A Martín lo conoció hace diez años. No sabe si fue amor a primera vista, pero fue distinto y fuerte, algo que traspasó lo que se suponía que iba a durar un verano, las vacaciones con amigos en la playa y nada más: a los 33, Fernanda ya no esperaba tener una relación estable. Y sin embargo se encontró con alguien que seguía ahí con el correr de los días y la desafiaba a recuperar la ilusión.
No pasó mucho para que decidieran vivir juntos. Se mudaron a un departamento en Colegiales a medio camino de los trabajos de los dos que parecía el lugar perfecto para ellos, hasta que un viaje al Sur los hizo imaginar un futuro distinto. “Ya pensábamos en formar nuestra familia y queríamos que nuestros hijos crecieran con esa libertad, jugando en el bosque y en el lago sin las limitaciones y los riesgos de la ciudad, respirando aire puro”, cuenta Fernanda a Infobae.
Compraron el terreno casi por impulso y enseguida comenzaron la construcción de su casa. Para cuando se mudaron, Fernanda estaba embarazada de su hija mayor. Todos sus sueños parecían posibles y cercanos cuando nació Juana. Martín había conseguido un trabajo en un pueblo a 70 kilómetros y Fernanda se ocupaba de la casa y la beba. Pero pronto llegó otra hija y una sensación rara comenzó a atravesarla, entre la alegría de tener todo lo que habían proyectado y la culpa de no saber bien cómo disfrutarlo.
La verdad era que en el Sur Fernanda estaba muy sola, criaba a sus chicas lejos de su familia y su marido estaba afuera más de 12 horas al día. Empezó a extrañar Buenos Aires y a su gente, la vida cultural y social a la que había renunciado en busca de una paz que no parecía llegar. Por su trabajo en Recursos Humanos siempre había estado rodeada de gente, pero ahora no tenía ni vecinos y no lograba hacerse amigos nuevos en el pueblo. “Estaba cansada, cansada físicamente porque una casa y dos bebas son mucho trabajo, pero sobre todo cansada de la rutina de cocinar, criar, lavar y ese andar cuidando tanto sin nunca poder cuidarme yo”, dice.
Fue casi milagroso que la llamaran de la empresa que había dejado al mudarse y le ofrecieran un puesto remoto. Y todavía más milagroso que al poco tiempo le pidieran cubrir la vacante de una compañera que estaba de licencia y que viajara un par de veces al mes a Buenos Aires. “Yo estaba encantada, no tenía ni ropa, porque estaba todo el tiempo de entrecasa, y volver a la presencialidad era como volver a la vida. Se me despertaron un montón de cosas”, cuenta.
La primera vez que vio a Nicolás fue por zoom. El se estaba postulando para una posición en la empresa, había pasado casi todas las instancias del proceso de selección, y faltaba el visto bueno de ella. Le pareció que tenía un perfil cautivador, pero no le llamó demasiado la atención. Era uno más de los candidatos a entrevistar y no pensó que pudiera ser candidato a algo más. Finalmente recomendó su incorporación y lo acompañó desde Recursos Humanos con los trámites de su ingreso. Después ya casi no tuvieron contacto. No había por qué hacerlo.
Hasta que Fernanda tuvo que viajar a Buenos Aires. “El día anterior él me había mandado un mensaje pidiéndome que le explicara algo de las vacaciones. Le dije que por qué no aprovechábamos que al día siguiente iba a estar personalmente y veíamos el tema en la oficina”, dice. Hacía media hora que había llegado cuando Nicolás la llamó por teléfono: “Estoy cuando quieras”, le dijo. Ella tenía otra reunión antes, así que quedó en avisarle. “Pero cuando iba a la sala donde tenía que reunirme, pasé frente a otra oficina y lo vi frente a su computadora. Tenía un saco azul, anteojos y la sonrisa que reconocí de nuestros intercambios virtuales. ‘Es él’, pensé, y ya no pude pensar en mucho más. Fui distraída a mi reunión, como una niña. Lo único que quería era volverlo a ver”, cuenta.
Se le aceleró el pulso cuando lo oyó golpear dos veces a su puerta. “Enseguida nos pusimos hablar de cosas laborales, pero yo no podía dejar de mirar y de fascinarme con su manera de hablar y de moverse. Vi que todas las habilidades comerciales que detallaba en su currículum eran reales: Nico era un vendedor nato, y eso me cautivó desde el principio”, cuenta ella. En un momento, él la miró por sobre sus anteojos. “¿Te puedo decir Fer?”, le preguntó. No era una declaración de amor, ni mucho menos, pero ella se puso nerviosa, con unos nervios que no sentía hacía mucho o que quizá no había sentido nunca. “Era una situación de trabajo donde no había razón para ponerse tensa, pero me di cuenta de que me estaba haciendo la linda, histeriqueando con sutileza”, dice.
Era diciembre, así que esa tarde tuvieron el brindis de fin de año. Nicolás también estaba incómodo porque era su primer contacto con todos sus nuevos compañeros de trabajo, pero ella vio en su actitud la tensión del sexo. Ya estaba por irse porque tenía que tomar el vuelo de regreso a su casa, pero entonces lo vio parado en el marco de la puerta de su oficina. “¿Cuándo te vuelvo a ver, Fer?”, le dijo canchero y relajado, con el efecto del champagne en la cabeza y en el cuerpo.
