Argentina, 1986. El gobierno de Raúl Alfonsín empezaba a sufrir el desgaste de una realidad compleja. Se hablaba de trasladar la condición de capital federal a Viedma, mientras el Congreso aprobaba la Ley de Punto Final (derogada en 1998 y anulada en 2005). El Plan Austral, que incluía la nueva moneda diseñada para frenar la incontrolable inflación, comenzaba a agrietarse. El gabinete renovaba algunos miembros, se acumulaban las huelgas y se disparaban el costo de vida, especialmente el precio de los combustibles. Y como suele ocurrir por estas latitudes, desde hace bastante tiempo, las únicas alegrías nacionales eran ofrecidas por el deporte. En México, la selección dirigida por Carlos Bilardo, con un brillante Diego Maradona a la cabeza, reconquistaba el mundo tras la debacle de España 1982. A la par, los hinchas de River disfrutaban de su mejor ciclo internacional. El equipo millonario, conducido por Héctor “Bambino” Veira fuera de la cancha y por Norberto “Beto” Alonso en ella, obtenía sus primeras copas grandes: la Libertadores, en agosto, al vencer a Cali en Colombia y Buenos Aires, y la Europeo-Sudamericana en diciembre, en Tokio, contra Steaua Bucarest.
En otra disciplina, el polo, ocurrió algo singular, también. Marcos Heguy, de 19 años, aún no era el crack que sería poco después, ni Indios Chapaleufú, el equipo que él conformaba con sus hermanos Horacito y Gonzalo (21 años) más el experimentado Alex Garrahan, el favorito del Abierto de Palermo, el “mundial” anual de ese deporte. Desde hacía dos temporadas reinaba La Espadaña, siempre con Gonzalo y Alfonso Pieres y Ernesto Trotz, con quienes se asociaba un talentoso joven de ocho goles de handicap, que aspiraba –y no tardaría en alcanzar– los diez ostentados por sus compañeros: el mexicano Carlitos Gracida, hermano de Guillermo (”Memo”), e hijo y sobrino de polistas de raza, referencias en su país.
Aquella temporada, Marcos no era el mejor jugador. Y sin embargo, se consagró como el mejor. Indios Chapaleufú se ubicaba sexto entre los ocho conjuntos del ranking de los handicaps del Campeonato Argentino Abierto; no obstante se coronó campeón. Y ese jugador se metió en los libros gracias a un extraordinario gol, merced al cual el equipo inscribió su nombre en la copa de mayor relevancia mundial al voltear al crédito de todos, a la “máquina de Lobos” que era La Espadaña, en una final electrizante, emotiva, trepidante, inolvidable. El gol, un golazo, ocurrió sobre la hora, en medio de la incertidumbre ocasionada por el empate y la proximidad del último campanazo. Y enalteció la victoria, agigantó la hazaña y la transformó en epopeya. Un gol genial, maradoniano... Similar, por el recorrido, la audacia, el talento, la determinación y la velocidad, al que seis meses atrás, en el contexto de otro mundial (el de fútbol) y en otra Catedral (el imponente estadio Azteca, de México), había logrado Maradona frente a los ingleses, en los cuartos de final.
El favorito y la sorpresa
La Espadaña era el mejor. Campeón en 1984 y 1985 (realización suspendida, esta última, y completada en mayo de 1986 a raíz de una infección equina que obligó a suspender la actividad), el cuarteto de camiseta mitad verde, mitad blanca, procuraba el tricampeonato, y apuntaba a Palermo todos los cañones. En el primer torneo, el que organizaban conjuntamente los clubes Los Indios y Tortugas, se había impuesto Coronel Suárez II (34 de valorización), integrado por Benjamín Araya (9), Juan Badiola (8), Horacio Araya (8) y Héctor “Juni” Crotto (9). En el segundo, el Abierto de Hurlingham, el título de campeón había quedado en manos de La Aguada (32), gracias las prestaciones de Héctor “Cacho” Merlos (8), Martín Zubía (8, padre de Juan Martín), Cristián Laprida (8, padre de “Magoo” e “Iñaki”) y Eduardo “Taio” Novillo Astrada (8).
En cuanto al último eslabón de la Triple Corona, las opiniones de los entendidos se volcaban mayoritariamente en favor de La Espadaña y, como alternativa, mencionaban a Indios Chapaleufú II, el subcampeón vigente, en el cual se enrolaban “Pepe” Heguy (8), Alberto Pedro Heguy (10), Daniel González (9) y Eduardo Heguy (9). Ambas organizaciones encabezaban las zonas.
