Opinión 20/11/2023 13:04hs

Hartos del relato del espanto

El 55% votó en contra de estos "monstruos" políticos y sociales. Por Jorge

Hartos del relato del espanto

Algún mérito tuvo Javier Milei para convertirse en presidente. Pero la caída, la estrepitosa caída del gobierno, es la clave para entender el resultado electoral. En definitiva, son los oficialismos los que ganan o pierden las elecciones. Y la actual gestión, particularmente, tiró tanto de la cuerda que generó hartazgo, repulsión, aversión a un modelo que, además de agotado, estaba montado sobre una puesta en escena. Un relato viejo, antiguo, desvencijado y absolutamente divorciado de la realidad.

El perokirchnerismo se enamoró de la agenda redactada por jóvenes burgueses con inquietudes sociales hace veinte años. Estudiantes o recién egresados de ciencias blandas que querían aplicar en la política argentina toda la carga ideológica de una bibliografía que, entrando en el Siglo XXI, proponía postulados para una época que ya había pasado. Todo, aggiornado con las teorías sobre el populismo, la lucha de clases y ese eterno discurso de los pobres sometidos ante el imperialismo. El combo perfecto para darle origen a una generación de resentidos, que, a pesar de esa condición, nunca dejaron de gozar de los privilegios que daba el calor económico y financiero del poder. Nadie militó gratis por estos años. Ni esos idealistas, ni los artistas que se acostumbraron a la comodidad del oficialismo, ni los intelectuales que callaron atrocidades a cambio de algún que otro subsidio.

Romantizaron la pobreza desde mansiones en barrios privados. Inventaron narrativas sobre falsas batallas ganadas en nombre de supuestos desvalidos y, sobre todo, se apoderaron y bastardearon causas nobles. Se robaron las banderas, las luchas de las minorías y las convirtieron en objeto de una militancia sometida a la doble vara de la hipocresía.


Pervirtieron los conceptos de memoria, verdad y justicia. Secuestraron el respeto por los derechos humanos, se aliaron a regímenes dictatoriales y transformaron años de lucha del feminismo y de la defensa de la diversidad sexual en memes ridículos. Material de sorna y posturas grotescas financiadas por el Estado. Fiscales y fiscalas.

Defenestraron el principio del mérito, los premios y castigos y el valor del esfuerzo. Fueron más allá del revisionismo histórico. Pusieron en duda los hechos. Los tergiversaron y los acomodaron a su conveniencia. Intentaron apoderarse de las memorias de Jorge Luis Borges, de Astor Piazzolla y de René Favaloro, por ejemplo. Se apropiaron del “Nunca más”.

Hicieron capitalismo y desarrollo cultural de amigos. Un culto por el mal gusto; por la grosería y lo chabacano. Insolencia, indecencia y falta de decoro. Tal vez eso, el decoro, fue lo primero que perdieron. Y, a partir de ahí, lo escatológico como sello.

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Destrozaron el contrato social. Habrá que escribirlo desde cero, a partir de dos principios fundamentales: el sentido común y la Constitución Nacional. Es indispensable volver a la normalidad; a consensos simples; y desterrar falsos relativismos. Un delincuente es, inicialmente, un delincuente. Sin peros. Y los dictadores son dictadores y los totalitarismos son siempre malos. Y no es más complejo. Después, a la hora de dictar una sentencia, se tendrán en cuenta los contextos.

Basta de escuelas cerradas y convertidas en botín político de sindicatos que han arruinado el sistema educativo en detrimento de millones de niños, niñas y adolescentes, que, en su mayoría, están bajo la línea de pobreza. La miseria pega más en ese sector absolutamente indefenso; rehenes de funcionarios y gremialistas millonarios.

El kirchnerismo atentó contra el que supo ser su público cautivo. Se desentendió de los jóvenes porque imaginó que eran fáciles de comprar. Que con una netbook y un plancito alcanzaba.

 
Los subestimaron. Les cerraron las aulas. Generaron ambientes que, además de cancelarlos y obligarlos a sufrir en silencio por no pertenecer, los expulsaron de sus círculos más íntimos. Muchos se fueron del país. Hartos de la decadencia cultural.

Se rieron de la corrupción. Martín Insaurralde, para ellos, fue un gil por dejarse fotografiar. No cuestionaron el origen del dinero ni que un funcionario de primera línea exhibiera una vida bacanal en medio de la peor carencia social de la que tenga registro la historia moderna argentina. Fue apenas una travesura.

Pobre Julio “Chocolate” Rigau. Lo engancharon justo. Justo en medio de la tropelía. Como José López revoleando los bolsos. Como Cristina beneficiando a Lázaro Báez. Como cuando quisieron pactar con los terroristas que volaron la AMIA. Militaron la impunidad.

Generaron campañas partidarias con fondos estatales. Sergio Massa regaló durante su carrera electoral dinero equivalente, según economistas, a tres puntos del PBI. Habrá que pagarlo en algún momento.

Se apoderaron tan lentamente del sistema de medios públicos, que pocos notaron la metamorfosis a pequeñas centrales de inteligencia y espionaje interno.

Persiguieron gente durante la pandemia. Avalaron detenciones arbitrarias y ejecuciones sumarias. Validaron aberraciones y miraron para otro lado cuando el abusador o el femicida era un amigo de la casa. Justificadores seriales.

Dijeron que debías sentir miedo de perder lo que nunca tuviste. Sugirieron que los derechos debías pagarlos con pleitesías. Que, en realidad, no era un derecho ganado, sino un favor otorgado.

Milei le puso nombre a todo eso. Lo llamó “casta”. Propuso, con un discurso enardecido, terminar con eso de una vez y para siempre. Le ofreció rebeldía a la juventud. Romper con tanta impotencia. Lo prefirieron como opción de cambio. Lo vieron creíble; lejos de las disputas de las vedettes de Juntos por el Cambio. Lo convirtieron en referente opositor. Su oferta prendió a pesar de estar rodeado de personajes polémicos, indeseables y, en algunos casos, de dudosa intelectualidad. E, incluso así, el 55% decidió acompañarlo en este todo o nada final. Quizá no haya sido por sus méritos. Tal vez fue porque, a pesar del temor que puede generar, la mayoría decidió cambiar y dejar de vivir en el espanto.

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