El niño superdotado que le gustaba intoxicar a su familia y que prefirió que lo recordaran como “el envenenador del mundo”
Desde su niñez, Graham Young empezó a mostrarse fascinado por los efectos de algunas sustancias sobre el cuerpo humano. Su padre le regaló un juego de laboratorio con tubos de ensayo y mecheros para estimularlo. Tenía un coeficiente intelectual elevado y una curiosidad extrema. La vida sin remordimientos y la muerte sospechosa de una mente brillante y asesina
Graham Young tenía solamente 14 años cuando su familia descubrió su marcada vocación por la química. Con un coeficiente intelectual de 160 todos pensaban que el adolescente tenía altas chances de convertirse en un científico brillante, en un químico de renombre. ¿Cómo fue que Graham se transformó en lo opuesto a lo que sus padres esperaban de él?
Ese es uno de los tantos misterios de la mente humana que no podremos desentrañar. Porque las pruebas y tests para determinar un IQ no pueden, por lo menos hasta ahora, medir el grado de maldad de un supercerebro. De todo esto trata justamente esta historia, donde el mal ganó la batalla en la elaborada trama de su sinapsis mental.
Pequeño genio ¿o pequeño monstruo?
Graham Frederick Young nació el 7 de septiembre de 1947 en Neasden, cerca de la ciudad de Londres, Gran Bretaña. Su madre murió cuando él tenía 3 años. Su padre Fred, para que su hijo más chico tuviera una imagen materna, lo llevó a vivir unos años con su hermana Winnie. Graham fue bien tratado por su tía paterna y su marido, pero acumuló resentimiento: sentía que había sido expulsado de su casa donde había quedado viviendo su hermana mayor Winifried.
Creció como un chico solitario, pero notablemente más inteligente que sus compañeros de aula. En extremo curioso, vivía experimentando con todo. Un día Winnie descubrió que había arruinado su carísimo perfume mezclándolo con quitaesmalte. Lo castigó. En otra oportunidad, cuando tenía 9 años, tuvo que llevarlo de urgencia al hospital: se había intoxicado aspirando, con la cabeza metida en un balde, una combinación de lavandina con detergente.
Ya por entonces si alguien de la familia tomaba un jarabe para la tos o una pastilla para el dolor de cabeza, Graham recitaba los componentes del remedio por sus nombres científicos y les explicaba todo lo que les podía ocurrir si llegaban a tener una sobredosis con dicho medicamento. Se mostraba fascinado por los efectos de algunas sustancias sobre el cuerpo humano. Su padre para estimular al ser talentoso que intuía, le regaló un juego de laboratorio con tubos de ensayo, mecheros y sustancias inofensivas… ¡Seguro que su hijo iba a ser un gran químico!
Estaba muy equivocado: ese pequeño genio devendría en monstruo.
Fue más o menos cuando él tenía unos diez años que su padre Fred contrajo nuevamente matrimonio y decidió llevárselo nuevamente a vivir con él. La madrastra de Graham, Molly, tenía 37 años. Ni Graham ni su hermana mayor Winifred la toleraban. Odiaban que ocupara el lugar de su madre.
Ya entrando en la adolescencia Graham se volvió fanático de personajes siniestros como el médico norteamericano Hawley Harvey Crippen, quien fue el primer asesino capturado con la ayuda del telégrafo (un aparato de la época que se utilizaba para transmitir mensajes). El reconocido médico había envenenado a su esposa y la había enterrado en el sótano de su casa. Otro de sus ídolos era otro doctor apodado “el príncipe de los envenenadores”, William Palmer. Este terminó siendo colgado por haber puesto estricnina en el té de un amigo, pero no había sido su único crimen. También era sospechoso de haber matado a su hermano, a su suegra y a cuatro de sus propios hijos que murieron por convulsiones antes de cumplir un año de vida.
La admiración que Graham sentía por ellos debería haber despertado alguna alerta familiar, pero no lo hizo.
Un crimen casi perfecto
Graham quería experimentar qué pasaba en los seres humanos cuando se les administraba algunos ingredientes peligrosos. Para conseguir las sustancias iba a los negocios, mentía con su edad y argumentaba que los necesitaba para experimentos escolares. O, simplemente, las fabricaba con sus propias manos. Solía comprar antimonio (un elemento químico que en altas dosis es tóxico) y obtenía por su cuenta digitalis (una planta de jardín venenosa que afecta al corazón). No solo era curioso, también era obsesivo. Graham sabía sobre química más que un licenciado universitario y todo lo había aprendido en forma autodidacta, pasando horas y horas en la biblioteca.
