La increíble vida del verdadero Robinson Crusoe en una isla llena de ratas, lobos marinos en celo y gatos salvajes
Alexander Selkirk era un marino de la Corona Británica. Por una discusión con su capitán, lo confinaron como a un náufrago en una de las islas del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico. Cómo sobrevivió al hambre y la soledad. El rescate inesperado el 2 de febrero de 1709. Y el nacimiento del personaje literario que el escritor Daniel Defoe basó en sus relatos
El tipo era un mal llevado. Pero lo era desde chico, así que tenía gran oficio y experiencia: no había quién lo aguantara. Aunque todo en su pasado es casi una nebulosa porque nació en Escocia en 1676, cuando este mundo estaba en pañales, su historia joven remite a su carácter levantisco, audaz, terco e indócil, a su proverbial tendencia a meterse en problemas, a armar peleas, a arruinarlo todo, a preferir la turbulencia a la contemplación y la perturbación a la melancolía, cualidades todas que le trazaron dos destinos bien disímiles en su breve existencia: primero, lo condenaron a una experiencia extrema que puso su vida en peligro; segundo, le dieron al mismo tiempo las armas necesarias para salvar esa vida condenada.
Así fue, en grandes trazos, la vida de Alexander Selkirk, el marinero que pasó cinco años en una isla, sólo y sin más compañía que él mismo hasta que fue rescatado por milagro el 2 de febrero de 1709, hace trescientos catorce años, y devuelto a una civilización que ni siquiera añoraba y de la que había olvidado ya verbos, adjetivos y sustantivos, excepto los que incluía su Biblia, el único libro que lo cobijó en tantos años de orfandad y de miseria.
Su aventura, además, dio origen a una gran novela que inflamó de pasión, de coraje, de ternura y de avidez las almas buenas de los adolescentes que, desde que fue publicada, tuvieron la suerte de recorrer sus páginas, novela que ensalce las almas de los muchachos y chicas de hoy que tengan el coraje de leerla en cualquier soporte tecnológico, o mediante el método tradicional, simple pero fascinante, de abrir un libro. La novela es “Robinson Crusoe”, de Daniel Defoe, una historia que no es paso a paso la de Selkirk, pero que está inspirada en su vida de chico insurgente, de marinero valeroso y de náufrago heroico.
Primero, lo primero. Selkirk nació quién sabe cuál día y mes de 1676 en Lower Largo, una aldea pequeña, olvidada de los mapas, en el condado de Fife, Escocia. Era el séptimo hijo de un zapatero y curtidor presbiteriano que inculcó a sus hijos su fuerte sentido y espíritu religioso y, a Alex, los rudimentos de su dura profesión, casi un arte de la época. Pero Alex estaba bien lejos del calzado y de la fe. Era uno de esos chicos a los que es fácil entrever habitado por otros vientos, inasible, pendenciero en cuanto tuvo edad para serlo, huidizo y bravucón. Tal vez fuese el molde de la época y el chico lo representaba con extraordinaria fidelidad.
Un día, sus mayores lo fueron a buscar para ponerlo en vereda. Como es de sospechar, los métodos pedagógicos que enarbolaban eran palos y correas. ¿Qué había hecho Alex? Había pasado todas las fronteras. Lo acusaban, de modo críptico pero elocuente, de “conducta indecente durante una misa”. Algo grave, muy, debió pasar para que aquella “conducta indecente” hubiese sido detectada, su responsable identificado y su cacería lanzada para encajarlo de una buena vez y como fuese, en la vida decente y justa. No lo encontraron. No lo vieron más, sino hasta muchos años después: Alexander Selkirk y sus malos vientos habían huido de la aldea, de los zapatos, de la fe y de Escocia, y se había metido a marinero voluntario. En los años en los que Alexander era adolescente, a la marina británica no se ingresaba: te reclutaban a la fuerza, eras un delincuente de poca monta y cambiabas cárcel por barco, no tenías más destino que una vida miserable y preferías la aventura… Todo el mundo quería huir de la marina que, además, estaba en guerra constante contra todo lo que se moviera en alta mar. Alexander quiso entrar al sitio del que todos querían salir. Y lo hizo como grumete con aspiraciones de capitán.
