A 30 años de la desaparición de Miguel Bru, habla quien fue su novia: “Deseo que Rosa, su madre, lo pueda enterrar”
El 17 de agosto de 1993, el estudiante de periodismo fue asesinado por un grupo de policías en La Plata. Carolina Villanueva salía con él, y su vida se trastocó para siempre con aquella tragedia: la caída en las drogas y la recuperación. Cómo se conocieron y su recuerdo de “Miga”: “Era rebelde, medio anarquista y respetuoso”. Hoy pide, una vez más, que el cuerpo sea hallado
Carolina Villanueva atravesó el ojo de la tormenta. En agosto de 1993 era novia del estudiante de periodismo Miguel Bru cuando un grupo de efectivos de la policía bonaerense lo secuestró y torturó hasta darle muerte para después ocultar su cuerpo en busca de impunidad.
Los primeros tiempos después del crimen Villanueva desempeñó un rol estratégico en la lucha de familiares y amigos en busca de esclarecer lo ocurrido hasta que, sumida en una fuerte depresión, cayó en el consumo abusivo de drogas y la pasó mal. Muy mal. Terminó internada y sólo a través de un tratamiento que le demandó tres años y un gran esfuerzo logró recuperarse. No fue nada fácil pero pudo salir a flote.
Aunque nunca ejerció formalmente, se recibió de maestra y hoy colabora en un comedor donde ofrece apoyo escolar a niños y adultos en el barrio Juramento, donde vive, cerca del puerto de Mar del Plata.
De vez en cuando cose para afuera como lo hacía su madre, Rosa, militante de la izquierda chilena que tuvo que exiliarse en Argentina tras el golpe de Estado que en su país terminó con la vida de Salvador Allende. No tuvo hijos propios pero ha criado cuatro niñas, hijas de su pareja, Rafael Alejandro Arriola, que le han dado ocho nietos por los que se desvive. “Soy abuela full time”, dice y ríe.
Carolina hoy tiene 53 años y aún la invaden los recuerdos del infierno vivido. A veces se da vuelta cuando por la calle se cruza con un chico parecido a Miguel. “No puedo evitarlo, es algo que está dentro mío y creo que va a estar por siempre. Me costó mucho pero creo que de algún modo aprendí a vivir con ese dolor”, sostiene.
El 17 de agosto de 1993 Miguel Bru fue detenido ilegalmente y llevado a la comisaría Novena de La Plata. Allí fue torturado durante varias horas por un grupo de policías que lo castigó hasta darle muerte. Luego su cuerpo fue ocultado y hasta hoy no pudo ser hallado pese a que ya se hicieron más de cuarenta rastrillajes. Por el caso fueron condenados cuatro policías. Dos de ellos; el inspector Walter Abrigo y el sargento Justo López, recibieron sentencia a reclusión perpetua como autores materiales del asesinato y otros dos: el titular de la seccional, comisario Juan Domingo Ojeda, y el cabo primero Ramón Cerecetto -éste último fue quien borró el nombre de la víctima del libro de guardias y puso encima otro- fueron condenados por encubrimiento. También resultó apartado del caso y luego destituido el primer juez que actuó en el caso, Amilcar Vara quien resultó destituido e inhabilitado de por vida por ser hallado cómplice de las maniobras de encubrimiento en este y en otros 26 casos en los que había policías involucrados en delitos.
Aquel día Miguel y Carolina habían planeado reencontrarse. Ella viajó desde Mar del Plata para verlo pero cuando llegó a la terminal de ómnibus nadie la esperaba. Fue directo a lo de Miguel, que vivía junto a un grupo de jóvenes en una casa abandonada, ubicada en 69 entre 1 y 115, a metros del Policlínico San Martín, en el corazón del barrio El Mondongo. Una vez allí se encontró con uno de los moradores del lugar, Carlos Vázquez, a quien todos llamaban “Chino”, que unos amigos que se habían ausentado por un viaje le habían pedido a Miguel que les cuidara la casa que quedaba en el barrio Los Naranjos, a la vera del arroyo Zapata, en el partido de Magdalena, a unos 23 kilómetros de La Plata.