Poco antes del torneo se desintegró Nueva Escocia (el equipo del Gordo Eduardo Moore) y, además, El Trébol decidió no participar. Por lo tanto se produjo una vacante que con gusto y expectativa ocupó La Loma, un cuarteto de 28 goles, debutante en la competencia, en el que se alistaron Tomás Fernández Llorente (7), José Lartirigoyen (7), Martín Tassara (7) y Jorge Tassara (7). Participó en el grupo A, en el que, tal como se preveía, La Espadaña desfiló triunfal y accedió sin despeinarse a la final. Goleó en sus tres presentaciones: 27-5 al propio La Loma, 20-12 a Coronel Suárez II y 19-8 a La Aguada.
En el B Indios Chapaleufú II cotejó con Coronel Suárez (Luis Lalor –8–, Gonzalo Tanoira –9–, Alfredo Harriott –10– y Celestino Garrós –8–), Santa Ana (Ricardo Fanelli –7–, Gastón Dorignac –8–, Sergio Boudou –7– y Francisco Dorignac –8–), y con los primos/sobrinos. Y fueron los primos y sobrinos quienes sacaron del camino al líder de la zona y alcanzaron la definición de Palermo. Indios Chapaleufú, el conjunto de Horacito, Gonzalo, Marcos y el Grandote Garrahan, le ganó por 13-11 a Suárez, con una exhibición del “Bombardero” –así bautizó LA NACION al Garrahan del poderoso drive–; venció por 17-5 a Santa Ana, haciendo gala de velocidad y contundencia, y derrotó 17-14 a Chapa II al reaccionar a tiempo en un partido de desarrollo difícil. Así pasó a la final del máximo campeonato del mundo. Todo un logro a esa altura de su camino polístico. Pero, a su vez, nada que conformara a los tres jóvenes hermanos, desfachatados, talentosos, bien montados y de personalidades fuertes, controvertidas. Sin filtros ni posturas políticamente correctas. Vencer a La Espadaña era muy difícil, pero no imposible.
Marsellesa sonó mejor que nunca
En el partido decisivo, en la cancha 1 de la Catedral, Indios Chapaleufú corrió de atrás a La Espadaña. Empezó bien, 2 a 0 al cabo del primer chukker, pero perdió el control del juego y llegó a estar 4-7 al concluir el cuarto. Se trataba de tiempos más románticos del polo, sin patrocinadores en las camisetas, con palenques accesibles al público, con after polo de animadas y prolongadas charlas entre amigos y con los propios jugadores haciendo de referís. Aquella tarde del sábado 13 de diciembre, Horacio Araya y Daniel González actuaron como jueces, y Cristián Laprida, como árbitro. El espectacular desenlace se dio ante mucho público, en el cual se encontraba Carlos Bilardo, que llegó a entregar un premio en el podio medio año después de tocar la gloria de México ’86.
La mano venía pareja en el cierre del encuentro. Palo y palo. Palermo reclamaba un campeón y La Espadaña e Indios Chapaleufú no se sacaban ventajas. El tiempo corría y se acercaba el tenso y dramático chukker suplementario. Parecía inexorable. Hasta que a falta de un minuto y algo, cuando ya caía la tarde, apareció Marsellesa, el mejor ejemplar del certamen. Y sobre la excepcional yegua, Marcos Heguy. El héroe de la jornada.
El joven delantero, que no estaba muy convencido de jugar de 1 (”prefería hacerlo de 2″, reveló Horacito en los días posteriores), encontró la bocha alrededor de las cuarenta yardas propias al volver hacia su arco, el del tablero. O sea, plena defensa. La bocha le quedó justa como para sacar un backhander hacia las tablas de Dorrego, tal cual aconsejarían los manuales, máxime porque lo perseguía un adversario, Gracida. Marcos, tomando un riesgo con confianza y audacia, desistió de la clásica maniobra para aventar el peligro y opta por jugársela. Dibujó una larga redondilla y salió hacia la derecha, dominando la bocha con toques cortos.Los primeros movimientos de Marsellesa fueron en una baldosa: frenó, volcó, giró, se acomodó y arrancó. En esas maniobras, hombre y equino, juntos, indisolubles, desairaron a su marcador, Gra
cida, y ya de frente a los mimbres de Libertador iniciaron la corrida en dirección a la gloria. La mitad de la cancha y otro rival, Alfonso Pieres, quedaron atrás. Marsellesa volaba y Marcos bebía el viento a galope tendido. No había dios alado que les diera alcance. Uno, dos, tres golpes cortos y el último defensor, el gran Ernesto Trotz, desapareció a su espalda. El approach y el toque final a diez yardas del arco concluyeron la obra de arte de Marcos Heguy y Marsellesa. Gol. Triunfo. Delirio. Campeonato. La Catedral explotaba.
