Todos tenemos alguna fobia. Hay algunas que, compartidas por una gran parte de la población, parecen casi universales, como el miedo a las arañas (aracnofobia), a las agujas y la sangre (hematofobia), a volar (aerofobia) o a los espacios cerrados (claustrofobia). Pero también existen otras mucho más raras, tanto que parecen inventadas, como el temor a las palabras largas (hipopotomonstrosesquipedaliofobia) o a los botones (koumpounofobia).
Pero, ¿de dónde vienen las fobias y las manías, conocidas como las “locuras propias de los cuerdos”? ¿Son diagnósticos psiquiátricos o construcciones culturales? ¿Cómo fueron cambiando con el tiempo? ¿Tienen “cura” o duran para toda la vida? ¿Cuál es, hoy en día, la fobia más común del mundo?
En Atlas de las fobias y las manías, la premiada escritora y periodista británica Kate Summerscale reúne “99 obsesiones para comprenderte a ti y a quienes te rodean” con el fin de reconocer lo que odiamos, tememos y hasta llega a controlarnos por completo.
“Todas las fobias y manías son creaciones culturales: el momento en que se identificó —o inventó— cada una de ellas supuso un cambio en nuestra manera de percibirnos a nosotros mismos. Unas cuantas de las que aquí se describen no son diagnósticos psiquiátricos en absoluto (...) No obstante, la mayoría de entradas de este libro describen trastornos reales que pueden llegar a atormentarnos”, escribe.
“Atlas de las fobias y las manías” (fragmentos)
Introducción
A todos nos condicionan nuestros miedos y deseos y, en ocasiones, incluso llegan a controlarnos por completo.
Benjamin Rush, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, abrió la veda a la hora de poner nombre a estas obsesiones en 1786. Hasta entonces, la palabra fobia (que proviene de Fobos, el dios griego del pánico y el terror) se había aplicado solo a los síntomas de una enfermedad física, y la palabra manía («locura» en griego), a las tendencias sociales.
Rush encuadró ambos términos como fenómenos psicológicos. «Definiré fobia como el miedo a un mal imaginario —escribió— o un miedo real llevado al exceso.» Hizo un listado de dieciocho fobias, entre ellas el miedo a la suciedad, los fantasmas, los médicos y las ratas, y veintiséis nuevas manías, que incluían la obsesión por el juego, por el militarismo o por la libertad.
Rush se permitió cierto tonillo cómico —la «casafobia», dijo, afectaba a aquellos caballeros que se sentían obligados a hacer una parada en la taberna después del trabajo—, pero a lo largo del siguiente siglo los psiquiatras desarrollaron un conocimiento más complejo sobre estos rasgos del carácter. Acabaron viendo las fobias y manías como vestigios escabrosos de nuestro historial evolutivo y personal, manifestaciones tanto de nuestros instintos animales más recónditos como de los deseos reprimidos.
A principios del siglo XIX se incorporó una serie de manías a la lista de Rush, y a finales, aun se sumó otro aluvión de fobias y manías. Las fobias incluían el temor irracional a los lugares públicos, a los espacios cerrados, a ruborizarse y a ser enterrado vivo (agorafobia, claustrofobia, eritrofobia, tafofobia). Las manías incluían la compulsión de bailar, de deambular de un lugar a otro, de contar y de arrancarse el cabello (coreomanía, dromomanía, aritmomanía, tricotilomanía).
Y no hemos parado de descubrir nuevas ansiedades: nomofobia (miedo a estar sin teléfono móvil), bambacofobia (repelús hacia las borras de algodón), coulrofobia (terror a los payasos), tripofobia (aversión a imágenes u objetos que tengan muchos agujeros o patrones repetitivos muy pequeños)... Muchas de ellas reciben más de un nombre: el temor a volar, por ejemplo, aparece en este libro como aerofobia, pero también se conoce como aviofobia, pteromeranofobia o, para no complicarse la vida, miedo a volar.
