tarde para la inscripción. Nuestros compañeros, por suerte, al ver que no aparecíamos, se preocuparon y nos anotaron con ellos. Pero hubo una materia, Estructuras, en la que no pudieron porque no quedaba cupo. Me pusieron en otra cátedra que justo era la más difícil de toda la carrera. En esa quedé como una paria, separada del grupo. Cursamos todo el año y cuando estábamos a poco más de un mes del examen le comenté a mi madre que tenía temor de que me fuera mal en el final. Ella escuchaba radio todo el día y había oído una publicidad de un instituto que preparaba a los alumnos de arquitectura para rendir las materias. Quedaba cerca. Sin consultarme nada fue y pagó. Yo no vivía con mamá sino con unas amigas en un departamento familiar que ella me había prestado. Me llamó y me anunció: Ya tenés el curso para que te vaya bien”.
El curso era en un PH de Palermo. Elena, muy agradecida con su madre, fue puntual a la primera clase. Al entrar y subir los escalones de mármol se sorprendió: en el hall de recepción del primer piso se topó con un enorme ventanal antiguo de vidrio repartido donde bailaban decenas de flores y colores, verdes y rosados, al compás de los rayos solares.
“Lo primero que pensé al ingresar y al ver esa luz y los colores del vitraux fue: ¡Qué lindo sería vivir en esta casa!”, recuerda hoy sentada de espaldas a ese mismo ventanal.
Ese día siguió camino y entró al aula que le indicaron.
“¡Era el aula que, años después, fue la habitación de mis hijos!”, se emociona, “Entró y el profesor me saluda. Ahí me acosa el segundo aleteo interno del día: tenía la sensación de conocerlo de antes, pero jamás lo había visto. Era un ingeniero, catorce años mayor que yo, medio peladito y con bigotes que se llamaba Jorge. No era atracción sexual, nada de eso. Solo que lo sentía cercano, conocido. Fue una clase aburrida de números y estructuras. Temas áridos, difíciles y feooossss (acentúa la última palabra y se ríe). Pero el profesor era excelente. Sentí que podía aprender mucho con él. Cuando volví al departamento en el que vivía con mis amigas, ellas me preguntaron cómo me había ido. Yo, en chiste, les contesté con la tercera rareza del día: ¡Divino, conocí al padre de mis hijos!”.
El curso duraba un mes, era de lunes a viernes, por la tarde. Justo a la hora en que el sol azotaba con sus espadas el vidrio y llenaba de magia los ojos de Elena.
“Era una alumna más. Terminó el curso y rendí la materia sin haber tenido onda con él, solo aquella sensación inicial. Pero ahí sucedió otra coincidencia. El día que volvía de rendir la dichosa materia con mis compañeros de facultad, nuestro auto quedó detenido a la altura de otro, sobre la Avenida Sarmiento. En ese otro coche vi que iba manejando mi profesor Jorge. Bajé la ventanilla y le dije que me había ido genial, que ¡gracias gracias y gracias! y le pasé un papelito con los temas que me habían tomado. Era una casualidad tan increíble que todavía me pone la piel de gallina. ¡Porque mirá que es grande Buenos Aires! Los planetas querían que nos juntásemos”.
Las casualidades marcaron la relación entre Elena y Jorge
Habría más. Al lado de la sede central del instituto donde había tomado ese curso, había una librería técnica donde vendían elementos especiales para arquitectos. Tres días después del auto a auto, Elena entró a esa librería.
“Justo cuando voy a entrar Jorge me abre la puerta y me dice: ‘Pasá que acá te van a hacer un buen precio’. Yo no supe hasta muchos meses después que Jorge era uno de los dueños. Compré y me hicieron descuento. Cuando me estaba yendo Jorge me preguntó si quería tomar un café al día siguiente. Le dije que sí”, resume Elena.
El 20 de diciembre de 1983 a las 15 horas se encontraron en el local Dandy, sobre la avenida del Libertador, y pidieron dos gaseosas. A las 20 seguían conversando sin parar y sin comer. Afuera diluviaba.
Valijas en el baúl
“Hablamos de todo. ¡Fue tal el grado de diálogo! Me contó de sus hijos, de que con su mujer estaban mal, de sus padres. Yo le dije que había nacido en Santiago del Estero, que media familia mía era porteña, le hablé del desarraigo que se lleva en el pecho. En fin fue una conversación muy nutritiva. Después me llevó a mi casa. Pero no pasó nada de nada. Solo fue una intensa charla. Ese día sí sentí que algo me movió el alma, calculo que a él también le pasó lo mismo”, Elena se ríe. “Él dice que se sintió muy cómodo y que no podía creer que yo tuviese 20 años porque me veía muy madura para mi edad”.
La vida siguió reencontrándolos, pero ya de otra manera.
“El 27 de diciembre yo rendía otra materia, Instalaciones. Al salir de Ciudad Universitaria con mis amigos para buscar el auto de ellos me encuentro a Jorge en el estacionamiento. Estaba esperándome porque sabía que yo tenía un examen. Cuestión que lo veo y lo primero que me dice es: Vine para contarte…
Enseguida me abre el baúl y me muestra todas las valijas. ¡¡¡Se había ido de su casa!!!”.
Elena se asustó y mucho. ¿Quién era este tipo que ni le había dado un beso todavía, pero se iba de la casa y venía a mostrarle sus petates?
“No es que me enojé, pero en ese momento no me gustó nada lo que había hecho. Lo primero que pensé fue: este tipo enloqueció. Me pregunté ¿este sujeto se va por mí de la casa? Me respondí internamente que no quería romper nada. Subí al auto de mis amigos y me rajé, no sin antes decirle que estaba desquiciado”. Jorge solamente atinó a responder que ella no tenía nada que ver con la decisión.
Abrumada Elena no podía dejar de pensar en la escena de película que habían protagonizado.
“¿¿Un señor de 34 años, con todas las valijas en el auto una semana después de charlar?? Era mucho. Y ni siquiera nos habíamos dado un beso. Yo había estado de novia, pero jamás había tenido todavía relaciones sexuales. Estaba sumamente asustada”.
En los días que siguieron Jorge la llamó para invitarla a tomar algo. Se había sacado el anillo y estaba libre.
“Esta vez eligió en un bar oscuro y tampoco me gustó ese lugar que había elegido. ¡Para mí todo estaba mal y todo era pecado! Yo venía de una educación muy estricta, moralista y religiosa, en la sociedad santiagueña que era cerradísima. Imaginate. ¡No existía mirar un separado! Era una transgresión brutal para mi círculo familiar y social”.
En ese bar oscuro que a Elena no le parecía confiable, Jorge le robó un beso. Le gustó. Había vencido su desconfianza. La noche anterior al baúl con valijas, le contó Jorge por esos días, había salido a caminar por San Isidro, donde vivía, y había conversado mucho consigo mismo. Era una noche con una luna redonda y muy iluminada. Eso, le contó a Elena, le había abierto la cabeza: tenía que tomar la decisión de separarse.
“A partir de ahí empezamos a vernos más seguido. Pasado un poco el tiempo se lo presenté a mi vieja y a mi viejo que estaban separados. Se la bancaron. Las que no me aprobaron para nada fueron mis amigas. Les parecía un horror. Había pateado el tablero. Por un tiempo ¡hasta me dejaron de hablar!”.
La transgresión se formaliza
En ese ínterin la madre de Elena se separó de su pareja y tuvo que volver al departamento que le había prestado a su hija y a sus amigas. Las chicas debieron buscar otro techo y Elena tuvo que volver a convivir con su madre quien empezó a ponerle horarios estrictos. No podía volver después de las 12 de la noche. La libertad se había acabado.
“Era como La Cenicienta, a las doce me quedaba sin nada. ¡Si llegaba un minuto después la puerta estaba cerrada y me quedaba afuera. Era un espanto. Insoportable. Entonces, un amigo de Jorge me prestó un departamento y me fui a vivir ahí, sola. Seguimos saliendo durante un año y medio más hasta que, en 1985, alquilamos y nos mudamos juntos. Como no había ley de divorcio no nos podíamos casar. Hicimos un almuerzo familiar para festejar. Para ese evento me hice confeccionar un vestido blanco simbólico”.
Elena conoció a los dos hijos de Jorge y a su ex. Curiosamente pegaron la mejor onda.
“Con ella nos reímos mucho porque las dos habíamos sido alumnas de él. Era una mujer con la que me llevé muy bien. A los 23 años nació mi primer bebé y terminé la carrera dos meses más tarde. Después, tuvimos dos hijos más”.
Una casa de testigo
Las cosas económicamente no andaban muy bien. Jorge tuvo que vender la librería porque no dejaba dinero. El instituto tampoco, eran más gastos que ingresos. Pero la casa antigua era de él y su socio, así que decidieron ponerla en alquiler. La arrendaron a una Iglesia Mesiánica.
“Yo tenía dos trabajos y a él no le estaba yendo bien, pero con los ahorros que teníamos decidimos buscar un mini depto para comprar. Justo en ese momento fue que los de la Iglesia Mesiánica le anunciaron a Jorge y a su socio que dejarían de alquilar la propiedad. Yo estaba obsesionada con esa casa. Soñaba con vivir ahí. Por eso, cuando quedó desocupada, le propuse a Jorge que le compráramos con ese dinero la parte a su socio. En 1989 terminamos siendo los dueños de la casa. Yo ya tenía a mis dos hijos mayores. Entramos a vivir como estaba, había mucho para hacerle. La fuimos refaccionando de a poco, en largas etapas. Era fascinante. En el medio nació mi tercer hijo. Nos costó mucho tenerla como está en la actualidad. Amo esta casa y ella me ama a mí. Ahora siguen viniendo los nietos de visita. Tiene espacios, tiene terraza, tiene historia y mis hijos le dicen El castillo”.
Elena estaba obsesionada con la casa y soñaba con vivir ahí
Elena asegura que en esta casa han sido felices. “Los chicos disfrutaron de los patios, de las terrazas, de los pasillos eternos. Es una casa con fuerte personalidad. Toda nuestra historia de amor, y también la familiar, se cobijó entre estas paredes y ventanas. Esta casa es testigo de mi vida. Nuestro refugio. Además de ser arquitecta, soy bastante espiritual y creo en la reencarnación. Tengo mi propia religión y soy ultra creyente (se ríe) y si no va una cosa con la otra, lo lamento, así soy. Creo que a Jorge lo conozco de otra vida anterior. Eso nadie me lo saca de la cabeza. El amor, para mí, es un contrato que se vuelve a firmar todos los años. La clave para que permanezca, es hablar. Para que un amor dure hay que sentarse y conversar. El cariño que nos cose a los dos, más allá de las tormentas, es lo que nos mantiene unidos. Tenemos un sentimiento que nos hilvana más allá de todo y todos. Llevamos cuarenta años juntos”.
Jorge, el ingeniero, entra en el cuadro de la videollamada justo antes de que cortemos y agrega sonriendo que para él “no hay claves. Solo tener muchas ganas de seguir adelante”.
* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas