Un día, mientras caminaba por su Rosario natal, la argentina Leda Bergonzi percibió algo dentro suyo al ver el rostro de un hombre apoyado sobre la ventanilla de un colectivo. Algo en esa imagen la llenó de una tristeza nueva, distinta a cualquier emoción que hubiera sentido antes. Desde entonces, su vida no fue la misma.
Esta mujer, ama de casa y madre de cinco hijos nacida en 1979, se dio cuenta de que podía percibir el sufrimiento en las personas y, a través de la oración y la imposición de manos, aliviar sus heridas. A pesar de ser laica, la Iglesia católica reconoció sus poderes milagrosos, por lo que miles de peregrinos viajan largas distancias para recibir sus bendiciones.
Para difundir su historia, las argentinas Sabrina Ferrarese y Araceli Colombo escribieron Leda. La fe y la sanación, libro que narra su vida y su historia, conectadas ahora con las de miles de personas que se acercan en busca de sanación, orientación y apoyo espiritual.
Escriben las autoras: “Este relato se centra en el fervor que ha despertado en miles de personas, los supuestos milagros que se le atribuyen y el crecimiento de su obra en Rosario y alrededores. Es un testimonio personal que refleja nuestra mirada hacia esta mujer, en quien reconocemos a una católica devota con la sorprendente capacidad de transmitir un mensaje renovado de una fe liberadora, que promueve una transformación profunda en las personas y las invita a vivir en paz y armonía”.
Así empieza “Leda”
La mujer de los carismas
Un colectivo en Rosario pasa cargado de gente con destinos inciertos, uno entre los tantos que cruzan la ciudad, una y otra vez, cada día. Pero en este va sentado un hombre, de cara a la ventanilla, como si fuese un portarretrato ambulante. Leda camina por la vereda en ese preciso momento y alcanza a verlo, gracias a la transparencia del acrílico, en un recorte de tiempo mínimo pero en suspenso. El coche acelera y se pierde en la calle, y ella se queda paralizada, detenida en el instante en que hizo contacto visual con ese pasajero. Está agitada y conmovida porque, increíblemente, acaba de percibir el universo interior de un desconocido. A lo largo de un puñado de segundos ha podido distinguir su estado de ánimo sombrío y perturbado, como si hubiese arribado al rincón más íntimo e inasequible de su ser. Y se puso triste.
Es 2015 y Leda Bergonzi acaba de experimentar, por primera vez, una cercanía inédita y espiritual hacia un extraño. Se le ha abierto una puerta hacia las almas, ha recibido un pase libre al mundo interior ajeno, sin quererlo ni pedirlo. Esta extraordinaria capacidad le ha sido dada, ha recibido un regalo divino a través de la oración incesante que eleva de forma cotidiana al Dios de los católicos, la fe que profesa desde niña. Puede identificar el encuentro espiritual en el que vibró diferente, revivirlo con los ojos cerrados. Desde entonces, todo fue distinto, y adentrarse en los corazones dolientes o exultantes para medir sus latidos se volvió inevitable.
Hoy recuerda ese suceso matriz en su vida. “Yo ya tenía a mis hijos, mi casa, creía que estaba con Dios y que estaba todo bien. Pero ese día pude empezar a ver en el otro la necesidad. Había algo más. Dije: ‘Ya está, lo tengo todo’. Iba caminando por la calle, me acuerdo así puntualmente, veo a una persona arriba de un colectivo y sentí tristeza, fue algo raro”, comenta sobre aquel instante que cambiaría todo.
A pesar de considerar el origen celestial de estas experiencias inéditas, la primera reacción fue el rechazo. Todo era muy confuso. Le resultaba incómodo e invasivo esta especie de asalto a la razón que la sacudía de a ratos. Se daba cuenta de que nada iba a ser igual y trataba de escapar a ese destino de entrega total que vislumbraba cada vez que rezaba. El temor era muy grande, pero mayor fue el llamado a seguir adelante que sintió. “Siempre me sentí incapaz, pero mi anhelo y mi sed por Él eran muy grandes. Siempre sentí que no tenía capacidad ni facultad, creía que podían hacerlo aquellos que estaban cultivados, que esto se estudiaba, que se vivía desde otro lugar”, admite sobre las cavilaciones que la rodearon cuando percibió aquellas primeras expresiones de los dones concedidos por Dios, lo que la Iglesia católica denomina carismas.