Después, su rastro se pierde porque no quedan huellas en el agua, sólo estelas en la mar, decía Antonio Machado. Pero sí se sabe que sirvió, y lo hizo bien, en un barco corsario que lo llevó al Océano Pacífico en los tiempos de la Guerra de Sucesión española. La Guerra de Sucesión española fue un conflicto internacional que duró doce años, terminó con la firma del tratado de Utrecht, puso fin al reinado de la Casa de Habsburgo porque su último rey, Carlos III, había muerto sin descendencia, e instaló en el trono a la Casa de Borbón, que reina hasta hoy. En esas aguas navegaba Alex en una flota comandada por el capitán William Dampier y en una nave, “Cinque Ports”, que comandaba otro tipo mal llevado, el capitán Thomas Stradling.
La diferencia entre pirata y corsario no desvela a nadie: todos son ladrones. Los primeros son ilegales, los segundos tienen permiso y licencia otorgados por un estado. Esto de robar con autorización del estado no ha cambiado tanto en tres siglos y monedas; sí cambiaron los métodos, bueno fuera, pero no el espíritu. Así que los marinos británicos asediaban las naves españolas en busca de lo que hubiere: oro, joyas, alimentos, tabaco, alcohol. Y también asediaban los puertos españoles de América del Sur en busca de lo mismo y con la misión de extender los territorios ultramarinos de su graciosa majestad británica, que en 1704 era Ana Estuardo.
Un detalle a tener en cuenta, uno de tantos, es que Alex, que tenía entonces veintisiete años, era el segundo a bordo del capitán Stradling, lo que muestra que aquel díscolo muchacho de los actos indecentes en las misas, podía ser responsable y confiable si se lo guiaba bien. Pero Stradling no guiaba bien a nadie y, con los años, se puso en duda su salud mental en aquellos días de campaña en el Pacífico Sur. El “Cinque Ports” intentó saquear el puerto de Santa María de Panamá, con éxito dispar, y el buque se dirigió luego al archipiélago Juan Fernández, a seiscientos kilómetros de Chile, para echar el ancla en una isla conocida como “Más a Tierra” y aprovisionarse de agua dulce y lo que hubiere. Ese fue el sitio en el que se agudizaron los problemas entre Alex y el capitán Stradling, que no trataba demasiado bien a su tripulación: injusticias, castigos, abusos de poder, lo que parecía normal en un buque corsario, tripulado en general por gente de avería.
Otro aparte, acaso necesario: la teredo navalis, ese es su nombre latino, es una especie de almeja de agua salada, un molusco bivalvo marino en apariencia inofensivo; pero no hay que dejarse engañar por su aspecto porque tiene una mala uva impresionante. Lo llaman “gusano de barco” porque es un bicho mandado a hacer para perforar la madera con fines de supervivencia: sólo come celulosa. Para eso hace túneles con el genio de un arquitecto, y hace muchos túneles, en muelles y pilotes submarinos; es culpable de la destrucción de las estructuras de madera que subsisten en los puertos y, en la época de nuestra historia, se hacía un festín con los cascos de los barcos cualquiera fuese su condición: pirata, corsario, mercante o simple chalupa.
Parece que Alex Selkirk, que estaba por meterse de lleno en su destino de héroe solitario, advirtió al capitán Stradling que el casco del “Cinque Ports” estaba averiado, además de poblado de aquella almeja maldita y hambrienta, y recomendó varar la nave en la marea alta para que, cuando bajara, el casco quedara al descubierto y realizar así las reparaciones que hiciesen falta. Por supuesto, el capitán Stradling lo mandó a pasear y aquí es cuando los senderos se bifurcan para confluir en un mismo destino. Una parte de la leyenda cuenta que Alex dijo algo así como: “Si por mí fuera me quedo en esta isla”, antes que seguir viaje en aquel cascajo comido por los gusanos y Stradling le dio el gusto. La otra versión de la leyenda dice que, en cambio, hubo una fuerte discusión entre el capitán y su segundo, y que Stradling ordenó que dejaran a Alex sólo en aquella isla de mala vida para que se las arreglara como pudiese. El carácter levantisco de Alex y la tontera de su capitán, hacen más creíble la versión de la pelea entre ambos que la decisión reflexiva de aquel muchacho pendenciero.
Así que, por órdenes superiores, los tripulantes del “Cinque Ports” dejaron a Alex Selkirk sólo en una isla en medio del Pacífico, sin medios para regresar a ninguna parte y con una dotación de emergencia compuesta de un rifle, con una carga no renovable de medio kilo de pólvora, unas pocas municiones, una partida de tabaco, un cuchillo, un hacha, unas mantas, un cofre con ropa, algunos pocos utensilios más y si te he visto no lo recuerdo. También le dejaron una Biblia para que encontrara en Dios el cobijo que no le daban sus camaradas y con el que se conectó con las antiguas y rudas enseñanzas religiosas de su padre.