Carolina recuerda como si fuera hoy que convenció al Chino para que la acompañara y que cuando llegaron -ya era el anochecer- la casa estaba a oscuras con la puerta trasera entreabierta y había cenizas de un fuego reciente y una olla volcada con restos de guiso. Pensaron que Miguel había salido y volvería en cualquier momento pero las horas pasaron y nunca apareció. Lo buscaron sin resultado por toda la zona aledaña a la casa, cercana al balneario Punta Blanca. A medida que pasaban las horas crecía el misterio alrededor de la ausencia de Miguel.
Pasaron treinta años y a Carolina Villanueva no se le borra el rostro desencajado del sargento Justo López cuando junto al grupo del Servicio de Calle de la Comisaría 9na de La Plata ingresó violentamente a la casa en la que Miguel vivía junto a sus amigos. Según arguyeron los policías en ese momento varios vecinos se habían quejado por ruidos molestos emanados de la casa donde solían hacerse fiestas y ensayaba la banda de punk-rock Chempes 69, de la que Miguel era vocalista. “Recuerdo la expresión de su mirada, era pura maldad, estaba como endiablado”, asegura. Durante aquel allanamiento sin orden judicial Miguel no estaba en la casa. Cuando volvió Carolina le contó lo ocurrido. Miguel se enfureció y decidió hacer una denuncia ante un fiscal. Los días que siguieron comenzó un hostigamiento persistente de parte de los uniformados, que incluyó seguimientos e intimidaciones y un nuevo y violento allanamiento. Carolina recuerda que, “varias veces nos interceptaron en la calle para amenazar a Miguel. Si bien había una presión constante sobre todos los que vivían en la casa, tras la denuncia por el procedimiento ilegal los policías se enfocaron en él. Creo que no éramos del todo conscientes del real peligro que nos rondaba”.
La lucha por justicia
Cuando Miguel desapareció y pese a contar con esos antecedentes, el juez Vara rechazaba la hipótesis de una participación policial. La familia y sus amigos comenzaron a organizarse y a reclamar.
En los primeros tiempos, Carolina Villanueva se convirtió en el bastón en el que la mamá de Miguel, Rosa Schoenfeld, se apoyó para salir a reclamar Justicia. Iban juntas a todos lados. “Vivía pegada a Rosa, la acompañaba a todos lados. Iba con ella a tribunales, a un rastrillaje, a una entrevista en la tele o a ver a algún funcionario”, recuerda; y destaca la valentía y entrega del grupo de compañeros y amigos que desde la Escuela de Periodismo comenzó a trabajar por el esclarecimiento del caso.
En la provincia de Buenos Aires gobernaba Eduardo Duhalde. El abogado Eduardo Pettigiani, ex militante del grupo ultraderechista Tacuara (luego ministro de la Suprema Corte de Justicia provincial), estaba por entonces al mando de la Secretaría de Seguridad y era el responsable político directo de la que para Duhalde era la “mejor policía del mundo”. Carolina estuvo presente cuando la madre de Bru fue recibida en el despacho de la Jefatura de la policía bonaerense por el entonces jefe de la fuerza, comisario general Pedro Anastacio Klodczyk. Cuando la mujer le suplicó que investigara seriamente la participación de los policías en el caso de su hijo. El comisario le contestó sin rodeos: “Con todo respeto, señora, yo confío en mis muchachos y los voy a defender hasta que haya algo concreto que los incrimine”. Rosa reaccionó airadamente. A Villanueva le quedó grabada aquella secuencia de la pequeña mujer poniéndose de pie y sacudiendo el dedo índice delante de la cara de Klodczyk, que permaneció inmutable tras su amplio escritorio rodeado por media docena de oficiales: “Para mí aquella imagen fue una metáfora perfecta de la desproporción de la pelea en la que nos habíamos embarcado”, evoca. Y confiesa que aquel día la embargó la horrenda sensación de que Miga, como ella lo llamaba, no volvería.
