La dificultad de enamorarse a los once años y con pantalón corto
Postales desde Baradero, en la década del 60. Peleas entre el autor y su madre. Y una propuesta arriesgada en la plaza del pueblo.
Las calles de París habían estallado imaginando un porvenir distinto para la humanidad, hacía muy poco que Racing se había consagrado campeón del mundo en Montevideo a partir de aquel gol eterno del Chango Cárdenas, en apenas unos meses dos hombres iban a saltar como si nada sobre la superficie de la luna, ya había hippies por todos lados y píldoras anticonceptivas pero mi madre, que parecía no haberse enterado de ninguna de esas modernidades, me mandaba a la habitación a los gritos, me hacía sacar el vaquero (todavía no le llamábamos jean) y me obligaba a calzarme el pantalón corto para ir a la plaza.
Era domingo. La sagrada noche del domingo en Baradero.
Había quedado con Vicente y con Roque para dar vueltas a la plaza. La plaza Mitre. La única plaza. En aquel tiempo, mediados de enero de mil novecientos sesenta y nueve, en mi pueblo los domingos se paseaba dando vueltas a la plaza. Una caminata de doble mano: unos marchaban para un lado y otros para el otro. Eso permitía que, en cada ronda, yo, por ejemplo, pudiese cruzarme con Claudia un par de veces, frente al Club Social y frente al bar Sportman. La ronda también permitía que pudiese sonreírle y que ella me sonriera, que nos miráramos, nos volviéramos a mirar, y que las caras de ambos se llenaran de rojos. Todo por duplicado en cada vuelta.
Unos días antes de aquel domingo, a través de Camila, le había propuesto a Claudia que fuese mi novia. Y ella había aceptado. Aunque, por supuesto, no habíamos hablado del tema entre nosotros, ni siquiera nos habíamos visto demasiado.
Yo le gritaba a mi madre, entre lágrimas, que tenía once años y medio.
Pero no doce, repetía ella mientras me obligaba a cambiar el pantalón; que a los doce podría usar el largo, que a los once y medio todavía no, que era muy chico.
Fui igual.
Con mi horrible pantalón corto de gabardina verde claro pinzado, el pantalón de salir.
Repleto de vergüenza y sabiendo de antemano que verme llegar con ese pantalón no les iba a gustar nada ni a Vicente ni a Roque, los dos amigos con los que había quedado y que tenían un par de años más que yo. Sin embargo, las ganas de cruzarme con Claudia en la plaza eran absolutamente impostergables: me sequé las lágrimas y fui.
Y algo más a propósito de los pantalones.
Durante mi infancia, el pantalón era algo que solo utilizaban los varones. Las mujeres no. De ninguna manera. Esa costumbre cambió, precisamente, justo por aquellos años: un buen día, poco antes de la estelar irrupción de las minifaldas, las mujeres también comenzaron a ponerse pantalones. En los muchos sentidos que esconde la frase. Incluido, claro, el más visible y más ordinario de esos sentidos.
A la plaza de mi pueblo, por supuesto, la moda llegó.
Federico Jeanmaire es autor de "La banda de los polacos" y varios libros más. En Instagram: @federicojeanmaire