A tal punto ensayaba con sus mezclas que, en una ocasión, Fred tuvo que sofocar un incendio en el cuarto de su hijo. Graham estaba probando cócteles con la pólvora de unos fuegos artificiales.
Corría febrero de 1961, Graham tenía 13 años, cuando en su casa todos fueron cayendo enfermos. Primero su padre, luego su madrastra y más tarde su hermana. Arrancaron con vómitos, siguieron con diarrea y continuaron con tremendos dolores corporales durante muchas semanas. Todos pensaron que era un contagioso virus estomacal.
Era tan audaz con sus pruebas que, a veces, olvidaba en qué alimentos había colocado sus venenos y él mismo caía enfermo. O, quizá, fuera algo buscado porque eso lo convertía también en víctima y lo hacía parecer absolutamente inocente. De hecho, una de esas veces mezcló pequeñas dosis de veneno en el té familiar y él, equivocado o no, tomó un sorbo de la taza de su hermana.
Los problemas de estómago iban y venían en la familia. En otra oportunidad, su hermana Winifred se sintió mal en el tren mientras iba a su trabajo: experimentó vómitos y alucinaciones. Fue llevada a un hospital. Ella recordó que esa mañana su hermano le había dado una taza de té que tenía un horrible sabor. Había escupido un poco y la había terminado dejando. Los médicos analizaron su cuerpo y descubrieron que había rastros de belladona (una planta que contiene sustancias venenosas y que, incluso en bajas dosis, puede provocar visión borrosa, fiebre, taquicardia, incapacidad para hacer piso o transpirar, convulsiones, espasmos y hasta la muerte) en su organismo. Fred asumió que podía ser un error en los ensayos químicos de su hijo menor y que podía haber contaminado la taza de su hermana involuntariamente. Lo enfrentó, pero Graham lo terminó convenciendo de que Winifred había usado esa taza para mezclar un shampoo especial que utilizaba. Fred, de todos modos, le advirtió que tuviera cuidado con sus experimentos.
Graham siguió en la suya y probó envenenar a un amigo del colegio en varias oportunidades y le provocó severas descomposturas. También continuó administrando pociones a Molly quien comenzó a padecer fuertes pinchazos y molestias en sus extremidades. Los médicos sospecharon que tenía una polineuropatía, daño en los nervios, y que eso era lo que le provocaba el calor quemante, la sensación de adormecimiento y la debilidad.
Unos meses después, en 1962, Molly volvió a tener insoportables dolores de estómago. Los especialistas dijeron: “ataques de bilis”. Ella se retorcía en su cama.
El 21 de abril de 1962 Fred Young encontró a su mujer caída en el jardín. Molly estaba enroscada de dolor y de su boca salía espuma. La llevó al hospital, pero no hubo mucho para hacer, murió esa misma noche.
Los especialistas atribuyeron el cuadro a un accidente que había tenido un año antes con un colectivo. Conjeturaron que, como consecuencia de ello, había tenido una compresión en su médula espinal debido a un prolapso de un disco.
Su cuerpo fue cremado dos días después a sugerencia del propio hijastro, Graham.
Era el crimen perfecto. Graham se frotaba las manos.
El profesor indiscreto
Los desarreglos estomacales de toda la gente que rodeaba a Graham, amigos, familiares y compañeros de clase, siguieron adelante. Fred tuvo que ser internado poco después y encontraron que tenía una extraña intoxicación…
La tía paterna Winnie, quien conocía muy bien a su sobrino, empezó a desconfiar de la fascinación de Graham por los venenos. Le parecía que no podía ser casual que todos los que lo rodeaban tuvieran síntomas parecidos. Era altamente sospechoso. Pero el que terminó por confirmar la responsabilidad de Graham fue un profesor del colegio secundario que se sintió intrigado por la actitud de este alumno que vivía experimentando con químicos. Un día, después de clase, decidió abrir su locker. Se sorprendió al encontrar varias botellas con veneno, recortes de diarios sobre prisioneros famosos por asesinatos y dibujos de personas moribundas. Ese joven no estaba bien de la cabeza. Habló con su padre quien decidió llevar a Graham a una consulta con un psiquiatra.
El profesional quedó altamente sorprendido por la inteligencia del joven y, sin traicionar el secreto profesional, le dijo a Fred que su hijo le había hecho “una serie de confesiones perturbadoras” y que le aconsejaba llamar a la policía.
Además, análisis más profundos en la orina y la sangre de Fred, demostraron huellas de antimonio y de arsénico en su organismo. De ahí sus frecuentes malestares.