En perspectiva, el caso Bru fue el primer atisbo de que aquel eslogan era solo un espejismo. Desde entonces se sucedió una serie de casos que mostraron la otra cara de la fuerza de seguridad más numerosa del país: La brutalidad, las amenazas, los crímenes, el submundo en el que efectivos de la institución conviven con el delito, los códigos mafiosos, la falta de profesionalismo. Un derrotero que culminó con la participación de policías en el asesinato en Pinamar del fotógrafo José Luis Cabezas. Semejante cadena de eventos sumió al área más sensible del gobierno de Duhalde en una crisis sin precedentes. De mejor policía del mundo, la bonaerense pasó a ser apodada por la prensa como la “Maldita policía”.
“Al principio Rosa lloraba y yo le decía: ‘no llores delante de ellos porque tenes que mostrarte fuerte para dar esta pelea’. Yo no lloraba ni dormía, en realidad no había caído del todo”, cuenta Carolina en su casa marplatense junto a una mesa llena de plantas suculentas que son su debilidad. “En ese momento mi mamá tenía mucho miedo de que también a mí me pasara algo e insistía con que me volviera con ella a Mar del Plata. Yo no llegaba a captar el riesgo a que estaba expuesta, a mi no me importaba nada, solo quería que apareciera Miguel y entonces nos peleábamos mucho”, se lamenta.
Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba sin que hubiera avances en la causa, Carolina empezó a derrumbarse. “Entre en una depresión que se fue pronunciando hasta que mi mamá me trajo a Mar del Plata. Caí mal en el consumo de drogas. No quería seguir viviendo y, de hecho, más de una vez intenté suicidarme”, dice, estremecida.
La rehabilitación en el programa municipal “Por amor a la vida” fue lenta y con altibajos pero, poco a poco, Carolina empezó a mostrar signos de recuperación. En aquel tratamiento afloró su difícil pasado en el país trasandino marcado por la ausencia de la figura paterna y varias pérdidas familiares pero, sin duda, lo más duro de abordar fue todo lo ocurrido con Miguel.
“Me dio mucha fuerza una tía que me cuidaba mucho y me dijo: ‘no quiero que te mueras te amo mucho’.”
Noviazgo sui generis
Carolina Soledad Villanueva Garrido nació en Chile el 8 de marzo de 1970. A los tres años recaló con su madre en Mar del Plata escapando del golpe de Estado del otro lado de la cordillera. En la Ciudad Feliz atravesó la infancia y parte de la adolescencia marcada por la ausencia de la figura paterna. A principios de 1990 se mudó a La Plata para estudiar periodismo en la Universidad Nacional de La Plata. Cursaba algunas materias con Enrique Núñez, uno de los amigos que vivía con Miguel en una casa de 69. Ella se acomodó en un departamento con Antonia Portaneri, también compañera de la Universidad.
Un día Carolina estaba en el pasillo de la Escuela de Periodismo cuando apareció un chico con dos perros, traía pantalones rotos y una remera de los Rolling Stones. “Me gustó desde la primera vez que lo vi. Recuerdo que me llamó la atención que anduviera con los perros porque yo también soy perrera”, rememora. “Miguel era una persona que se indignaba ante cualquier forma de injusticia. No sólo las injusticias de las instituciones de seguridad, como la policía. Era rebelde, medio anarquista, pero respetuoso, si lo avasallaban o lo trataban con algún tipo de abuso reaccionaba.”