El juego seguía porque aún restaban unos segundos. Pero la suerte estaba echada. El infernal griterío anticipaba los festejos. En la cancha no se escuchaba nada, ni las voces de los jugadores ni el silbato de los referís, ni la campana. Fin del partido. El ambiente confundía y los jinetes de la conquista tardaron en darse cuenta. Marcos, Horacito, Gonzalo y Alex eran campeones impensados pero legítimos, imprevistos pero merecidos, inesperados pero gallardos. Acababan de superar por esa genialidad de Marcos y esa corrida antológica de Marsellesa a un gran equipo, el mejor de todos. “De diez partidos, es probable que La Espadaña nos gane ocho o nueve”, se sinceró Marcos horas más tarde.
No habrá ninguna igual
Hace un tiempo, Horacito Heguy contó la historia de Marsellesa. “Era de un tío mío, Lucho Heguy, un fanático de los caballos. Apareció una yegua que empezó a jugar con un hijo de él, Luis María. La doma fue muy a lo gaucho por parte de un paisano Fernández, del que nadie sabía si domaba bien o mal, pero domaba. La yegua tenía tres años y me acuerdo de que fuimos a jugar un torneo a Ameghino, cerca de La Pampa. Luis María tenía cuatro yeguas para todo el torneo. «¿Qué vas a hacer para jugar el torneo?», le dijimos. «Bueno, tengo esta yegua chiquita que me va a servir», respondió. Llegamos a la final y en ese partido la jugó dos chukkers enteros y fuimos a suplementario. «¿Y ahora en qué vas a jugar?». Nos miró confiado y nos respondió: «En ésta». «Pero Luis, vas a matarla. Te damos otra». Y su contestación fue: «No. Me quedo con ésta». Aquella vez, Marsellesa sobrevivió a algo increíble”, narró el mellizo.
Que también rememoró el gol de la final del ’86. “Marsellesa hizo ese gol y después yo se la compré a mi tío Lucho. Bajé a Marcos y la jugué yo, nueve o diez temporadas. Muchas temporadas... A mí me hizo ganar seis abiertos. Parecía que iba a jugar contra otras yeguas así, y con el tiempo fui valorándola, porque nunca más me subí a una ni siquiera parecida”, relató, tan gráfico como siempre.
También Marcos, el protagonista estelar del golazo, habló de la yegua crack. “Marsellesa hizo todo a una velocidad tal que, si no hubiera sido Marsellesa, se habría malogrado. El domador, cavernícola; el que la jugaba, un demente... Fueron todas contras, absolutamente todas contras”, sonrió el talentoso que nació delantero y terminó back del popular cuarteto de hermanos. Tal fue la calidad de esa petisa que brotaron elogios superlativos del tercero de los Heguy hijos de Horacio Antonio. “Yeguas que fueron muy buenas podés encontrar poquitas para compararlas con Marsellesa. Le sumás la cantidad de minutos que daba por partido y las deja a todas por el piso. El año en que yo la jugué, la repetí el primer día del Abierto de Los Indios-Tortugas. Esa vez jugó dos chukkers. Y después terminó jugando la semifinal y la final, tres chukkers enteros cada día... No creo que vuelva a pasar. Ese gol que hice... No hay forma de que no pase arriba de una yegua así. Que en el minuto 21 y algo que llevaba jugando estuviera fresca, entera... Dobló, paró, se acomodó... Los otros caballos fueron desapareciendo de al lado de ella. Arriba de Marsellesa parecía que no podía pararte nadie. Te daba la sensación de que eras Patoruzú. Fue la mejor yegua con que jugué y es probable que haya sido la mejor yegua que pasó por Palermo”, halagó.
Luego de aquel partido, Marcos comentó que no había mirado el reloj al tomar contacto con la bocha: “No sabía cuánto faltaba... Arranqué, seguí, seguí... Pasé al último y me fui rumbo al arco. Es todo lo que recuerdo”. Tal vez, en el momento Marcos no fuera plenamente consciente de la obra realizada. Más allá de su magnitud estética, la apilada sirvió para lograr el éxito soñado por cada chico que arde en deseos de jugar al polo, de estar en ese torneo y en esa cancha, de levantar la copa que levantaron Marcos y sus hermanos. El mundo venía de apreciar una secuencia similar en el fútbol, y en el polo se comparó la habilidad, la velocidad, la determinación y la osadía de otro fenómeno. Un crack que había llevado al ras del suelo un balón atado al pie izquierdo ahora se replicaba en un chico que a caballo conducía una bocha con un taco en la mano derecha.
Diego Maradona la inventó y Marcos Heguy, sin proponérselo, siquiera sin darse cuenta, la replicó. Tomó la bocha; lo marcaban dos. La tocó. Giró y arrancó por la derecha el joven que pintaba para genio del polo mundial. Y dejó el tendal. Un genio. Siempre Marcos… Gol. Golazo de Marcos Heguy. Una corrida memorable. La jugada de todos los tiempos... ¿De qué planeta habrá venido para que San Miguel e Intendente Alvear fuesen un puño apretado gritando por Indios Chapaleufú? Indios Chapaleufú 13, La Espadaña 12. Marcos... Marcos Heguy.