“Era una pregunta de compañero de trabajo que tenía que ver sólo con eso, nuestro trabajo. Pero yo me hice un mundo como si fuera mucho más –cuenta Fernanda–. La remota posibilidad de encontrarnos de nuevo me hizo volver a casa con otra energía. No lograba sacarme de la mente la imagen de Nicolás con su saco azul y apoyado en el marco de la puerta. Me estremecía y me daba taquicardia”.
Ya de regreso en el Sur, los mensajes de Nico se volvieron cada vez más seguidos. “Nunca decía nada desubicado, ni para insinuarse, pero los dos manejábamos una línea muy finita. No me decía: ‘Me encantás’, pero sí ‘Gracias por escucharme, me siento súper cómodo con vos’”, dice. También que esos intercambios fueron dando lugar a conversaciones cada vez más profundas, cómo por qué Fernanda se había mudado al Sur, cómo era su vida, cuándo pensaba volver a Buenos Aires. Sin embargo, ella nunca le mencionó a su familia, cada vez que llegaban al tema, se volvía esquiva. “Él era impredecible y caballeroso y yo necesitaba que me miraran, esa atención que no tenía. Empecé a esperar sus mensajes cada día. Cada vez que veía su nombre en el teléfono era un sacudón, como una sed, una promesa”, dice.
Pero las escapadas de Fernanda a Buenos Aires tenían fecha de vencimiento. Su compañera iba a volver de la licencia en cualquier momento y ella volvería al trabajo exclusivamente remoto. Le quedaba una oportunidad y se decidió a usarla. Organizó el último viaje con una alegría incontenible. Fue a la peluquería del pueblo a peinarse y hacerse las manos y se compró un vestido nuevo que guardó en la valija sin mostrárselo a su marido. “Estaba feliz porque me iba de casa dos días, dejaba a los chicos y podía ser libre por un rato, pero también porque había chances de volver a ver a Nico, de conocerlo un poco más, de un café o algo”, cuenta.
Esa vez, en lugar de quedarse en casa de su madre, reservó una suite en un hotel. “Necesitaba la frialdad de esas sábanas para apaciguar lo que sentía, porque era como si me hirviera la sangre. Y además esto era a todo o nada, así que también necesitaba tener un lugar íntimo por si resultaba”, dice. Estaba tan dispersa, o tan concentrada en la posibilidad de un encuentro, que el día que tenía que tomar el avión llegó al aeropuerto sin los documentos y tuvo que pedirle a Martín que se los alcanzara para no perder el vuelo. Le daba culpa, claro, pero no podía hacer más que eso: “Los amores cansados se sacuden por todos lados, y a veces sin que pase demasiado”, dice.
Ya en Buenos Aires tomó coraje y le mandó un Whatsapp a Nicolás invitándolo a tomar una cerveza: “Lo hice con premeditación y alevosía, y con más ganas que miedo”, cuenta. Pero el mensaje quedó olvidado entre otros chats, Nicolás ni siquiera lo abrió hasta tres horas más tarde. En ese lapso, Fernanda compró un paquete de cigarrillos y volvió a fumar después de diez años. “Yo sabía que era una fantasía, el sabor de lo prohibido y de escaparme un poco de la rutina de la maternidad y el matrimonio. Pero a la vez era algo que nunca me había pasado, ni siquiera antes de casarme”, dice.
Nicolás recién respondió cuando faltaba media hora para que Fernanda partiera rumbo al aeropuerto. “¿Estás para que tomemos algo y nos demos un abrazo y un beso de despedida?”, preguntó con una ligereza totalmente ajena a los devaneos de ella. Subió entonces a verla a su oficina. Fernanda lo esperó temblando. Apagó el aire acondicionado, pero no había manera de frenar lo que sentía. “Era como cuando era chica y estaban a punto de descubrirme haciendo una travesura, me daba cuenta de que estaba en peligro, que una palabra o un roce podían cambiar todo”, dice. Trató de que no se le notara el miedo, un miedo que no tenía que ver con él, sino con ella: ¿Y si daba el paso? ¿Y si se entregaba a sus manos y a esa boca que gesticulaba sin que ella pudiera concentrarse en lo que decía?
Al final sólo le dijo que tenía que irse, ya estaba abajo el auto que la llevaría a tomar su avión de regreso. Él la acompañó y atinó a preguntar: “¿Te esperan?”. Fernanda hizo silencio, pero él insistió: “¿Quién te espera?”. Se escuchó responderle como si despertara de un sueño: “Mi marido y mis hijas”. Entonces él le dio un abrazo y por un instante sintió el olor de su cuello, su cara muy cerca de la suya. Llegó al aeropuerto llorando, no supo si por vergüenza, por la adrenalina de la cita trunca, por ese permiso cancelado para probar otra vida, o por la voz interna que le repetía: “¿Mirá si le ibas a gustar a un tipo así?”.
Ahora dice que todo fue perfecto tal y como fue. Que llegó a su casa y abrazó a sus hijas y a su marido como si acabara de regresar de las tinieblas. Que con la lucidez de la distancia pudo entender que jamás se habría perdonado traicionar a Martín o hacerle daño. Que necesitaba contar su historia para deshacerse del secreto. Un secreto menor, corriente, inofensivo, pero que a ella la carcomía como si realmente hubiera ocurrido fuera de sus deseos. Dice que necesitaba liberarse para poder volver a disfrutar con ganas de la vida que soñó y armó con su familia: “Una vida repleta de gustos modestos, pero míos. En un paisaje de cuento donde el viento despeina y el amor es tranquilo, pero cierto”.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas