Apenas Costa entró a su despacho, llamó al ordenanza. Le preguntó quién era el cura que estaba esperando en la antesala. El ordenanza le dijo que se habia anunciado como el sacristán de la parroquia de Olavarría, don Ernesto Perin, y que traía una denuncia gravísima.
-Señor Costa, gacias por recibirme. Vine a verlo personalmente porque estoy en conocimiento de un hecho muy grave, y como en Olavarrìa nadie hace nada y ya pronto se cumpliràn dos meses de estos terribles sucesos, me decidí a relatarle a usted lo ocurrido. Señor Costa, ejem... yo soy un simple sacristàn, esteee… Lo que vengo a decirle es que el cura párraco de Olavarria, Pedro Castro Rodriguez, envenenó a su mujer y a su hija de 10 años en la propia Iglesia….
El Jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires pareció no entender.
-¿Cómo dijo?
-Que el cura mató su mujer y a su hija.
-¡Cómo que mató a su mujer?... Pero… Y usted cómo puede demostrar lo que dice…
-Es que lo vi. Vi los rastros de sangre… Le pregunté qué eran esas manchas en el piso y Castro me miró con ojos de demonio y se me acercò. Yo pensé que me golpeaba. Me insultò y me amenazó con matarme si abría la boca. No tuve más remedio que retroceder y renunciar a servir a ese monstruo.
-¿Dónde están los cadáveres?... ¡¿La nena también, dijo?!
-Sí, si, su hija. Y las enterró en el cementerio de Olavarría.
-¿Cuándo dijo que vio esos rastros de sangre?
-El 6 de junio.
-Ajá. Dos días antes de que yo tomara la Jefatura –Carlos José Costa había asumido el 8 de junio de 1888. -¿Y por qué vino ahora? ¿Por qué no se lo contó al comisario local?
-¡Porque es el cura de allá! Creí que usted debía saberlo personalmente, y hoy es 28 de julio, ha pasado mucho tiempo. Señor Costa, yo a ese hombre le temo y pido su protección.
Costa se levantó y abrió la puerta. Le pidió al ordenanza que llamara de inmediatdo al comisario Adolfo Massot.
El jefe Costa quiso saber sobre esas mujeres, pero el sacristán no conocía más que sus nombres, Rufina Padim, la mujer del cura, y Petrona María Castro, su hija.
-Aah, la nena llevaba su apellido… Señor Perin, después de declarar usted va a volver a Olavarria y no va a decir nada de su viaje a La Plata. ¿Me entiende? –Golpearon a la puerta. Era Massot.
-Venga, pase, pase. Este hombre acá vino a denunciar que el cura de Olavarría tiene mujer e hija y que las mató a las dos. Quiero que le tomen declaración y que me prepare para esta noche un informe sobre este cura… ¿español?
-Sí, es español, de La Coruña.
Un cura muy particular
Carlos José Costa, el jefe de la Policía, había nacido en Quilmes. Se dedicó al comercio, al trabajo agropecuario y llegó a tener tres estancias en una de las cuales abrió una escuela para peones. Ahora estaba al mando de la Policía de la provincia de Buenos Aires, que había sido creada ocho años antes.
Al dia siguiente, el comisario Massot estaba en el despacho de Costa con el informe que le había pedido. Pedro Nolasco Castro Rodríguez se habia ordenado sacedote católico en su país. Tenia ahora 44 años y se vino a Amèrica cuando tenía 30 años. No se saben los motivos. Llegò primero a Montevideo y cometió apostasía… Negó la fe católica. Se convirtió al anglicanismo, la religiòn oficial de Inglaterra. Sus razones permanecen oscuras.
Desde el punto de vista teològico, el anglicanismo conservaba algunos elementos de la tradiciòn católica, como el bautismo y la eucaristìa y reconocía a las Sagradas Escrituras como la palabra de Dios, pero tomaba aspectos de la reforma protestante como, entre otras, el rechazo al dogma de la infalibilidad del Papa y al celibato obligatorio, que deja el tema librado a la decisión de cada cual.
-Sin el apoyo de la Iglesia católica -siguió Massot -la situación de Castro Rodríguez en Montevideo era de extrema pobreza. Los ministros anglicanos lo ayudaron para que probase suerte en Buenos Aires, pero a poco de llegar acá se cambió nuevamente de religiòn y se integró la Iglesia Episcopal Metodista. Parece que por entonces su desesperaciòn por obtener dinero fue tal que envenenó a un teólogo protestante, también español, de apellido Real… Pero no fue encauzado...
-¿Y qué más?
