Era lunes. Y era verano. La ciudad despertaba con lentitud, entre los clamores de una guerra que atronaba lejana. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, la ciudad japonesa de Hiroshima, fundada en 1580, que había crecido sobre la costa del mar interior Seto y sobre el delta del río Ota entre las disputas de señores feudales que guerreaban sin piedad, que había sobrevivido a esas vanas pasiones humanas para convertirse, a lo largo de cuatro siglos, en un complejo industrial de importancia en el suministro de material de guerra y era sede, además, del Segundo Ejército japonés; la ciudad a la que la guerra parecía quedarle lejos y que estaba orgullosa de su delta, siete brazos de río que dividían a la ciudad en seis islas y asemejaban una gran mano abierta y extendida, despertaba a un nuevo día.
Las tropas del Segundo Ejército hacían ejercicios de rutina en un gran campo vecino a sus cuarteles, los chicos entraban en los colegios, los mayores a sus trabajos. De pronto, todo ese mundo dejó de existir. A seiscientos metros de altura bajo el cielo claro de verano, estalló la primera bomba atómica, arrojada por el bombardero “Enola Gay”, un B-29 del Grupo Mixto 509, 313 Brigada Aérea de la Agrupación Táctica de Bombardeo del XX Cuerpo Aéreo de Estados Unidos.
En un segundo, Hiroshima había muerto y el mundo había entrado en la era atómica. En la zona cero del estallido la temperatura alcanzó un millón de grados centígrados, ochenta mil personas murieron en el acto: entre el treinta y el cuarenta por ciento de los habitantes. Muchas de ellas se evaporaron, se disolvieron como una gota de agua sobre el metal ardiendo. Algunas dejaron su halo de vida impreso en la pared en la que se apoyaban, o en el banco de piedra en el que estaban sentadas, como el siniestro negativo de una fotografía.
La explosión atómica creó, entre muchos otros, un efecto extraño: incendió el aire, creó una bola de fuego de doscientos cincuenta y seis metros de diámetro que, en el primer segundo que siguió al estallido, ya había recorrido doscientos setenta y cuatro metros cuadrados. El aire hecho fuego dio origen a miles de incendios espontáneos que también arrasaron la ciudad y sus alrededores hasta más de once kilómetros a la redonda. Además de los muertos, otras treinta y cinco mil personas quedaron heridas, con espantosas quemaduras, muchas murieron días después; para fin de año, otros sesenta mil habitantes de Hiroshima habían muerto por sus lacerantes heridas, o por envenenamiento radiactivo.
De los noventa mil edificios de Hiroshima, la bomba dejó en pie sólo a veintiocho mil, muchos de ellos dañados porque el estallido, que se escuchó a sesenta kilómetros, rompió vidrios y cristales, agrietó cimientos y demolió estructuras en dieciséis kilómetros a la redonda. En total, el sesenta y nueve por ciento de los edificios de Hiroshima fue destruido o dañado. Los análisis posteriores, fríos y distantes, dijeron que a trescientos sesenta metros del punto cero, había quedado destruida toda forma de vida; a cuatro kilómetros y medio a la redonda, la mitad de quienes habían sobrevivido a la explosión murieron luego por la radiación; a once kilómetros a la redonda, decenas de miles de personas sufrieron quemaduras de tercer grado a causa de la radiación térmica; a ocho kilómetros setecientos metros alrededor del punto cero los edificios habían caído o estaban severamente dañados. El aire hervía, los sobrevivientes buscaron refugio en las aguas del río, que también hervían. Media hora después del estallido cayó sobre la ciudad una extraña lluvia negra, cargada de suciedad, polvo, hollín y partículas radiactivas, que provocó una contaminación mayor y en zonas más alejadas.
