El sexo en la Antigua Roma: mitos, preferencias y horrores en el Imperio; sus efectos en la sociedad actual
La historiadora Patricia González Gutiérrez, autora de ‘Cunnus’, recalca que los romanos desconocían el concepto de consentimiento
Que la mujer se colocara encima del hombre durante el acto sexual estaba muy mal visto en la Antigua Roma al considerarse que esa postura activa —que ella cabalgara (equitant), vamos— resultaba humillante para su pareja masculina. Era una posición propia de las prostitutas, que cobraban más por realizarla (hasta el doble que un servicio normal, en tarifa pompeyana) dado su carácter antinormativo. En cambio, la mujer a cuatro patas, mirando a Capua, era aceptable, pues como vieja sociedad campesina la romana respetaba mucho el mundo natural y a los animales y esa posición parecía favorecer la fecundidad. Los romanos valoraban más las nalgas, zona de atracción preferente, que los pechos —los senos grandes eran objeto de burla (se usaba el adjetivo mastale, pechugona), como los penes de gran tamaño—. Otra cosa que nos sorprendería de los romanos de entonces en la cama (o en el triclinio, o en la mesa de la cocina) es su gran repugnancia hacia el sexo oral (irrumare), y especialmente el cunnilingus, que paradójicamente es una palabra tan latina (de cunnus, vulva, y lingere, lamer).
Precisamente Cunnus es el expresivo título que la historiadora Patricia González Gutiérrez escogió para su nuevo libro, subtitulado Sexo y poder en Roma. Cunnus, que vuelve a incidir en temas de género, cuenta además con una explícita portada obra de Paula Bonet. “Bueno, hay gente que ve enseguida lo que es y otros que no, nosotros decidimos ir con todo”, explica en una mesa en una cafetería barcelonesa la estudiosa de 40 años (nacida en Santiago de Chile de padres españoles), que señala la dificultad todavía de abordar el tema del sexo en la historia más allá de la divulgación poco científica y las simples colecciones de anécdotas. “Es un tema que sigue levantando polémica cuando se trata desde la academia, se cuestionan los motivos para hacerlo y despierta sospechas de activismo”, apunta.
¿Cómo lo hacían los antiguos romanos? “Muy diferente y muy igual a la vez a nosotros”, responde González, émula de Mary Beard en su actitud y aspecto rebeldes y en no dudar en abordar temas provocadores que pueden levantar ampollas. “Su concepto del sexo estaba condicionado por el de jerarquía, más que por el de género. Si eras poderoso podías hacer lo que quisieras. En general era admisible casi todo mientras fueras hombre y la parte activa de la relación, con mujeres y con otros hombres inferiores (gladiadores, actores de ambos sexos), siempre penetrando tú”. El vir, el hombre de virtud, el patricio romano, era literalmente impenetrable. Es posible que Nerón caracterizara de muchachas a sus amantes masculinos más para dejar las cosas claras que por una cuestión estética. “Por supuesto los esclavos estaban sometidos completamente y a disposición sexual del dueño en todo momento, incluso los niños”. Había un límite teórico: los otros ciudadanos. Y el estupro (con jovencitos y jovencitas de buena familia) y el adulterio eran delito, aunque la que llevaba la peor parte siempre en este era la mujer. “La violencia de género estaba a la orden del día, y las posibilidades reales de que interviniera la justicia, muy pocas. Matar a una mujer podía llegar a salir terriblemente barato”.
El sexo oral, explica, no era aceptable socialmente, se veía como humillante para el que lo practicaba, impudicitia; al ser la boca el recinto de la palabra se pensaba que la ensuciaba (Marcial añadía que producía mal aliento). Eso no quiere decir que no se hiciera, especialmente la felación, pero “hay pocas alusiones y representaciones, y menos aún del cunnilingus, más vilipendiado”. El sexo anal era muy reprobable y humillante y deshonroso.
Los antiguos romanos (ellos, ellas por supuesto) conocían bien el orgasmo femenino y el clítoris, denominado landica, e incluso hay fuentes médicas que hablan de la manipulación del órgano para eliminar la histeria; también se lo recortaba cuando era muy voluminoso, por razones médicas, nunca religiosas. En todo caso, “el placer femenino debía ser complicado cuando te empiezan a violar a los 10 años y tienes la noche de bodas con hombres maduros a los 12″. La autora recalca: “Cuando miras el sexo de Roma cuesta mucho más ver elementos de ternura que de humillación, como en las redes sociales de hoy”. Recuerda que era habitual asociar el pene al pilum, la lanza, y otras armas, lo que lo dice todo sobre el uso agresivo de la sexualidad masculina.
Curiosamente, pese a tantas historias, películas y series de orgías y desenfrenos romanos, la historiadora subraya que los romanos antiguos eran “bastante puritanos”. ¿Puritanos?, ¿y los objetos y pinturas de Pompeya que se guardan en el Museo Secreto de Nápoles?, ¿y Calígula?, ¿y Mesalina? “Son casos extremos. En general, hemos sobrevalorado la sexualidad de los romanos. La realidad es que incluso las muestras de afecto en público estaban mal vistas. Catón el Viejo expulsó a un tal Manilio del Senado por besar a su esposa a la luz del día y delante de su hija. Plutarco recomendaba no casarte con una mujer que dijera estar enamorada de ti, pues la pasión no era digna. Nos hemos creído las imágenes del cine y de Yo, Claudio o de la serie Espartaco”. Eso no quiere decir que no hubiera gente que escapara a la norma (Séneca acusaba a Mamerco Escauro de recibir con la boca abierta la sangre menstrual de sus esclavas, el summum de lo repulsivo para un romano), o que en el pináculo de las élites no se dieran comportamientos que dejan como un colegial a Tinto Brass: “Lo de Tiberio con los niños era aún peor de lo que mostró la peli Calígula, los niños con los que se bañaba el emperador, sus pececitos, eran pequeños que aún tenían el reflejo de lactancia y se enganchaban a puerta”.
