Mundos íntimos. Aprendí a entender la naturaleza un verano que entré en delirio por la picadura de una araña de rincón
Precaución. Puso la mano debajo de un mueble en una casa de la sierra sin ver si era peligroso. Resulta importante conocer cómo se conducen insectos y animales, más que asustarse.
Desde hace dieciséis años que la llegada de cada verano me entusiasma, no solo en los días previos a dejar la ciudad, sino dos o tres meses antes cuando empiezo a vislumbrar la escapada. La razón de los dieciséis años, la cifra precisa, es que en aquel momento decidí irme, por así decirlo, a vivir al monte. Y la razón por la que no terminé de llevar a cabo la iniciativa por completo, fue la familia instalada en la ciudad. Es decir, mi vida tiene una división bastante particular en mi cabeza, en los pensamientos; y el verano me cambia la perspectiva del mundo; el hecho de sentir que habito dos lugares absolutamente antagónicos, a ochocientos veinte kilómetros de distancia, parecería una puerta abierta hacia la locura –que en ciertas ocasiones lo fue–, pero también una manera de preservar una sutil cordura en tiempos de negacionismo, terraplanismo y teorías conspirativas.
La ciudad y el monte; San Javier y Paternal. No puedo ser la misma persona en cada lugar, como no puedo ser el mismo en cada estación. Y reconozco que el verano tiene algo diferente que los otros nueve meses: el calor me pone en alerta. Algo se mete en mi sangre y me convierte en un ser estival y montaraz. Algunos cambios son más abruptos que otros, pareciera que el cuerpo entiende lo mismo que la naturaleza; más allá de los mosquitos, las chicharras y de temperaturas que pueden llegar a ser récord este 2024 –incluso cada verano será menos frío que el siguiente–, las formas de relacionarse con el entorno y conmigo mismo cambian.
El verano en el monte también tiene la particular belleza de contar con noches mágicas de temperatura perfecta, las frutas de estación más deliciosas, dulces, coloridas y el agrado infinito de meter los pies en el arroyo de agua helada que masajea el alma; entre otros placeres, el verano también es hundir los dientes en la sangre de la sandía y masticar los carozos crocantes. El verano es una siesta reparadora, un grillo que reverbera y lima las asperezas en la corteza de la angustia formada como cicatriz por meses de una coyuntura social cercana al peor infierno. Entre todo esto la cordura sigue siendo un factor fundamental en el devenir de la estación, sobre todo porque en el verano también arriesgamos más, hacemos cosas que en otro momento no haríamos, creemos que las vacaciones nos dan un cierto halo de protección, que toda la magia del paisaje bonachón y la experiencia grata nos vuelve injuzgables, todopoderosos.
Durante el último verano que pasé en el monte la realidad me puso a prueba o, mejor dicho, puso a prueba mi cordura. Había visitas en la casa de Traslasierra, y cuando terminamos de cenar, tarde, con el efecto del Fernet en la sangre, levanté una taza de plástico que cayó debajo de un mueble –esta acción zonza es algo para tener cuidado, es casi un acto intrépido en el monte, así de simple, aunque en la ciudad no dudaría en hacerlo sin pensar–; durante el verano, con este tipo de cosas, hay que tener un cuidado extra, como chequear siempre las zapatillas antes de calzarse, o sacudir la toalla antes de secarse, y lo mismo con una remera antes de ponérsela.
Cuando metí la mano debajo del mueble para alcanzar la taza, sentí un dolor punzante y profundo en el dedo anular. Mi primer pensamiento tuvo que ver con mis huesos que sufren dolores de darle duro a las herramientas en el monte y de entrenar tenis de mesa en la ciudad. Me puse hielo esperando que calmara el dolor y me fui a dormir. Todos nos fuimos a dormir. Un día de verano en San Javier –no podría explicar por qué– parecería durar dos o tres veces más que en cualquier otro destino turístico y, el cielo estrellado, sumado al silencio de la noche, al viento fresco que llega del sur, lo hacen uno de los mejores lugares del mundo para descansar.
A mitad de la noche comencé a tener frío, mucho frío. Intenté quejarme, pero no me salían las palabras; de hecho, seguía dormido. Ojos cerrados, cuerpo inmóvil, pero adentro de mi cabeza estaba bien despierto. Aquello era una pesadilla, una típica pesadilla estival. En sueños me levanté y salí a caminar, descalzo, por el monte, siempre con un frío que me obligaba a no detenerme. Comencé a subir por un sendero que desconocía en el plano real. Nunca tuve miedo y hubo cierta conexión ancestral con la naturaleza que me rodeaba, tuve delirios místicos donde las plantas me indicaron el camino, y a medida que avanzaba, me sentía más chamán aún. Caminé toda la noche, nunca se hacía de día; en sueños caminé en una procesión infinita; no fueron cuarenta años, pero cuando llegué era mucho más viejo.
La caminata terminó bien arriba del Champaquí, la montaña más alta de Córdoba que cada verano recibe cientos de deportistas intrépidos que buscan también reforzar su cordura en conexión con la naturaleza practicando trekking con un poco de riesgo. En la caminata del sueño, en vez de dirigirme hacia el mirador, fui en otra dirección, y desemboqué en una laguna de agua transparente enclavada en piedras donde me esperaba una cordial familia de osos meleros que me hablaban como si fueran guías turísticos, pero con un idioma perdido que por sorpresa también yo entendía a la perfección. La familia me pidió que los acompañara a su cueva, ahí pasamos el verano, disfrutando atardeceres psicodélicos, de colores y reflejos imposibles. Por supuesto, comprendí, no fue un dolor de huesos; lo supe en el instante en que abrí los ojos y desperté del sueño vívido: había sido picado por una araña de rincón.