Ese fue el modo en el que Alex se convirtió en un náufrago; no en el sentido técnico porque no hubo naufragio alguno, pero Alex era ya un náufrago de la vida y, a fuerza de tantas velas arriadas, había llegado a su meta impensada: la soledad más absoluta. No supo sino hasta años después, y poco le importó, cuánta razón tenía él y cuánta le había quitado el soberbio capitán Stradling: el “Cinque Ports” se hundió rumbo al norte, gran parte de la tripulación murió en el naufragio y el resto, entre ellos su capitán, cayeron en manos de los españoles.
Como náufrago flamante en una isla desconocida, Alex comió lo que pudo: peces que aprendió a capturar, nabos silvestres, animales que aprendió a cazar a cuchillo cuando se le acabaron la pólvora y las municiones, leche de cabras salvajes a las que tuvo que domar también cuando debió instalarse en el interior de la isla porque la playa, que era su contacto con el mundo exterior y el eventual rescate, fue invadida por lobos marinos en celo. Los lobos marinos son unos bichos encantadores, gráciles y pícaros; pero cuando están en celo parece muy recomendable no interponerse en su camino.
Según relató Alex cuando regresó a la civilización, como se la llamaba entonces, debió perseguir a los animales que quería cazar por los escarpados acantilados de la isla; una mañana cayó por uno de ellos y salvó la vida porque fue a dar sobre el animal al que perseguía. Con las precarias herramientas que le habían dejado construyó una especie de cabañas, hizo dos, con madera de anacahuita, un arbusto de madera fina y pasible de vulnerar. Una de las dos cabañas fue su cocina de preparar manjares; la otra, su dormitorio. Pasó un largo tiempo hasta que pudo dormir en paz porque las ratas eran plaga y peligrosa. Esos bichos tienen mala prensa muy bien ganada: ni son agraciados, ni desbordan simpatía, son ladinos y huidizos y, además, se mueven bajo tierra con fantástica habilidad y emergen, con sus ojos rojos y sus dientes afilados, a centímetros de las mejillas de todo aquel que deba dormir en los suelos: quien haya estado alguna vez en una trinchera, lo sabe.
¿Qué hizo Alex? Cazó dos o tres gatos salvajes, a fuerza de alimento los conquistó, los hizo su amigo y los puso a su servicio para eliminar la incómoda vecindad nocturna de los roedores. Luego, cuando la ropa se hizo jirones y las de repuesto andrajos, Alex usó para vestirse las pieles de las cabras que cazaba para comer. Para coser las prendas usó un clavo y las enseñanzas rudimentarias que le había dado el papá zapatero. Aprendió a caminar descalzo, los pies encallecidos, y se hizo un experto en supervivencia, aún a su pesar, pero hizo honor a su fama bien ganada de chico que no se daba fácil por vencido. Le pegó una reiterada lectura a su Biblia, de adelante para atrás y de atrás para adelante, porque era el único vínculo con un idioma que, a fuerza de silencio, había olvidado practicar.
Así pasó casi cinco años. Tampoco albergaba demasiadas esperanzas de rescate porque los buques que se acercaban a la isla, o los que desembarcaban en ella con parte de su tripulación en busca de agua dulce, eran españoles. Y Alex sospechaba cuál sería su destino si le echaban mano y comprobaban su vida de corsario británico. Hasta que el 2 de febrero de 1709, dos fragatas inglesas, “Duke” y “Dorchester” anclaron frente a la isla.
Fue una historia signada por el azar. Al mando de la “Duke” estaba el capitán Woodes Rogers, que sería luego gobernador de Bahamas. En 1707 Rogers había contratado a William Dampier, aquel marino que mandaba la flota en la que navegaba el “Cinque Ports” donde era segundo Alex, que ahora era un náufrago. Dampier había aceptado una nueva misión en la armada porque su foja de servicios estaba manchada: lo culpaban, al menos lo hacían responsable, del hundimiento del “Cinque Ports” por haber tolerado que el tozudo capitán Stradling no revisara el casco de la nave invadido por el gusano de barco. Además, Dampier había perdido su propio barco a causa de un motín. Ahora era el piloto de la nave que comandaba Rogers y se iba a topar de nuevo con su viejo conocido Alex Selkirk.