Poco a poco, el miedo se fue disipando, gracias además al acompañamiento espiritual de sacerdotes y el apoyo incondicional de sus compañeros y compañeras de Soplo de Dios Viviente, el grupo espiritual que conformó no solo para reunirse a orar y estudiar la Biblia, sino también para ayudar a la gente de los barrios más humildes de la ciudad y la región.
Junto con ellos, supo que podría hacerlo, sería puente, lazo y barco. Y vio, en el transcurso de sus oraciones, que a través de sus manos se iban a gestar cambios significativos y sustanciales en cuerpos y en almas, modificaciones que, al ser puestas en palabras, difundidas y esparcidas, la convertirían en una mujer pública, una figura mística pero laica, a la que muchos insistirían en llamar “la sanadora”.
¿Quién es Leda?
Leda Bergonzi nació en 1979 en Rosario, en una familia de clase media de cinco hermanos, entre los cuales está Aldana, su gemela. Desde muy pequeña cultivó su espiritualidad, combinando juegos, enseñanzas, picardías y descubrimientos con muchos momentos dedicados a la oración. Las figuras centrales de la Iglesia católica — Dios, su hijo Jesús, su madre la Virgen María y el Espíritu Santo— se integraron a su vida diaria. Como suele suceder en la crianza religiosa, esa familia sagrada se incorporó a la suya, guiando su pensamiento, sus formas de comportarse y, por supuesto, su visión del mundo. Aprendió a quererlos, a sentirlos reales y presentes, a revivirlos mediante las imágenes santas que había en la casa.
“Tuve una infancia feliz, rodeada de mi familia, con algunos problemas también”, revela sobre su niñez esta mujer de 44 años, con aspecto de jovencita, tan llamativa con su cabello largo, negro y brillante, mirada descansada y una sonrisa blanquísima, siempre dispuesta a la risa. Nada en su aspecto se condice con los estereotipos de mujeres devotas, muy vinculados a la virginidad y la inocencia proyectadas en esculturas y pinturas sacras. Leda es moderna y sexy, se viste a la moda y se maquilla fuerte. Su hablar es pausado y se permite el tiempo para encontrar las palabras justas. Se muestra calma, con un aire de cierta distracción, como si estuviese, de a ratos, en otra parte. Definitivamente, es sencilla y accesible. Su simplicidad la acerca a la gente, la vuelve un imán.
“Ya de muy chica empecé a sentir a Dios, creo que me marcó el tener estos encuentros personales, era mi búsqueda ya de muy chiquitita”.
“Cantábamos en misa con mis hermanas y amigas”, recuerda. “Esperaba el domingo con mucho anhelo”, asevera. Como muchas niñas católicas rosarinas de esa época — la Argentina recuperaba la democracia tras siete años de una dictadura militar sangrienta y atroz— , asistió al Colegio Misericordia, que por entonces, como la totalidad de las escuelas de culto, solo aceptaba mujeres. El establecimiento, que ocupa una manzana en el tradicional bulevar Oroño de la ciudad, es dirigido por religiosas, monjas que promovieron su educación dogmática.
Sin embargo, fue en su hogar donde Leda se empapó de fe. Su madre, practicante y participante de la vida religiosa en comunidad, fue central al impulsar a las gemelas a cantar en misa. Ambas, naturalmente dotadas para el canto, pusieron sus voces en temas musicales que enaltecían a Dios. Así, las hermanas hallaron un modo de contacto directo con la deidad que les había sido transmitida desde muy chiquitas y, al mismo tiempo, se hicieron un lugar en la liturgia católica. Pero, sobre todo, se sumaron a la vida parroquial. Y la Iglesia fue su círculo de pertenencia, participando en las actividades, haciendo amigos y amigas de su misma fe, incorporando en su universo un particular sentido de la existencia.
Más allá de su mamá, cuando Leda vuelve a su infancia, redescubre la importancia de otra mujer en su camino espiritual. “Tuve una abuela con mucha fe, muy mariana — le rendía culto a la Virgen María— . Creo que ella fue la que nos sembró esta semillita de lo que es la búsqueda de Dios”, señala sobre esta “agricultora” de almas que supo heredarle una creencia radical en la vida de su nieta. Leda creció absorbiendo el legado espiritual de sus antecesoras, mamando la doctrina católica incorporada en las pequeñas cosas del ámbito doméstico, descubriendo un mundo que, en simultáneo, le era relatado desde la religión.