Era, señala González Gutiérrez, la de la Antigua Roma una sociedad que, sí, produjo los acueductos, las carreteras, el derecho, una gran cultura, pero en la que reinaba una gran violencia, “y la sexual era terrible, no nos gustaría vivir en la Antigua Roma”. Y afirma: “No existía en absoluto el consentimiento. Eso de lo que tanto hablamos ahora con el caso Rubiales (por el presidente de la Federación Española de Fútbol) era algo desconocido para ellos, no tenían ni palabra para describirlo. Se imponía el concepto de que las mujeres debían plegarse completamente a la voluntad de los hombres, y los humildes a los poderosos”. Pensamos, dice, en Mesalina, Popea, Julia (la hija de Augusto, célebre por su escandalosa promiscuidad)…, pero las mujeres que encarnaban de verdad la realidad cotidiana de Roma eran las Lucrecias, violadas. O las Cornelias, serias matronas abnegadas. U Octavia, que calla y soporta. O, apunta, “la propia y tan denostada Livia, a la que casan a los 14 años, tiene dos hijos antes de los 18, obligan a divorciarse y acaba casada con el sociópata de Augusto”.
La historiadora trae a colación al respecto a Ovidio, y no es para alabar Las metamorfosis precisamente. “El poeta del amor, ¡ja!”, se exclama. “No hemos leído bien las fuentes. El arte de amar es tremendo. No solo porque sea una lista de trucos para engañar a las mujeres, sino porque aboga directamente por el maltrato y lo justifica. Él mismo se muestra como un maltratador de libro, que pegaba a su novia y luego se arrepentía y le regalaba flores. Un personaje horrible e idiota Ovidio. Mucho peor que Rubiales. Hoy lo hubieran fundido en Twitter”.
Es cierto que, pese a su belleza literaria (a Ovidio le brotaba la poesía instintivamente, “quidquid tentabam dicere, versus erat”), algún capítulo de El arte de amar estremece al leerlo con una sensibilidad de hoy. Como el que lleva el encabezamiento “Más medios de seducción: lágrimas, besos y si fuera necesario, violencia”. Escribe el poeta (en traducción de Juan Luis Arcaz Pozo, Alianza editorial, 2000): “Los que ella no te dé [los besos], quítale tú. Al principio tal vez se opondrá y te dirá ‘indecente’, con todo ella querrá ser vencida en la disputa. Procura únicamente que los besos así robados no lastimen sus delicados labios y que no pueda quejarse de que fueron violentos”. Hay cosas peores: “Aunque apeles a la violencia, esa violencia les es grata a las muchachas. Muchas veces desean dar de mal grado aquello que les gusta. Cualquiera que haya sido forzada por un súbito rapto de pasión lo agradece y tiene esa indecencia la consideración de un regalo”.
Culto e ilustrado, el poeta de Sulmona argumenta sus consejos con ejemplos de la mitología tan poco edificantes como el de Aquiles, que cuando estaba escondido en la corte del rey de Esciros disfrazado de mujer para no ir a Troya se metía en la cama de la hija del monarca, Deidamía; “y esta descubrió mediante un estupro que él era varón. Por la fuerza, bien es cierto, fue ella ultrajada (así es menester reconocerlo), pero, no obstante, quiso ella ser ultrajada por la fuerza”. Ovidio como justificador de la Manada, lo que hay que ver. “Acósala con tacto”, recomienda.
“¡Fue poco que lo exiliaran al Ponto Euxino!”, juzga indignada la autora de Cunnus, que añade a “la infamia” del poeta “su estupidez”: En uno de sus ruegos a Augusto para que le permitiera regresar a Roma de la remota y bárbara Tomis “no se le ocurrió sino reprocharle al emperador tener una colección de literatura porno, género muy abundante en Roma, por otro lado”.
Otro romano famoso (este de ficción) que recibe lo suyo de González Gutiérrez es Máximo Décimo Meridio, comandante de las legiones del Norte, general de las legiones Félix, etcétera, el protagonista de Gladiator, efectivamente. “Me parece mucho peor que el Cómodo de Joaquin Phoenix, al que por cierto se presenta con pluma como casi siempre a los villanos romanos (y los propios romanos tenían mucha plumofobia). Pero en la peli, Cómodo apenas orquesta algunos necesarios asesinatos políticos, mientras que Máximo es un auténtico genocida, el verdadero nazi de la película”.
Parafraseando al socorrido miembro de la guerrilla judía de La vida de Brian, ¿qué han hecho los romanos por nosotros en cuanto al sexo? “Casi todo lo del sexo matrimonial que hemos padecido se lo debemos a ellos, pasado por el cristianismo. Lo de la mujer pasiva en posición del misionero, olvidándose de su placer, sometida al deseo del marido, haciendo la estrella de mar, abierta y pensando en Inglaterra [las inglesas] o la lista de la compra viene de los romanos, y hay que ver lo que nos cuesta deshacernos de eso”.