Política 22/08/2023 13:38hs

El túnel que conecta a Milei con Kirchner

Como hace 20 años, el libertario apuesta a crear la división social como método de construcción de poder; los dilemas de Bullrich para escapar de una polarización que la saque de la cancha

Javier Milei festeja al ritmo de ”¡Qué se vayan todos!” la noche del domingo 13Instagram @javiermilei
Javier Milei festeja al ritmo de "¡Qué se vayan todos!" la noche del domingo 13Instagram @javiermilei
Néstor Kirchner agarró con fuerza el bastón presidencial el 25 de mayo de 2003, como para que nadie duda de quién mandabaArchivo
Néstor Kirchner agarró con fuerza el bastón presidencial el 25 de mayo de 2003, como para que nadie duda de quién mandabaArchivo
Sergio Massa y Axel Kicillof, el domingo de las PASOSantiago Filipuzzi - LA NACION
Sergio Massa y Axel Kicillof, el domingo de las PASOSantiago Filipuzzi - LA NACION
Patricia Bullrich junto a Mauricio Macri y Horacio Rodríguez Larreta en el búnker de Juntos por el CambioFabián Marelli - LA NACION
Patricia Bullrich junto a Mauricio Macri y Horacio Rodríguez Larreta en el búnker de Juntos por el CambioFabián Marelli - LA NACION

El grito “¡que se vayan todos!” conecta como un túnel decadente el estallido del 2001 con este presente de desesperanza e incertidumbre. Javier Milei se apropió de aquel himno nihilista y lo vocifera en sus actos, rodeado de admiradores y discípulos de Domingo Cavallo, foco principal de la bronca en el verano de fuego de principios de siglo.

El paladín del liberalismo conquista desencantados con un clamor nacido en las asambleas populares de sensibilidad anarquista. Él se pone del lado de los que cantan y traza la línea que configura una nueva grieta: son ellos (los políticos) contra nosotros (el pueblo).

El revival es sintomático no solo por la parábola que describe este viaje argentino de 22 años, del fin de la convertibilidad a la utopía de la dolarización. También por la analogía entre el papel que se arroga Milei y el que, en su momento, interpretó Néstor Kirchner cuando alcanzó el gobierno en 2003 y se ofreció como el vengador de los caídos del sistema.

Si Kirchner barnizaba su acción con una épica de izquierda, Milei se aferra a un dogma ultraliberal en lo económico y ultraconservador en lo social. En los dos la ideología funciona como un rasgo identitario accesorio. Un adorno narcisista para galvanizar a un núcleo duro. El secreto de su acción política reside en la correcta selección del enemigo que justifica la intervención del iluminado.

Antes eran “los neoliberales”, ahora “los socialistas” quienes condenan a los argentinos de bien a otro descenso a los infiernos. El reduccionismo funciona como escudo protector, reforzado por un reflejo autoritario que, en nombre de La Libertad, no escucha a otros.

La palabra del jefe no se discute. No es casual que a los periodistas se los empuje del lado contrario de la franja imaginaria en la que habitan los buenos. “Ensobrados” es el neologismo de Milei para descalificar al que polemiza, al que investiga, al que duda. No da nombres ni distingue conductas ni muestra pruebas: cuestionarlo convierte al hereje en un agente a sueldo de la casta reaccionaria. A tono con su fe en la iniciativa privada, denuncia que la prensa miente producto de una mera transacción monetaria. Los Kirchner prefirieron montar un complejo andamio teórico-intelectual para señalar a los críticos como agentes de oscuros poderes hegemónicos.

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La batalla cultural prescinde de respuestas complejas. Abunda el eslogan y cualquier ocurrencia se presenta como verdad revelada. Milei puede decir sin sonrojarse que sacó el 35% y no el 30% en las PASO porque lo estafaron los fiscales rivales. No opuso siquiera una denuncia judicial por lo que sería el gravísimo delito de falsificar más de 1 millón de votos.