-En Buenos Aires, vivió en una casa de la calle Belgrano 3360. Allì vivìa una familia de apellido Monzón y en esa casa conoció a Rufina Padim. Fue cuando la fiebre (amarilla). La madre de Rufina cayó enferma y él se hizo muy cerano a las mujeres. Finalmente la madre de Rufina murió y Castro Rodriguez le propuso matrimonio a Rufina. Se casaron en una iglesia evangélica aproximadamente en 1874. Fue entonces cuando se dice que cayó bajo la influencia de Castro Boedo, su primo.
El primo apóstata y el regreso al catolicismo
Emilio Castro Boedo también había cometido apostasía. Fue durante la fiebre amarilla. Había nacido en Salta en 1827 o 1829. Ejerció el sacerdocio durante muchos años, pero abandonó la diócesis salteña para convertirse en jefe y capellán de la montonera del caudillo federal salteño Aniceto Latorre. Lo eligieron diputado para la legislatura de su provincia. Era enemigo de la oligarquía de Buenos Aires y contrario a Bartolomé Mitre. Se opuso a la Guerra del Paraguay. En 1866, se lo persiguió como jefe de una conspiración contra el gobierno nacional. Cuando terminaba 1871, elevó un escrito de protesta a El Vaticano donde decía, entre otras cuestiones, que el carácter sacerdotal y la masonería eran compatibles. Fundó su propia iglesia, llamada Iglesia Cristiana Apostólica Universal.
–Bueno… –el comisario Massot prosiguió con la historia del cura de Olavarría– Rufina Padim y Castro Rodríguez pensaron en vivir enseñando a los chicos. Me dicen que en la calle Independencia de Buenos Aires fundaron un colegio llamado Acasia, pero al poco tiempo debieron cerrarlo. Entonces hasta pasaron hambre, como le había ocurrido a él en Montevideo. Rufina trabajó lavando ropa pero la situación económica no mejoraba. El cura… bueno, se avivó y decidió volver a la Iglesia Católica para no morirse de hambre –continuó Massot–. En 1877, fue a ver al arzobispo de Buenos Aires y resulta que admitió su culpabilidad por haber cometido apostasía; se mostró muy arrepentidos, y, casi llorando, pidió perdón. Yo creo, jefe, que estaba pensando en su estómago. El arzobispo creyó que el tipo estaba de verdad arrepentido. Lo nombró cura en Azul.
–Me imagino que las cosas cambiaron para el español ¿no?
–Bueno, ahora comía, él y Rufina. Lo que pasaba, jefe, es que, usted imagínese que el cura no podía tener mujer aunque jamás pensó en abandonarla…, digo, porque siguió con él. Primero fue a Azul, solo, a ella la dejó en Buenos Aires. A las pocas semanas, ella fue a su encuentro. En Azul, se comportaron como marido y mujer, aunque cuidaron las apariencias lo mejor que pudieron. La gente se daba cuenta. El 24 de julio de 1878, nació Petrona María Castro. Pasaron algunos años y Castro mandó a su mujer y a su hija de vuelta a Buenos Aires, pero las visitaba seguido. Dos años después, lo ascendieron a cura párroco y lo destinaron a Olavarría.
–¿Y qué se sabe de Rufina Padim? ¿Cuándo salió de Buenos Aires?
–El 4 de junio viajó en tren a Olavarría junto con su hija. Era la primera vez que iba a Olavarría, me dicen... Antes había sido el cura el que las veía en Buenos Aires. Y, efectivamente, como dijo el sacristán, Castro Rodríguez las esperó en la estación y las llevó a la iglesia. Madre e hija llegaron a las cinco y media de la tarde.
–¿Algo más?
–Sí, el cura le pasaba a Rufina una mensualidad de 100 pesos. Sabemos que ella, antes de ir para Olavarría con su hija, vendió una propiedad en Buenos Aires por 24.000 pesos que depositó en el Banco Provincia de Azul a nombre de Castro.
–¡Ahí está el motivo!... Massot, salimos inmediatamente para Olavarría. Tenemos que ir a ese cementerio.
–¿Le avisamos al juez de Paz de Olavarría?
–Por ahora, no.
La detención
Recién cuando llegaron a Azul, Costa y Massot le enviaron un telegrama al jefe de policía de Olavarría ordenándole el inmediato arresto de Castro Rodríguez. Al mismo tiempo, telegrafiaron al juez de Paz Domingo Dávila. Cuando los policías llegaron a Olavarría, la noticia ya había corrido por todos lados y los vecinos estaban excitados. Espontáneamente se realizaron reuniones en la puerta de la comisaría y en la iglesia. Los manifestantes pedían a los gritos que ahorcaran al cura asesino.
Ya todos sabían qué había ocurrido. Castro había salido detenido de la propia iglesia, en la calle Rivadavia entre General Paz y San Martín, justo entre dos escuelas, la número 1, de varones, y la número 2, de mujeres. Los policías debieron protegerlo para que no lo lastimaran.