Lo que no se disolvió o se desintegró, se derrumbó; lo que no se derrumbó, quedó devastado; lo que no fue devastado quedó en ruinas y donde había habido vida ahora no había nada. En medio de la devastación, yacía otro drama: de los doscientos médicos registrados en Hiroshima, habían sobrevivido sólo veinte. Y de las mil setecientas ochenta enfermeras que podrían haber ayudado a las decenas de miles de heridos, sólo restaban ciento cincuenta. Tampoco podían hacer demasiado: la mayor parte de los hospitales, clínicas y centros médicos, con todos sus equipamientos, estaban destruidos. Como un irónico símbolo de su poder desconocido y hora liberado, la bomba se dirigía a estallar sobre el puente, Aioi cincuenta y cinco segundos después de dejar la panza del “Enola Gay”. Pero los vientos laterales la desviaron casi doscientos cuarenta y cuatro metros y estalló sobre la Clínica Quirúrgica Shima. En la ciudad destruida no quedaba un solo sitio en pie en el que fuese posible socorrer a los heridos.
Además, era casi imposible velar por los sobrevivientes: médicos y enfermeras no tenían idea de los efectos que provocaba la radiación, tampoco sabían qué era la radiación, ni cómo tratar a las personas que acudían a ellos con espantosas quemaduras; no conocían la importancia de la calidad y la cantidad de radiación recibida por cada ser humano, ni cuáles serían sus efectos tardíos. Aquel espanto era nuevo. Dos días después, los desolados locutores de Radio Tokio informaban sobre Hiroshima: “Prácticamente todas las cosas vivas, humanas y animales, se quemaron hasta la muerte”.
Diez mil metros por sobre el nivel del horror, el “Enola Gay” que había lanzado la bomba intentaba escapar del horror. Su comandante, el capitán Paul Tibbets, que había cumplido treinta años en febrero, también había recibido instrucciones precisas, claras e ineludibles: ni bien soltada su carga, debía girar de manera brusca hacia la izquierda para alejarse de inmediato de la zona del estallido. Tibbets y sus hombres sabían que iban a lanzar una bomba poderosa, “un arma especial”, les dijeron, pero no sabían nada más que eso.
Algo parecido les habían revelado al incorporarse como voluntarios al Grupo Mixto 509 del XX Cuerpo Aéreo, en Wendover, Utah. Eran setenta y cinco pilotos elegidos por sus habilidades y sus conocimientos técnicos, por su experiencia en combate y, también, por su sangre fría. Cuando quisieron saber para qué los habían convocado, recibieron como toda respuesta: “Se les va a encomendar algo distinto”. Ni falta hacía que se los dijeran. Creyeron descubrirlo, o lo intuyeron, por las maniobras de entrenamiento que les ordenaron llevar adelante: simulación de ataques aéreos a gran altura, giros bruscos y trepadas veloces en la atmósfera. Los B-29 del Grupo Mixto, llamados “súper fortalezas volantes”, no estaban equipados en sus prácticas con un poderoso arsenal de bombas: todos cargaban como único artefacto de forma rara, un cacharro pesado y armado con explosivos comunes. Ignoraban qué era aquello: era una copia fiel de la bomba atómica que se terminaba de construir en Los Álamos, a miles de kilómetros de Utah. Otra cosa que sí habían deducido los pilotos era que, lo que fuere que se iban a lanzar, sería contra Japón: la guerra en Europa había terminado a inicios de mayo de ese año.
El grupo fue destinado a la isla de Tinian, en las Islas Marianas del Norte: desde allí, Tokio entraba en el radio de acción de los B-29. Pero los pilotos del Grupo Mixto siguieron con sus extraños vuelos de entrenamiento, alejados del combate: despegaban para hacer maniobras y ponían rumbo a Japón, pero regresaban horas después, sin haber disparado un solo tiro, ni descargado una sola bomba. Les habían pedido, eso sí, que usaran en vuelo unas antiparras protectoras, como las que usan los soldadores, y les habían recomendado que, cuando les tocara hacerlo, nunca miraran al blanco una vez descargada la misteriosa bomba.
Era misteriosa de verdad. Cuando llegó a Tinian, lista para ser disparada, los pilotos vieron un artefacto de color negro, con forma de ballena muy bien torneada. Algo así como la muerte, pero con un toque de distinción. Medía setenta centímetros de diámetro y tres metros de largo. Pesaba cuatro mil ochenta y dos kilos, la mayor parte, puro lastre. Tenía dos núcleos de uranio, U-235: uno pesaba ocho kilos y el otro dos. El de dos kilos iba a hacer las veces de detonador del otro núcleo. Pero había que blindarlos para evitar un estallido anticipado por causa de algunos neutrones acelerados y caprichosos. Eso era jugar con fuego. Si sucedía, el Grupo 509 iba a volar por los aires. Y la isla de Tinian también.
En Nuevo México, Robert Oppenheimer, el científico a cargo del “Proyecto Manhattan”, que así se llamó en secreto el desarrollo de la bomba atómica, dueño hoy de una tardía fama gracias al film de Christopher Nolan, había buscado una sustancia resistente a los neutrones, un material de alta densidad para fabricar lo que llamaban “la envoltura”, el blindaje entre los dos núcleos de uranio. El oro pudo ser uno de esos metales y Oppenheimer consideró con seriedad la posibilidad de colocar una “envoltura” de ese metal para evitar infortunios. Dieron con otra aleación que daba iguales resultados aunque la verdad era que nada estaba seguro. Revistieron los dos hemisferios de U-235 para evitar choques ingratos y rellenaron el exterior, capa tras capa, con cascos de metralla. Por fin, la bomba, llamada “Little Boy”, que tenía poco de “little y nada de “boy”, quedó encajada en el compartimento de bombas de un B-29. Así viajó a Japón y a Tinian.
La bomba era el resultado de una prueba exitosa hecha en el desierto de Nuevo México, cerca de Alamogordo el 16 de julio de ese año por el equipo de Oppenheimer. La prueba, conocida como “Trinity”, consistió en fusionar dos núcleos de uranio instalados en una torre de hierro, que se disolvió con el estallido. La leyenda dice que Oppenheimer dijo ante el la impresionante explosión: “It work” (Funciona). Pero el telegrama con el que le comunicaron ese éxito al presidente Harry Truman decía otra cosa: “El niño ha nacido bien”. Truman estaba en Potsdam, Alemania, en julio de 1945. Conversaba con sus pares Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña y con José Stalin, mandamás de la Unión Soviética, sobre qué hacer con la derrotada Alemania y, sobre todo, qué hacer con Japón que se negaba a aceptar una rendición incondicional.
En esos días, en Potsdam, se dio un paso de comedia entre los “Tres grandes”, como les llamaron a los entonces líderes de las tres potencias. Truman, que sabía que la atómica había sido probada con éxito, y Churchill que también lo sabía porque se lo había dicho en privado el secretario de Defensa de Estados Unidos, Henry Stimson, trataron de enterarlo a Stalin sin decirle toda la verdad. Y sin saber que Stalin ya lo sabía todo. Una historia para recrear por los expertos.
Por fin, el 2 de agosto, en el crucero de guerra “Augusta”, que lo llevaba de regreso a Estados Unidos, Truman ordenó usar la bomba atómica contra Japón. El domingo 5 de agosto, “Little Boy” ya estaba instalada en el compartimento del “Enola Gay”, que se llamaba así porque ése era el nombre de la mamá de Tibbets. La bomba no estaba montada. Recién entonces la tripulación supo que, por fin, tenía una misión: iban a dejar caer ese artefacto en uno de los cinco o seis blancos designados para el ataque, del que Hiroshima era el principal objetivo. Siguieron sin saber con exactitud cuáles eran los alcances del explosivo que iban a lanzar. El que explicó qué era en verdad aquel trasto con forma de ballena fue el general Thomas Farrell, segundo del general Leslie Groves, director militar del “Proyecto Manhattan” que encabezaba Oppenheimer en Nuevo México. Le reveló el secreto a una sola persona, el capitán William Parsons, experto en armamento de la armada americana y lo hizo, casi de manera irremediable, cuando le sugirió a Parsons que aconsejara a los pilotos del “Enola Gay” que hicieran una brusca maniobra evasiva para no quedar expuestos a la onda expansiva de la bomba. También le anticipó que se iba a producir una gran nube de humo denso con forma de hongo.