El 23 de mayo de 1962, con 15 años, Graham fue llevado a declarar y terminó arrestado. Cuando la policía lo interrogó confesó que había intentado asesinar a todos poniendo belladona en el té y en las comidas: a su padre, a su hermana y a su madrastra. Y reveló que a Molly le había dado algo más fuerte: “Veinte granos de talio la noche anterior a su muerte. Lo puse en un bizcocho. Sabía que moriría al día siguiente porque era demasiado”.
En realidad había empezado a envenenar a Molly con repetidas dosis de antimonio, pero ella había desarrollado cierta tolerancia al veneno y como él no veía resultados definitivos había decidido suministrarle talio (un metal pesado extremadamente tóxico que se usa como pesticida y raticida). Terminó siendo sentenciado a quince años de reclusión en el hospital mental Broadmoor, una institución para criminales mentalmente inestables.
Volver a las andadas
Estar internado no sería impedimento para él para seguir experimentando. En la institución se le realizaron distintas pruebas y el resultado fue que su coeficiente intelectual era de 160. Era un superdotado. Graham se la pasaba en la biblioteca del hospital donde leía libros de nazismo y… de química. También se le diagnosticó desórdenes de la personalidad y esquizofrenia.
Era muy hábil para crear venenos y había aprendido a extraer cianuro de hojas de laurel, planta que abundaba en los jardines del hospital. Y luego probaba sus nuevos “jugos” en sus propios compañeros del psiquiátrico a los que usaba como conejillos de Indias. Uno de ellos, John Berridge, murió y su muerte fue catalogada como un suicidio. Mucho tiempo después descubrieron que el interno tenía trazos de cianuro en su estómago.
También, en ese tiempo, llegó a disolver varios paquetes de químicos limpiadores en el agua que tomaban en el lugar. Podría haber envenenado nada menos que a 97 hombres.
En nada de esto repararon los profesionales porque, nueve años después, lo liberaron diciendo que estaba “completamente recuperado”. En junio de 1970 los médicos recomendaron que saliera en libertad. Su propio psiquiatra, el doctor Edgar Udwin, sostuvo que el joven no estaba ya obsesionado con los envenenamientos. Y nadie reparó en un comentario que le hizo a una enfermera del psiquiátrico: “Cuando salga, voy a matar a una persona por año por cada año que pasé aquí”.
Con 23 años, salió en libertad en el invierno de 1971. De los 15 años recomendados de reclusión había estado casi nueve.
Durante las primeras 48 horas en libertad y antes de ser recibido por su hermana Winifred en su casa, volvió a hacerlo. Envenenó a su compañero del hostal donde dormía. Le dio un vaso de agua y durante la noche la víctima se levantó tremendamente mareada, con náuseas y dolores en los testículos. Tiempo después la policía encontraría reportes de que en el hostal habían tenido, entre sus huéspedes, cinco hombres y una mujer con síntomas de envenenamiento.
Nadie reportó nada en ese momento y él se instaló en la vivienda de su hermana por un tiempo. Ella, a pesar de haber sido una de sus víctimas, se compadeció de Graham y creyó que estaba rehabilitado.
El joven salió a buscar trabajo y en abril de 1971 consiguió empleo en el laboratorio fotográfico Hadland de Bovingdon, en Hertfordshire. Estaba feliz porque ahora tendría independencia económica.
Quienes lo tomaron supieron, él mismo se los dijo, que tenía antecedentes penales y que había estado internado en un psiquiátrico. Sus empleadores fueron discretos y no preguntaron demasiado. Las autoridades tampoco se ocuparon de hacer un seguimiento del ex recluso.
Graham les pareció a sus jefes un tipo formidable y muy inteligente. Para su familia parecía que empezaría, por fin, una vida normal.
Pero Young no pudo con su instinto ponzoñoso. ¿Adivinen? Comenzó a envenenar a sus compañeros de trabajo. Justo él era el encargado de servir té y café al resto. El solícito Graham (un precursor masculino y a la inglesa de nuestra local Yiya Murano) revolvía las tazas de té con esmero y lavaba los utensilios.
Detalles truculentos en su diario personal
En las semanas siguientes, uno a uno, comenzaron a caer enfermos. Los cócteles letales de Graham eran, en general, con talio. Este metal pesado daña el sistema nervioso y la exposición repetida a él genera temblores, convulsiones, alucinaciones, daños en el hígado y el riñón y, finalmente, la muerte.
Sus colegas experimentaron vómitos, diarreas, náuseas y calambres estomacales. Eran tantos los casos que llamó la atención de los médicos, pero todos supusieron que había un virus circulando.