El sacerdote fue llevado por dos policías a la oficina del juez Dávila. Entonces, Costa se presentó e introdujo también a Massot; le comunicó al sacerdote por qué estaba detenido y le informó sobre el contenido de la denuncia del sacristán.
–No me imaginaba que ese holgazán llegara a semejante descaro de señalarme con falsedades. Pues bien, señor jefe de la policía, más me extraña que usted le dé crédito a ese personaje.
–¿Usted puede decir dónde están la señora Rufina Padim y su hija Petrona? ¿Cómo es que no aparecen?
–Rufina murió de una enfermedad crónica del corazón que padecía. Tuvo la mala suerte de que le dio un ataque la misma noche de su llegada, y Petrona murió de la misma enfermedad.
Costa se levantó de su sillón y les pidió al juez Dávila y a Massot que lo dejaran a solas con el acusado.
–Usted es un mentiroso –le soltó imprevistamente al cura cuando quedaron solos–. No voy a aceptar ni una mentira más. Sabemos que usted mató a la madre y a la niña, y que las hizo enterrar en el cementerio.
–Usted no sabe lo que di…
El ofrecimiento
–¡Basta! – lo interrumpió el policía–. No es más que un canalla asesino. No me va a llevar de las narices como hace con los demás. Esta vez ha ido demasiado lejos. Si no confiesa sus crímenes lo llevaré inmediatamente al cementerio para que presencie la exhumación de los cuerpos corrompidos de sus víctimas. Yo mismo le meteré sus narices en la carne putrefacta, y después lo ataré a ellas y lo dejaré a solas para que reflexione. Usted puede haber tenido idas y vueltas con Dios pero no las tendrá conmigo.
–Señor Costa, usted recibirá 20.000 pesos si se olvida de mí.
Costa se acercó a Castro y le dijo que se pusiera de pie. Acercó su cara a la del cura. Le habló en voz baja.
–Me va a dar casi el mismo dinero que le arrebató a Rufina después de hacerle vender la casa de Buenos Aires…
–¿Cómo sabe usted eso?
–No hago tratos con traidores y asesinos. Traicionó a su religión, traicionó a su mujer, traicionó a su hija. En un instante, haré entrar a esos dos señores que esperan afuera y usted contará todo lo que ha hecho o su cuello adornará la horca de los enfurecidos vecinos.
El jefe de Policía se apartó y fue hasta la puerta. Hizo entrar a Dávila y a Massot, que ocuparon sus antiguos lugares.
–¿Dónde están los cadáveres de sus víctimas? –preguntó Costa.
–Fueron enterrados en el cementerio de Olavarría a las tres de la tarde del 6 de junio. En un solo cajón, que fue colocado en la fosa común número 13, que figura en el registro municipal con el nombre supuesto de Indalecia Burgos.
–¿Indalecia Burgos? ¡Explíquese!
La declaración y la confesión
–¿Qué quiere que le explique? ¿Cómo las maté o como las enterré?
–¡No sea cínico! ¿Cuándo llegaron sus víctimas?
–El 5 de junio a la tarde. Yo mismo fui a buscarlas a la estación de trenes. Las llevé a la iglesia y acomodé el equipaje en mi propia casa. Cenamos. Debo decirles que fue una cena triste. Rufina estaba enojada. Casi no habló. Y Petrona seguía a su madre. Creo que estaban tristes por dejar Buenos Aires.
–Usted las trajo para matarlas.
–No es necesario que sea tan brutal. Rufina había sido mi mujer cuando yo no era sacerdote. Mantenerla ahora era casi imposible.
–Se refiere a la mensualidad que le pasaba.
–Me refiero a tener una mujer siendo sacerdote. Los vecinos murmuran. No era posible con mi nueva situación en Olavarría, a cargo de la parroquia del lugar. Ella no se había dado cuenta de que esta situación era imposible. Usted sabe cómo son las mujeres. Siempre tienen una esperanza…
–Señor Castro, ni hombre ni mujer podían imaginar el diabólico plan que tenía usted en mente.
–Ella vino confiada, debo aceptarlo. Estaba más preocupada por descubrir si la engañaba con otra mujer… Estaba nerviosa, agitada. Le dije que iría a buscar un calmante. Me dirigí a la botica El Siglo, la de Ventura Esteves. Aproveché que nadie me veía y tomé un frasquito de sulfato de atropina. Ya sabía en qué estante estaba. Cuando volví me acusó de haber ido a una cita amorosa. Usted sabe que algunos me han hecho fama… Le dije que se quedara tranquila, que no era cierto. Que pensaba en ella. Que había ido a la botica para comprarle un medicamento que le calmara los nervios. Sin que se diera cuenta puse una fuerte dosis de atropina en una miga de pan. Rufina estaba recostada en mi cama; me acerqué y le pedí que tragara la miga ayudada con unos tragos de agua.