Inflar el apoyo, además de una estrategia pícara de cara a la primera vuelta, apunta a legitimar a quien se arroga la representación de un todo. Lo eleva al altar desde donde se reparten sentencias e indulgencias. Es el patovica de la puerta que deja en la calle a los que acusa de ser “casta”. Hace 20 años Kirchner bromeaba con que su despacho era el río Jordán: el “pecador” que entraba salía purificado.

Milei se anuncia como “el más antikirchnerista de todos”. Llegó a decir este domingo que él desde 2007 escribía papers contra el gobierno de Néstor y Cristina. Edita su pasado a conveniencia. En 2015 integró un think tank que pensaba ideas para la campaña de Daniel Scioli y en las redes todavía circulan videos de cuando defendía con ahínco la gestión económica del ministro Axel Kicillof. A aquel tour por el kirchnerismo tardío lo invitó Guillermo Francos, funcionario entonces de Scioli y años después de Alberto Fernández, que lo tuvo todo el mandato como delegado ante el BID. Renunció hace horas para sumarse al equipo de Milei, como aspirante al Ministerio del Interior si gana La Libertad Avanza.

Para Milei esa contradicción es una minucia. Al reformular la grieta convirtió en patrullas perdidas a aquellos que siguen asimilando la política nacional a una guerra entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo.

Un costado distintivo de su personalidad como dirigente consiste en presentarse como “lo nuevo”. El pasado reciente es mala palabra. Toca saltarse al menos una generación para hallar modelos inspiradores. En su caso es el menemismo. Los Kirchner también se retrotraían 30 años para enlazar con la “generación diezmada” del peronismo revolucionario. De esas profundidades rescataron a personajes olvidados por la historia, así como Milei exhibe a Roque Fernández o a Carlos Rodríguez como si se tratara de padres fundadores.

 

Enorme diferencia

Hay, pese a los aires de familia, una diferencia fundamental entre la construcción mítica de Kirchner y la de Milei. El santacruceño escribió su relato una vez alcanzado el poder y metabolizó el “que se vayan todos” desde el corazón del sistema. Ganó las elecciones de la mano del peronismo, que se le ofrecía como una estructura monolítica ansiosa de una voz de mando. Él entendió que llegar desde Santa Cruz era como venir de Marte y ese aire virginal lo aplicó a reivindicar la política. La economía, para su suerte, ya había iniciado la curva de salida después del cataclismo de 2001-2002.

La gesta de Milei, en cambio, se ancla en la “antipolítica” y ocurre a los pies de un volcán en erupción. Es él y solo él. Lo rodea un elenco reducido de colaboradores que aún no llegan a conformar un equipo. Su mayor crisis ocurrió cuando salió a pescar candidatos en la “casta” para llenar las listas legislativas. Le costó tanto que no alcanzó a inscribir boletas en provincias donde terminaría ganando en las PASO.

Convierte esa carencia en virtud cuando descubre que da votos. Si le dedica el triunfo a sus perros antes que a los humanos que lo acompañan es parte de una sublimación individualista. Las redes sociales fueron el sistema capilar por el que corrió su mensaje: un universo amorfo donde el diálogo suele ser apenas una apariencia.

No hay pregunta que fastidie más al candidato libertario que aquella acerca de cómo va a hacer para aprobar su promocionado “plan motosierra”. Promete cambiar para siempre la moneda, demoler el Estado tal como lo conocemos, romper relaciones con China y privatizar la educación con (a lo sumo) 40 diputados y 8 senadores. Sin negociar. Amenaza bombardear con consultas populares a quienes se resistan a aprobar sus leyes, en una virtual democracia plebiscitaria que bordea un reto al espíritu constitucional (“el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades”).

La democracia cruje por concentración de poder y puede hacerlo también por fragmentación extrema, como prueban ejemplos recientes en la región. Perú, Ecuador, Chile. ¿Cuántas votaciones podría tolerar la Argentina de la bronca para que Milei trate de imponer su revolución?

No lo explica. Dudar de sus posibilidades equivale a una “agresión” de “los que quieren que todo siga igual”.

 

La confusión de sus rivales

El resultado de las PASO, por lo sorpresivo y lo extendido geográficamente, dejó a Milei pateando a un arco vacío. Cabalga por un paisaje en ruinas, entre adversarios aturdidos.