Todas las fobias y manías son creaciones culturales: el momento en que se identificó —o inventó— cada una de ellas supuso un cambio en nuestra manera de percibirnos a nosotros mismos. Unas cuantas de las que aquí se describen no son diagnósticos psiquiátricos en absoluto, pues se trata de palabras acuñadas para dar nombre a prejuicios (homofobia, xenofobia), para ridiculizar modas y tendencias (beatlemanía, tulipomanía) o para hacer un chiste (aibofobia, hipopotomonstrosesquipedaliofobia; es decir, el supuesto miedo a los palíndromos y a las palabras largas, espectivamente).
No obstante, la mayoría de entradas de este libro describen trastornos reales que pueden llegar a atormentarnos. Las fobias y las manías revelan nuestros paisajes interiores: lo que nos repele y lo que nos atrae irremediablemente, lo que no podemos quitarnos de la cabeza. En conjunto, son los trastornos de ansiedad más comunes de nuestra época.
Nomofobia
El término nomofobia —una chistosa abreviatura de no-mobile-phone-phobia [fobia a no tener teléfono móvil]—surgió en una encuesta del departamento de correos británico sobre usuarios de teléfonos móviles en 2008. El estudio, que se desarrolló cuando este tipo de aparatos llevaban ya veinticinco años en el mercado, reveló que casi un 53 % de los participantes sentía ansiedad cuando extraviaba el teléfono momentáneamente, tenía escasa cobertura o le quedaba poca batería o saldo. Otro 9 % se ponía nervioso cuando su teléfono estaba apagado. Según la encuesta, los niveles de ansiedad eran comparables a los del día de tu boda o de la visita al dentista.
La dependencia del teléfono móvil ha seguido aumentando en todo el mundo. Un estudio de 2012 describió los teléfonos como «posiblemente la mayor adicción no narcótica del siglo XXI». Cuando los usamos para levantarnos el ánimo, al parecer activan los mismos circuitos neurológicos de recompensa que el juego, las apuestas o el alcohol. Pasar mucho tiempo frente a un smartphone puede aumentar la ansiedad y la depresión, causar dolor en las muñecas y el cuello y afectar al sueño, la concentración y el desempeño académico.
Una serie de encuestas nacionales llevadas a cabo entre 2014 y 2018 demostraron que el uso excesivo del móvil era especialmente común entre adolescentes: las estimaciones fueron del 10 % en Gran Bretaña, el 17 % en Taiwán y Suiza y el 31 % en Corea e India. Los nomofóbicos a menudo sufrían los azotes del Fear of Missing Out (FOMO, o «miedo a perderse cosas») y su primo hermano Fear of Being Offline (FOBO, o «miedo a estar desconectados»).
En 2014, los psiquiatras italianos Nicola Luigi Bragazzi y Giovanni Del Puente elaboraron un listado de las señales de dependencia excesiva al teléfono móvil. Los nomofóbicos solían llevar un cargador siempre encima y trataban de evitar lugares en los que estuviera prohibido el uso del teléfono, como los teatros y los aviones. Además, comprobaban sus mensajes y notificaciones todo el tiempo, siempre llevaban el móvil encendido y lo mantenían cerca durante la noche.
Muchos preferían comunicarse por teléfono que en persona. Algunos oían tonos de llamada o sentían vibraciones inexistentes. Otros contraían deudas por gastarse demasiado dinero en datos o en los aparatos mismos. Las funcionalidades de los smartphones se desarrollan con tanta rapidez que estos criterios cambian, pero por lo general, tal y como apuntaron Bragazzi y Del Puente, la nomofobia es el miedo patológico a quedar tecnológicamente desconectados.
Bragazzi y Del Puente señalaban que un teléfono podía tener diversas finalidades emocionales: podía servir como escudo o caparazón protector, como amigo imaginario o como un medio para evitar la interacción social (describían esto como parte de la «paradoja de las nuevas tecnologías», según la cual los aparatos electrónicos nos conectan a la vez que nos aíslan).