El “Duke” fueron a parar a la isla Juan Fernández y sus adyacencias porque allí había lima en abundancia, bien lo sabía el náufrago, y una buena cosecha de lima iba a garantizar a las tripulaciones de los buques unas cuantas dosis de vitamina C, suficiente para eludir el escorbuto que ya había provocado siete muertos. Como Rogers había visto desde su barco una columna de humo en una de las islas cercanas, pensó que había españoles y mandó una chalupa para que investigara qué era aquello. Así fue que dieron con Alex que sorprendió, escribió Rogers en su bitácora, “con su paz de espíritu”. Más sorpresa debe haberles causado la traza de aquel hombre delgado como un hilo, barbado y vestido con pieles de cabra, descalzo, hambriento confuso y casi mudo.
La flota levó anclas de la isla el 14 de febrero. Alex, el ex náufrago, volvió a su trabajo de corsario y de muy buen grado, como si hubiese querido recuperar tanto tiempo perdido en soledad. Lo pusieron al mando de una de las embarcaciones capturadas a los españoles y rebautizada como “Increase”. Tomaron por asalto Guayaquil, en Ecuador, y aceptaron un valioso rescate para dejar la ciudad, no sin antes profanar el cementerio en busca de joyas y de hacerse con el oro que varias mujeres escondían entre sus ropas cuando intentaban escapar de la ciudad sitiada. También capturaron el galeón español “Nuestra Señora de la Encarnación y el Desengaño”, de alegórico nombre, al que los británicos rebautizaron “Bachelor”. Si cinco años sólo en una isla habían provocado algún trauma en Alex, su recuperada vida de corsario, su cuerpo habitado de nuevo por otros vientos, el gusto endemoniado de la aventura lo había corrido de su mente.
Cuando regresó a Inglaterra a bordo del “Duke”, a Alex le costó bastante retomar el contacto con el mundo. Se convirtió en un personaje popular porque contó su aventura por los pueblos, donde era recibido como un héroe. Como era quien era y nunca dejó de serlo, al parecer pasó una temporada en prisión por fajarse duro con un carpintero de Bristol. Cosas que pasan. De nuevo en libertad, volvió a su pueblo natal y en 1717 se casó con una lechera, Sophie Bruce, y fueron ambos a vivir a Londres. Como era quien era también, volvió a alistarse en la marina y, en 1720 y ya viudo, se casó con Frances Candis, también viuda, dueña de una posada en Plymouth.
Su historia llegó a Daniel Defoe. Y Defoe se basó en la historia de Alex para escribir “The life and strange surprizing adventures of Robinson Crusoe, La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe”, que pasó justamente a la historia como “Robinson Crusoe” y es una de las más sensacionales novelas de aventuras de la historia. A Defoe la historia pudo haberle llegado porque Alex la contaba de pueblo en pueblo, o porque accedió de alguna manera al informe del capitán Rogers, de quien era amigo, que había dejado por escrito el rescate de Alex Selkirk.
No es intención de estas líneas resumir siquiera la línea argumental de la novela de Defoe, que se tomó todas las libertades del mundo para decir lo que quería: sitúa a su Robinson Crusoe en el Caribe y no en el Pacífico Sur, el tipo pasa veintiocho años en solitario y no cinco como había pasado Alex; tampoco vive solo, sino que se agencia de la compañía de un indígena a quien conoce un viernes y al que llamará Viernes, a quien evangeliza y enseña el idioma inglés, en lo que por lo general los críticos ven como una muestra acaso temprana de imperialismo cultural. Por último, Robinson Crusoe sí es un náufrago y no un abandonado como Alex.
Como en esta era de idiotismo virtual existe la tendencia a poner en dudas toda certeza, pronto una de esas teorías dirá que el sol no sale en las mañanas y que, día a día, el ser humano experimenta una gran ilusión óptica, la profesora Paula Backscheider, de la Universidad de Auburn y autora del libro “Daniel Defoe – His Life Daniel Defoe – Su vida”, piensa y sostiene que Alex Selkirk no fue una de las principales fuentes de Defoe para su Robinson Crusoe, porque existen diferencias notables, por otra parte fácilmente detectables, entre ambos personajes. Tampoco es intención de estas líneas hacer docencia, pero alguien, con el debido respeto, debería encargarse de explicarle a la profesora Backscheider que una cosa es una biografía, la de Alex, y otra una versión libre de su vida, la de Crusoe.