Los años pasaron, y esa niñez cálida y luminosa se fue apagando. “Tuve una adolescencia difícil”, asegura Leda sobre su primera juventud. “Es por esto que yo me puedo dirigir a los jóvenes que van transitando muchos desiertos. La juventud es encontrar adónde va tu vida, qué es lo que querés, y lo importante es que uno sepa adónde va”, define. “Entonces, me tocó un momento en mi vida en que yo dije: ‘¿Qué es lo que quiero?, ¿qué estoy buscando?’. Creo que casi todas las personas buscan un porvenir, pero cuando llegás a tenerlo, es ahí que descubrís que eso no te llena. Eso es lo que a mí me hizo ir un poquito más allá”, confía sobre los más recónditos dilemas que se le presentaron entonces y cómo esas preguntas existenciales fueron respondidas de la mano de la fe, que había tomado de su abuela y de su madre.
Leda dejó atrás ese “desierto” de vivencias áridas, ese trajinar sin descanso, sin techo debajo del cual guarecerse de un sol impiadoso y, sobre todo, sin brújula para orientarse. Su Dios, Jesucristo y su devoción especialísima hacia la Virgen María fueron los faros que encendió para guiarse. Y, así, el río de su fe volvió al cauce. “Creo en este Dios, que no es solamente una sensación, sino que es un Dios de mucha respuesta y de mucha presencia. Nunca fue un Dios ajeno, siempre estuvo cerca, fue tangible para mí. Creo que aquel que no puede encontrar a Dios ni conocerlo es quien tampoco se dio la posibilidad de llamarlo, de preguntarle. Es un Dios que está en el templo, pero que también camina al lado nuestro”, manifiesta.
Este vínculo estrecho con un Dios omnipresente fue el eje central de su vida, que se fue modificando y adquiriendo diversos matices. En pocos años tuvo a sus cinco hijos e hijas — la mayor fue mamá e hizo abuela a Leda— , ya que, al igual que su madre, quiso tener una familia grande cuando se enamoró de Fabrizio y decidieron casarse. Se establecieron en la zona sur, pero luego se mudaron a un terreno en las afueras de la ciudad. Leda se embarcó en un emprendimiento textil, haciendo malabares entre las obligaciones laborales, los requerimientos de sus niños y la oración, para ella tan vital como respirar o comer.
Este camino nunca la apartó de su relación con Dios; por el contrario, encontró en su esposo a un compañero espiritual, y juntos conformaron el grupo de oración Soplo de Dios Viviente, una comunidad con la que comparten sus vidas desde hace más de diez años, reuniéndose semanalmente para cantar y rezar, organizando retiros espirituales en localidades vecinas y, también, llevando adelante acciones solidarias entre personas muy necesitadas. “Te introduce en un camino de acción comunitaria, a la periferia, que es lo que más me atrapó desde siempre, el ver a Jesús en los pobres”, dice sobre el grupo. Y aclara: “No me refiero a una carencia de alimentos, sino también a una pobreza espiritual. He estado en casas que tienen mucho, pero no tienen nada, y he llegado a casas que no tienen nada y, de repente, con poco, tienen mucho. Entonces, en un mundo de incertidumbre, nos avasalla el querer o el poseer y nos vamos olvidando de nosotros. Y eso nos va haciendo apagar esa luz interior, nos enferma, nos enoja y nos frustra”, considera.
Al igual que cuando eran chicas, las Bergonzi conviven con su fe y la llevan a la práctica: sus asuntos “terrenales” se entremezclan con los espirituales, sin separación ni divergencia. A donde van en nombre de Jesús, llevan a sus familiares y amigos, y el resto de los integrantes de la comunidad hace lo mismo, haciendo equilibrio entre las obligaciones y los afectos personales, distribuyendo el tiempo escaso entre las reuniones del grupo y las tareas de los chicos. Se mueven en bloque, como un familión que se junta un domingo a almorzar, van y vienen con sus platos charlando, cada cual a lo suyo, pero unidos indefectiblemente a los otros.