En 2007 la antropóloga Amber Case argumentó que los móviles nos permiten ocupar un espacio social «entre dos aguas», en el que podemos arbitrar y controlar nuestro yo público. Al redactar un mensaje de texto o idear una foto gestionamos lo que queremos mostrar y expresar; incluso las llamadas telefónicas eluden las señales no verbales como la postura o las expresiones faciales. Puede que un nomofóbico solo se sienta cómodo en ese mundo liminal y, por el contrario, se encuentre terriblemente expuesto durante el contacto en persona con los demás.
Muchos nos sentimos incompletos si nos separamos del teléfono móvil. En un experimento llevado a cabo en una universidad del Medio Oeste estadounidense en 2014, pidieron a cuarenta usuarios de iPhone que dedicaran cinco minutos a hacer una sopa de letras e ignoraran sus teléfonos mientras tanto. Algunos miembros del grupo estaban físicamente separados de sus móviles, que permanecían en un cubículo cercano, mientras que otros tenían los teléfonos sobre la mesa mientras realizaban la tarea. Cada estudiante completaba la sopa de letras aislado del resto.
A los tres minutos de haber empezado, un investigador telefoneaba al estudiante valiéndose del número que este había aportado al inscribirse. Todos los participantes ignoraron las llamadas, tal y como les habían instruido, pero la presión sanguínea y el ritmo cardíaco de los estudiantes separados de sus dispositivos aumentaron bastante más que los de aquellos que tenían los móviles sobre la mesa. Además, el grupo que permaneció separado de sus teléfonos mostró una disminución mayor de su capacidad cognitiva mientras sonaban los dispositivos —encontró menos palabras en la sopa de letras— y experimentó mayores índices de ansiedad e incomodidad.
De acuerdo a la hipótesis de los investigadores, los estudiantes estaban unidos a sus iPhones de manera imaginaria, por lo que inconscientemente los percibían como extensiones de sus propios cuerpos, y aquellos que no podían alcanzar sus dispositivos se habían sentido separados de una parte de sí mismos de un modo molesto y alarmante.
Sin embargo, nuestra dependencia de los teléfonos móviles se está haciendo tan grande que es difícil establecer cuándo se convierte en una obsesión antinatural. Desde que se acuñó el término nomofobia, hemos aprendido a usar los móviles para comprar, apostar, concertar citas con desconocidos, desplazarnos de un sitio a otro, consultar a médicos, acceder a discotecas, teatros, aviones y trenes, ver películas, competiciones deportivas y series de televisión, traducir otros idiomas, ponernos al día de las noticias y compartir las nuestras, hacer un seguimiento de nuestra salud y niveles de actividad, leer libros, controlar otros dispositivos, demostrar nuestra identidad, monitorizar nuestras casas y a nuestros amigos y familiares desde la distancia, trabajar...
El miedo a vernos separados de nuestros dispositivos móviles ha pasado a parecernos menos patológico y más una preocupación razonable.
Coreomanía
En pleno verano de 1374, una epidemia de danza desatada se extendió por la orilla del Rin y también más allá, por los campos adyacentes. «Tanto hombres como mujeres —informó el monje Pedro de Herental— bailaban en sus casas, en las iglesias y en las calles, agarrados de las manos y dando saltos en el aire.» Danzaban compulsivamente, durante horas y días, hasta que caían rendidos al suelo. Cuando paraban, según fray Pedro, «sentían tales dolores en el pecho que si sus amigos no les ataban telas en torno a la cintura, chillaban como locos que se estaban muriendo». Y algunos, de hecho, sí que murieron.
«Quienes se recuperaron contaban que había sido como bailar en un río de sangre, y que por eso daban saltos en el aire.» Esta «locura danzarina», que más tarde se denominó coreomanía (del griego khoros, «grupo de cantantes o bailarines»), se alargó hasta finales de octubre.