Una noche, en una peña estudiantil Carolina le apostó a Quique una cerveza que aquella noche terminaría enredada con Miguel. Desde entonces empezaron a salir. “Éramos muy jóvenes. Yo nunca me había enamorado y fui la primera chica que él llevó a la casa de sus padres. Me acuerdo que Néstor (el papá) lo gastaba mucho. Ese día llevé una cámara y filmamos unas imágenes que hoy pueden verse en un documental y en algunos sitios de internet.” La relación creció a fuego lento y cuando parecía que se afianzaba, en 1992, Carolina abandonó sus estudios y se volvió a Mar del Plata. Miguel también había dejado de ir a la universidad. “Estaba muy enganchado con la banda y había empezado a escribir letras que eran muy creativas, muy delirantes. Le encantaba toda esa movida, pero frente al público tenía vergüenza, en los shows siempre empezaba cantando de espaldas”, cuenta Carolina. De todas formas, el vínculo entre ambos prosiguió a pesar de la distancia.
“El nuestro era un noviazgo muy sui generis porque Miguel era un anarco, un free, y eso implicaba todos los aspectos de su vida”, afirma Villanueva. “La vida con Miga era intensa, me acuerdo que un día me invitó a un recital de Divididos y cuando llegamos me dijo que la idea era colarse por los techos”, cuenta. A Miguel le gustaba andar en la calle y ahí había aprendido a arreglárselas. Tenía amigos por todos lados. En una oportunidad, invitó a Carolina a pasar unos días en la Capital Federal sin un peso en los bolsillos. Iba a algún negocio y se ofrecía a limpiar los vidrios para poder comprar algo de comer.
En las vacaciones del fatídico invierno de 1993 Miguel Bru había viajado a Mar del Plata para ver a Carolina. Estuvieron juntos varios días hasta que se despidieron con la promesa de volverse a ver el mes siguiente en La Plata. “Nos abrazamos y subió al colectivo. Estaba sonriente; llevaba puesto un poncho porque hacía mucho frío… en ese momento pensaba que en unos días volveríamos a estar juntos pero, en realidad, esa fue la última vez que lo vi”, evoca.
Hoy Carolina lleva una vida tranquila junto a su compañero, con quien se casó hace ya 15 años. Se conocieron en el barrio cuando él acababa de separarse de una mujer con la que había tenido cuatro hijas. Apenas habían empezado a estar juntos cuando Rafael tuvo que asumir la custodia de las nenas que eran muy pequeñas. En su sencilla casa del barrio Juramento, cerca del puerto marplatense, cuida a sus nietas y a sus plantas y, cada tanto, da clases de apoyo en el comedor del barrio. Según su mirada las cosas no han cambiado mucho en lo que hace a los abusos policiales que dan origen a casos como el de Miguel Bru. “Si bien hay mas organizaciones ciudadanas, el sistema policial y judicial no veo que haya cambiado prácticamente en nada. Sigue habiendo muchos hechos que ni se conocen. Dentro de la desgracia en este caso lo acompañó la fortuna de que Miguel tenía muchos amigos que estudiaban periodismo”.
Pese al tiempo transcurrido las imágenes de lo vivido la siguen rondando. “Mucho tiempo intenté evitar hablar de eso pero no puedo, siempre hay algo que me devuelve a aquel momento. Tuve que aceptar que voy a vivir toda mi vida con eso”. En la terapia Carolina aprendió a procesar lo ocurrido pero le queda una pena que no la suelta: “desearía que Rosa pudiera enterrar a su hijo. Lo digo por ella pero por mí también. No entiendo por qué la siguen torturando con el silencio”, se enoja.
A Carolina le gusta recordar a Miguel con sus perros o alentando a Boca, el club de sus amores. “Siempre me acuerdo de su alma solidaria y corazón enorme. Muchas veces llevaba a la casa gente que encontraba durmiendo en la calle. Un día que andábamos por Retiro y hacía un frío tremendo y Miguel se acercó a un tipo que estaba tiritando en la vereda, se sacó la campera y se la dejó. Era un ser humano muy particular, muy bueno. Nunca volví a conocer a alguien así”.