No supe qué hora era, quedé mirando la oscuridad difusa del cuarto, las pocas estrellas que se veían por la ventana y sentí que me goteaba sudor frío por la frente; el cuerpo estaba caliente por la fiebre, los mismos estremecimientos helados del sueño me hacían temblar en la realidad del verano. Tuve miedo de que mi hija me encontrara, a la mañana siguiente, pálido, con saliva negra, sin respirar. Quise pedir ayuda, juro que lo intenté, pero no pude hablar, no pude moverme. Ni siquiera podía alcanzar el celular para mandar un mensaje o llamar a urgencias. Cerré los ojos y me entregué otra vez al desmayo y a los sueños psicotrópicos.
Fui el último en despertar por la mañana; escuchaba las risas de los demás que llegaban desde el living. La mano seguía inflamada y dolorida, pero me sentía bien, lo peor había pasado. Podía moverme, respiraba tranquilo. Cuando intenté incorporarme sentí vértigo y una pesadez que nunca había experimentado. Conté lo que me pasó a la noche y me llevaron al Dispensario Municipal donde me inyectaron unas dosis del antídoto que correspondía inyectar.
Cuando volví a casa me di una ducha; el último verano también tuvo un cambio importante: por primera vez en dieciséis años tuve agua caliente en mi casa; puse calefón, una bomba presurizadora y hoy puedo bañarme con presión suficiente como para que parezca una casa de verdad, todo un hito. La paradoja es que ahora, este verano, casi no hay agua. En Brasil, leí, hubo lugares con setenta grados de temperatura; este verano estará picante y seco, por lo tanto la opción siempre es bañarse en el arroyo, el mismo al que me encanta ir a la madrugada, cuando no hay turistas, cuando puedo caminar en silencio; y apenas llego a lo que queda del manantial me saco el pudor que suelo tener en la pileta del Club Atlanta en Villa Crespo –a la que voy a nadar durante el año– y me baño desnudo ante los ojos de algún zorrito rezagado de la noche. Me ha ocurrido encontrarme con otros seres humanos del pueblo que hacen lo mismo que yo, y aunque en el supermercado nos saludamos y conversamos, en el agua de madrugada permanecemos en silencio. Una mirada es suficiente, nuestro secreto está(ba) a salvo. La próxima vez llevaré jabón, uno comprado en la feria, biodegradable, para joder lo menos posible a la naturaleza. Lo cierto es que en verano, rodeado de naturaleza, se piensa más en ella que durante el resto del año.
Cuando salí de la ducha vi a mi familia y a mis amigos preparando otros fernetazos, y lo extraño es que todavía eran osos meleros. Entendí que seguía bajo los efectos del veneno de la araña de rincón, entonces volví a la cama y dormí otro rato. En algún momento me tocaría volver a la realidad.
Cerré los ojos y en sueños aparecí en medio de San Martín y Juan B. Justo, los colectivos infinitos, la marea de personas, el barullo constante como el de las chicharras, el calor del rebote del sol potente en el asfalto. Suelo pararme en la parada del Metrobus de Pappo y filmar el insistente fluir de la ciudad: luego le envío estos videos a mis amigos del monte, gente con fobia a las grandes urbes, y las respuestas llegan cargadas de exaltación, angustia, morbo y la felicidad de estar lejos de la contaminación sonora, de la polución.
Son esos dos espacios vitales que me completan, el monte y la ciudad, no soy uno sin el otro, me siento parte de ambos. Aprendí en todos estos años a disfrutar las cosas que cada geografía y las estaciones me ofrecen. Pero en el monte la naturaleza me abrió la puerta gracias a aquel viaje trascendental del verano.
Lo sé, lo entendí. No fui el mismo, no soy aquel otro: el veneno está en la sangre, fue su forma de permitirme entrar en la lógica de la naturaleza, dueña de toda la verdad del universo, de la sabiduría desde los inicios hasta el presente. Estamos regidos por el don del perfecto caos de la madre tierra, todos los seres que habitamos este mundo fuimos creados por la naturaleza, somos sus hijos y debemos cuidar el único lugar habitable que tenemos para subsistir. Y aunque deteste pensar que se gastan millones testeando cohetes para llegar a otros planetas, para ir del monte a la ciudad sigo usando combustible fósil y a la tarde me unto el cuerpo de repelente para ahuyentar a los mosquitos.
Así es que la llegada del verano pone un paréntesis con el resto del año, vuelvo a la casa del monte con la ilusión renovada, con la necesidad de atardeceres mágicos y silencio profundo. El veneno de la araña de rincón no me dejó secuelas físicas, pero sí psicológicas; lo cierto es que cada vez que todos vuelvan a dormirse, voy a ir en busca de los rincones oscuros de la casa, tratando de encontrar la tela correcta. No es fácil, son insectos quisquillosos, necesitan oscuridad y humedad, pero cuando encuentre una acercaré la mano, dejaré que la araña inspeccione; quiero que se haga amiga de mi piel, que me observe con sus seis ojos. Y aunque muera de ganas de volver a la cueva, lejos de romantizar el peligro, en la otra mano tendré la chancleta preparada.
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Adrián Elías Haidukowski (Haidu Kowski). Publicó “El ejercicio de perder” (Odelia, 2021), “Instrucciones para robar supermercados” (Tusquets, 2017), entre otros. Creó el Jam de Escritura (jamdeescritura.com), evento de improvisación de escritura donde el público se convierte en lector en el mismo instante que nace la obra. Escribe para el sitio de divulgación de libros www.sucedeleyendo.com. Dicta una taller sobre “literatura de monte” que aborda esta geografía con la fascinación sublime, lo místico y lo real. Su novela “Ya no hay afuera”, finalista del Premio Clarín, será publicada en 2024 por Factotum Ediciones.