Sergio Massa quedó preso de su doble rol de candidato y ministro. No puede hablar de economía, porque a diario la economía habla por él. Sufre por el abandono del aparato peronista, que no previno con sus artes inconfesables el auge de los libertarios. Su campaña hacia octubre consiste en una epopeya conservadora: asustar a los votantes con un desastre mayor y convencer a los caudillejos de su partido de que en la ecuación costo-beneficio él tiene más para darles que la tijera que corta boletas. “Le cuidamos el voto a Milei para que no gane el macrismo y mirá lo que pasó”, se confiesa un baqueano del conurbano kirchnerista.

Patricia Bullrich y el sector de Juntos por el Cambio que la acompaña atraviesan aceleradamente las fases de un duelo por la derrota que nunca previeron. Pasan de la negación a la ira; del autoengaño a la depresión. Demoran la aceptación y la reinvención.

Les cuesta salir de la dicotomía K-antiK en el que moldearon su historia. Milei goza cada vez que escucha a Bullrich decir que un 60% de los argentinos votó contra el populismo kirchnerista. Si los dos son caras de una misma expresión transformadora, entonces esa interna ya parece resuelta.

Mauricio Macri se esmeró en darle carta de ciudadanía a Milei. Lo retrata como a un hijo descarriado. “Es parte del cambio que viene”, ha dicho después de las primarias, aunque matiza que le falta experiencia. Borra, casi con cariño, los rasgos autoritarios, demagógicos e improvisados de quien se recorta hoy como favorito para suceder a Alberto Fernández.

Milei recoge el guante. Le ofreció un cargo imaginario a Macri e introdujo el virus de la discordia en un cuerpo herido. El expresidente apenas le respondió con el retuit de un video reciente con elogios a la candidata del Pro.

Da la impresión de que Bullrich intuye la devaluación personal a la que la empuja esa postura del líder que tanto la ayudó a ganar la candidatura. Pero no encuentra todavía una narrativa segura. La interna con Larreta hundió a toda la coalición en el barro que señalaba Milei a los gritos desde TikTok y la tele. Elcambio envejeció como consigna, porque no tuvo hasta ahora una traducción en propuestas concretas que sean vistas como soluciones posibles por la porción del electorado que no se rige más por la lógica automática de la vieja grieta.

Incómoda en el centro del tablero, Bullrich vacila. Se arriesga a un carancheo de votos a derecha e izquierda. Espera un set de encuestas para entender exactamente qué pasó el domingo 13 y diseñar entonces la nueva estrategia proselitista. Por ahora no quiere pelearse con Milei, porque siente que puede irritar a sus propios votantes.

Él, en cambio, huele sangre y ataca. La acusa de “montonera”, de “traidora”, de “hacer operaciones sucias”, dice que le copia las ideas y que ni siquiera va a combatir al kirchnerismo porque está rodeada de socialistas… ¡como Larreta!

En Juntos por el Cambio empiezan a surgir las voces que urgen a la acción. A desafiar a Milei con proyectos precisos, a desmontar con argumentos las ideas que en privado consideran impracticables y potencialmente incendiarias, a poner foco en serio en una campaña que hoy los tiene corriendo de atrás. ¿De verdad piensan derrotar a Kicillof en Buenos Aires con Néstor Grindetti repartido entre la campaña y la crisis de Independiente? Que el candidato a gobernador haya tenido que pedir perdón por afirmar que es más importante ganar la provincia que la situación deportiva del club que preside pinta a las claras un cuadro de confusión.

Faltan dos meses para las elecciones generales, en las que suelen meterse a votar hasta 2 millones de personas más que en las PASO. El juego está abierto.

Pero Milei les cambió el tablero y las reglas a Juntos por el Cambio y a Unión por la Patria. Si no lo descifran rápido se exponen a sucumbir a la próxima paradoja de la historia argentina. El kirchnerismo, derrotado por nostálgicos del menemismo. El antikirchnerismo, barrido por una nueva encarnación del populismo.

 

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