El 14 de julio de 1518 se desató otro ataque de coreomanía cuando a una mujer llamada Frau Troffea le dio por bailar en las calles de Estrasburgo. Para cuando llegó el fin de semana, se le habían unido otras treinta y cuatro personas, y a finales de mes eran ya cuatrocientas.
La ciudad trató de controlar el desorden habilitando salas y plazas para los danzantes, así como contratando músicos para que los acompañaran, pero estas medidas no hicieron más que empeorar la cosa. Cuando el baile acabó el 10 de agosto, decenas de personas se habían desplomado y muerto por ataques al corazón y apoplejías.
Estos arranques de danza han intrigado a los historiadores. En 1832, el médico alemán Justus Friedrich Hecker los describió como una especie de contagio emocional, una «afinidad malsana», que hacía que la gente se lanzara a bailar al ver como danzaba el resto. Propuso que la causa original era la peste negra o bubónica, que acabó con la mitad de la población europea entre 1347 y 1351 y sumió a muchos de los supervivientes en la desesperación. Así, algunos descargaban su pánico y su pena bailando.
John Waller, siguiendo la interpretación de Hecker, defiende que estas epidemias de danza fueron enfermedades psicogénicas de masas, fruto del miedo, y que se extendieron por imitación. Los estallidos más espectaculares ocurrieron tras periodos de renovada miseria, señala Waller: el Rin se desbordó en 1373 y 1374 e inundó calles y casas, mientras que en 1518 Estrasburgo acababa de pasar una década de hambrunas, enfermedades y frío salvaje.
Kélina Gotman describe las epidemias como síntomas de agitación social, olas de primitivismo y exceso. Los bailarines desatados aparecen «allí donde hay una falla en la civilización, una ruptura, pero también una abertura, de la que parecen desparramarse», escribe.
Cita al cronista francés Jean d’Outremeuse, que el 11 de sep l Rin fueron en realidad un brote de convulsiones delirantes causadas por el cornezuelo, un hongo psicotrópico que puede formarse en el centeno húmedo (la inundación de los campos adyacentes al río habría contaminado el pan que comía la gente). Pero el sociólogo Robert Bartholomew, sin embargo, sostiene que es mucho más probable que la manía se desatara por influencia de los peregrinos de Hungría, Polonia y Bohemia, que bailaban como forma de rezo y a quienes los habitantes locales se unían cuando pasaban por los pueblos.
Cita al cronista francés Jean d’Outremeuse, que el 11 de septiembre de 1374 escribió: «Llegaron del norte de Lieja, [...] una compañía de personas que bailaban sin parar. Estaban unidas por las ropas y saltaban y brincaban. [...] Se dirigían a gritos a san Juan Bautista y daban palmas con fuerza».
Bartholomew señala que en la Edad Media un baile podía constituir un acto de expiación. En el verano de 1188 el clérigo real Giraldus Cambrensis describió un ritual que se llevó a cabo en una iglesia de Gales, en el que hombres y mujeres danzaron en torno al altar de santa Almedha y, después, «recorrieron el cementerio adyacente cantando, cayéndose al suelo de repente como en un trance, para luego alzarse de un salto, como enloquecidos». Mientras bailaban, representaban con gestos todas sus faltas. Imitaban el modo en que habían usado un arado ilegalmente en un día festivo o cómo habían remendado un par de zapatos. Después se les condujo de vuelta hasta el altar, donde «despertaron de repente y volvieron a ser ellos mismos». Su danza disociada se entendía como un estado espiritual, a través del cual contactaban con sus transgresiones y buscaban la absolución.
Quién es Kate Summerscale
- Nació en Londres, Reino Unido, en 1965.
- Es escritora y periodista.
- Ganó el premio Somerset Maugham, el Samuel Johnson Prize y fue finalista del Whitbread Biography Award.
- Es autora de libros como El asesinato de Road Hill, The Wicked Boy y Atlas de las fobias y las manías.