Lo que resulta interesante es hallar el gran punto de coincidencia entre Alex Selkirk y Daniel Defoe, no entre el náufrago del Pacifico y Robinson Crusoe. Defoe también era otro chico habitado por otros vientos. Tampoco se sabe la fecha exacta de su nacimiento, probablemente el 10 de octubre de 1600, cerca de Londres. Era dieciséis años más grande que Alex. El padre era un carnicero activo de la “Honorable Compañía de Carniceros” y, como el de Alex, un presbiteriano disidente llamado James Foe. Fue Daniel el que agregó a su apellido el “De”, porque pensó que le daba cierto aire aristocrático. También fue educado en un ambiente de religiosa severidad a la que le hizo pito catalán; dejó el colegio porque no quería ser ministro y se metió en el mundo de los negocios, vinos, calcetines, prendas de lana, lo que le daba una vida a salto de mata, plena de deudas impagas que alguna vez lo llevaron a la cárcel.
También era un activista político y un panfletista de pluma inflamada, fue periodista antes de ser escritor. Uno de sus panfletos, The Shortest Way with Dissenters El camino más corto con los disidentes” que parodiaba a las autoridades de la Iglesia, le costó tres días en la picota, que era un castigo público: el condenado era expuesto ante la gente de pie, con la cabeza y las manos metidas en un cepo. Una gran humillación.
Lo que Defoe hizo fue escribir un poema, “Hymn to the Pillory – Himno a la Picota”, y recitarlo, cantarlo, vociferarlo durante los tres días de su martirio. Eso hizo que ganara más adeptos y que la gente, en lugar de burlarse y arrojarle objetos como hacía con todos los condenados, le acercara flores y brindara a su salud. Salió de la picota y fue de cabeza a la cárcel de Newgate, donde escribió una de sus novelas picarescas y satíricas, “Moll Flanders”. Y todo sucedió en julio de 1703, un año antes de que Alex fuese abandonado en la isla de su mal destino. “Robinson Crusoe” apareció en 1719, cuando ya Alex había regresado a Inglaterra y estaba a punto de casarse por segunda vez. Sus páginas encierran varios tesoros.
El 1 de enero de 1966, la isla que fue el mundo de Alexander Selkirk durante cinco años fue bautizada como “Robinson Crusoe”. La isla más occidental del archipiélago Juan Fernández fue rebautizada como “Alejandro Selkirk”, aunque tal vez Alex nunca la conoció porque vivió en la isla mayor oriental. En 2005, una expedición dirigida por el japonés Daisuke Takahashi encontró en la isla de Selkirk algunos instrumentos náuticos del siglo XVII, entre ellos un calibrador, enterrados en el área de la isla donde estaba la cueva que habitó y las dos pequeñas cabañas que construyó. Es probable que esos objetos hayan sido usados por él.
Agitado por los mismos vientos de su adolescencia, Alexander Selkirk volvió a los mares, reenganchado en la marina. Se embarcó en 1717, dos años antes de que apareciera “Robinson Crusoe”. Ahora luchaba contra los piratas en nombre de su Majestad y como teniente de la armada real a bordo del “Weymouth” En 1721, frente a las costas de África, sucumbió a un ataque de fiebre amarilla. Murió a las ocho de la noche del 13 de diciembre, a los 45 años. Su cuerpo, por fin en paz, fue entregado al mar frente a las costas de Ghana.
Su leyenda, lejos de apagarse, lejos de hundirse con su cuerpo en las costas africanas, le sobrevivió y encantó las mentes ávidas de mucha gente. Jorge Luis Borges le dedicó un poema a Alex al que bautizó como debía:”Alexander Selkirk”, y que fue publicado en 1964 en “El otro, el mismo”: “Sueño que el mar, el mar aquel, me encierra / y del sueño me salvan las campanas / de Dios, que santifican las mañanas / de estos íntimos campos de Inglaterra. / Cinco años padecí mirando eternas / cosas de soledad y de infinito / que ahora son esa historia que repito / ya como una obsesión, en las tabernas. / Dios me ha devuelto al mundo de los hombres / a espejos, puertas, números y nombres / y ya no soy aquel que eternamente / miraba el mar y su profunda estepa / ¿y cómo haré para que ese otro sepa / que estoy aquí, salvado, entre mi gente”.
También a Borges lo habitaban otros vientos.