Bob Egle, de 51 años y su jefe inmediato, fue el primero en colapsar. Tenía una diarrea imparable, no podía caminar y sentía su cabeza adormecida. El diagnóstico de los médicos fue similar al que le habían dado a la madrastra de Graham: polineuritis aguda, una inflamación de los nervios periféricos. En solo dos semanas, su cuerpo dijo basta. El médico que firmó su acta de defunción escribió “bronconeumonía” como una consecuencia secundaria de la polineuropatía de Guillain-Barre.
Poco tiempo después, Fred Biggs (60), otro compañero de trabajo, comenzó a sentirse terriblemente enfermo del estómago. Uno de los empleados, Peter Buck tomó una de las tazas de té de Graham que tenía un sabor extraño y, luego, experimentó mareos y palpitaciones. Diana Smart, otra colega, también sufrió extraños temas de salud. En octubre, David Tilson, tomó un té que le ofreció Graham y al día siguiente no sentía sus dedos y padecía dolores punzantes en sus piernas y pies. Nadie asociaba lo que ocurría con los amables tés que Graham preparaba en la oficina. Fred Biggs no mejoró y dos meses después, luego de una horrorosa agonía, murió. Esta vez sí se preocuparon y llamaron a la policía que decidió investigar a todos los empleados de la firma.
No demoró en saltar la ficha psiquiátrica de Graham y su pasión por los venenos.
Lo detuvieron el 21 de noviembre de 1971 y cuando lo revisaron, la policía descubrió que tenía en sus bolsillos antimonio y, donde vivía en la actualidad, almacenaba talio y aconitina (un veneno que proviene de las plantas y que causa efectos secundarios graves como problemas respiratorios, cardíacos y hasta la muerte). Además, descubrieron un diario personal donde Graham tenía prolijamente anotadas las dosis que administraba, sus efectos y también a quiénes apuntaba matar y a quiénes quería enfermar, pero que siguieran vivos. Graham disfrutaba de su poder sobre la vida y la muerte. En su lista había anotadas setenta personas. De Biggs escribió: “Debe morir en una semana. Le dí tres dosis separadas”, y refirió haber utilizado talio. Unos días más tarde volvió a escribir: “Si sobrevive una tercera semana, podría vivir. Eso sería un inconveniente”.
A poco más de un año de haber sido liberado del psiquiátrico fue nuevamente detenido acusado de dos asesinatos, de dos intentos de homicidio y de cuatro intoxicaciones más con venenos.
Esta vez iría a la cárcel.
Una muerte dudosa
El juicio comenzó el 19 de junio de 1972 y se prolongó durante diez días. Graham Young dijo primero ser inocente. Cuando mostraron su diario íntimo explicó que era solo una fantasía que él había creado pensando en escribir una novela. Nadie le creyó. Fue declarado culpable y sentenciado a cuatro cadenas perpetuas. Graham sonrió al escuchar la pena. Recién entonces, con la cosa juzgada, decidió confesar y aceptar sus crímenes. Le preguntaron si sentía remordimientos a lo que contestó: “Lo que siento es el vacío de mi alma”.
La prensa comenzó a llamarlo “el envenenador de la taza de té”. Él tuvo la audacia de expresar que preferiría ser recordado como “el envenenador del mundo”.
En prisión se hizo amigo de Ian Brady, un pavoroso asesino en serie, con quien compartió su fascinación por los nazis. También hizo migas con Roy Shaw, otro agresivo delincuente.
El 1 de agosto de 1990, Graham fue encontrado muerto en el piso de su celda de la prisión de Parkhurst, en la isla de Wight. Se dijo que fue producto de un infarto. Tenía 42 años.
Esa es la versión oficial. Porque otra dice que en realidad fue envenenado por algunos compañeros que le temían. Y una tercera que fue él mismo lo hizo. En fin, nadie sabe.
Lo que sí es cierto es que sus dos amigos homicidas lo recordaron con cariño. Brady en su libro, The gates of Janus, escribió: “Es difícil no tener empatía por Graham Young”. Y Shaw le dedicó varias páginas elogiosas en su autobiografía, Pretty Boy, publicada también años después de la muerte de Young. En 1995 se estrenó una película llamada The Young Poisoner ‘s Handbook (El cuaderno del envenenador Young) que está basada en su vida. Además, la banda musical Macabre escribió una canción llamada Poison (Veneno) que habla de Graham y sus crímenes que fue incluida en el álbum Murder Metal.
Su macabra influencia trascendió su vida. En 2005 una joven japonesa de 16 años fue arrestada por haber envenenado a su madre con talio y al confesar dijo admirar a Graham Young y que, como él con su diario, ella llevaba también un blog donde había anotado las dosis y las reacciones de la víctima.
La historia de Graham Young demuestra, una vez más, que la inteligencia no es cordura. Si no es bien gestionada por el sentido común y la empatía puede resultar en cualquier cosa.