-¿Tardó en morir? ¿Qué hizo usted?
-No, no. El veneno hizo efecto enseguida. Rufina tuvo fuertes convulsiones y gritaba de dolor. No supe qué hacer. La niña estaba ahí, también. Entonces metí la mano debajo de la cama, tomé un martillo que allí guardaba y le pegué fuertes golpes en la cabeza. Ahí cesaron todos los ruidos. Ocurrió entonces que Petrona, que había visto todo, también empezó a gritar. Ahora tenía que ocuparme de mi hija. Entonces fui a donde estaba y la tomé en mis brazos. Ella lloraba y quería apartarme. La llevé hasta el borde de la cama donde yacía su madre. Me senté y mantuve a Petrona entre mis piernas mientras sacaba el frasquito de atropina de la sotana. Yo diría que quedaba suficiente veneno como para matar a seis personas. Le abrí la boca y le hice tragar por la fuerza lo que quedaba en el frasquito y enseguida la oprimí contra mi pecho, muy fuerte… durante tres horas hasta que ya no hizo movimiento alguno.
El martillo y el entierro
El cura calló. Costa, Dávila y Massot no dijeron una palabra. El silencio era contundente.
–Me tomé un respiro –prosiguió el cura asesino–. La cabeza de la niña colgaba de mi brazo. La deposité en la cama, al lado de su madre, a la que tuve que mover un poco. Me sequé el sudor, recuerdo. Esa noche me quedé allí, con las dos.
–¿Qué hizo con el martillo?
–Salí de la habitación y caminé hasta el busto de San José. Lo corrí y coloqué el martillo atrás, donde hay un nicho. Luego volví a poner el busto en su lugar. Me persigné, recuerdo…
–¡Vayan a buscarlo! –le ordenó Costa a Massot.
–¿Qué más hizo?
–Me preocupaba la sangre. Cubrí la cabeza a Rufina con una toalla, porque los dos golpes eran muy profundos. Noté cierto encanto en su rostro a pesar de la muerte, un encanto que le había conocido hacia ya muchos años. La nena no sangraba, por suerte.
–¡Puede evitar el cinismo!
–Le confieso los hechos tal como ocurrieron, que es lo que usted me pidió… El 6 de junio salí temprano. Dejé a las dos. Para poder enterrarlas, había preparado algunos documentos. Fui a ver al empleado municipal que extiende los permisos para las inhumaciones. Le dije que en el tren de la noche vendría un cadáver, cuya sepultura se me había encargado. Le entregué una carta que yo mismo redacté, con nombres falsos, en la que se hablaba del encargo del entierro. Y escribí que, al momento de la muerte de la mujer, no había médico disponible y que los certificados de estilo se enviarían más adelante.
–¿Qué le dijo el empleado?
–Nada. Se tragó el anzuelo. No se olvide de que soy el cura de Olavarría. Entonces me dio el permiso para la sepultura de una tal Indalecia Burgos, nombre que se me había ocurrido para la ocasión. La tarde de ese mismo día fui a ver al carpintero para encargarle de urgencia un ataúd. Luego contraté un servicio fúnebre de tercera clase. El carro fúnebre iría a la iglesia a retirar el ataúd. A la noche, cuando llegó el carpintero le dije que dejara el ataúd cerca del altar. Fui hasta mi dormitorio y bajé de la cama el cadáver de Rufina. Con mucho esfuerzo lo levanté y lo deposité en el interior del ataúd, boca abajo y fui a buscar el cadáver de la nena y…
–Su hija…
–¡Sí, mi hija! ¿Está satisfecho? Petrona Castro era mi hija. La tomé y la llevé hasta el cajón. La puse sobre el cuerpo de su madre, también boca abajo, con la cabeza sobre los pies de Rufina. Coloqué la tapa y la clavé. Me iluminaba la luz de una vela, delante del altar. Creo que no fui todo lo sigiloso que hubiera debido y desperté al sacristán, que me debe haber visto.
El juez Dávila ordenó que se le diera intervención al juez penal Juan Martínez. Dávila se volvió hacia Castro Rodríguez.
–Es evidente que su mujer hacía todo lo que usted deseaba. ¿Por qué? ¿Por plata?
–Ya he confesado.
–Señor juez –dijo Costa–. Rufina vendió la casa de Buenos Aires contra su voluntad y depositó el dinero percibido en el banco de Azul, a nombre de Castro. Repito, no lo depositó a su nombre, sino al de Castro. Y la pobre Petrona…
El cura acusado fue llevado a La Plata. Castro Rodríguez fue condenado a reclusión perpetua y cumplió su pena en el presidio de Sierra Chica, donde murió. También su cadáver fue exhumado. El médico Juan B. Aranda se llevó su cráneo para estudiarlo.