Parsons entonces tuvo sólo una duda, un pequeño interrogante para el que no había respuesta, al menos una respuesta lógica. ¿Qué sucedía si, con la bomba montada y los dos núcleos de uranio ya sin “envoltura”, el B29 se estrellaba al despegar? Farrell fue claro y sincero: “Volamos todos -dijo-. Hay que rezar para que eso no pase”. Entonces Parsons propuso trepar él mismo al “Enola Gay” en su viaje a territorio japonés y armar la bomba en vuelo. Farrell quiso saber si Parsons había ensamblado alguna vez algo semejante. “Nunca -respondió el marino- pero tengo toda la tarde para aprender”.
A la una cuarenta y cinco de la mañana del 6 de agosto, dos B-29 despegaron de la base de North Field, en Tinian, para un vuelo de casi seis horas hacia Japón. Eran, el “The Great Artiste” (El gran artista) y el “Necessary Evil” (Demonio necesario), nombre bien alegórico si los había. Tenían como misión estudiar la meteorología de las zonas pasibles de ser blanco de la todavía misteriosa bomba y, el “Necessary Evil”, tomar las fotos de la misión. Una hora después despegó una segunda terna de súper fortalezas volantes, encargada de abrir camino al “Enola Gay”. Recién después despegó el “Enola Gay”. Dos aviones escolta se le unirían en la vertical de la isla de Iwo Jima, a las cinco cincuenta y dos, que fue cuando Parsons armó la bomba en pleno vuelo. El copiloto del avión de Tibbetts, capitán Robert Lewis, escribió en su bitácora, con letra nerviosa y de difícil lectura: “El capitán Parsons está terminando de armar la bomba. Ahora vamos cargados. La bomba está dispuesta. Es una sensación bastante extraña eso de saber que la tenés justo a tu espalda. Hemos puesto el automático. Volamos a la altura adecuada. Muchachos, eso está al caer”.
A seis mil quinientos metros de altura sobre Hiroshima, Tibbets soltó a “Little Boy” y, como le habían ordenado, hizo que su B-29 plateado girara de modo brusco hacia la izquierda para alejarse lo más posible y lo más rápido de la onda expansiva que iba a desatar aquel trasto misterioso. Cuando estalló la bomba, un minuto después, el “Enola Gay” estaba a veinticinco kilómetros del epicentro y alejándose, y a unos seis mil metros de altura, pero igual fue sacudido, estremecido por el efecto del estallido. Tras sus gafas protectoras, lo primero que vieron sus tripulantes, que sí giraron la vista hacia el blanco, fue un puntito de fuego rojo púrpura que en milésimas de segundos se expandió y formó una bola de fuego de colores cárdenos y de ochocientos metros de ancho. El fuego ascendió en grandes anillos de humo gris hasta llegar a los tres mil metros de masa hirviente que tomó la forma de un hongo.
El copiloto Lewis dijo: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?”. No podían ni imaginarlo. El sargento George Caron, desde su puesto de artillero de cola del “Enola Gay”, describió así lo que vio: “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... catorce, quince... es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de líquido viscoso y burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo. Todo cuanto veo ahora de la ciudad es el muelle principal y lo que parece ser un campo de aviación”.
Dieciséis horas después del ataque, el presidente Truman anunció desde Washington que Estados Unidos había usado una bomba atómica. Truman era un hombre un poco tosco, que, por dar un ejemplo, había puesto verde a insultos a un periodista porque había dicho que su hija, la de Truman, cantaba mal. No era un experto en diplomacia y había heredado la Casa Blanca y el final de la guerra tras la sorpresiva muerte de Franklin D. Roosevelt en abril de ese año, y estaba un poco harto de la intransigencia suicida de Japón y del accionar de Stalin en la Europa del Este, sobre la que el ruso hacía flamear sus aires de conquistador.
Con su impronta tan particular, Truman se dirigió a los estadounidenses para decirles: “Hace dieciséis horas un avión americano arrojó una bomba sobre Hiroshima. Consiste en el aprovechamiento de las fuerzas elementales del Universo. La fuerza de la que el Sol deriva su energía ha sido liberada contra aquellos que provocaron la guerra en el Lejano Oriente. (...) Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento de destrucción, a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas. Estamos produciendo éstas e incluso están en desarrollo otras más potentes. (…) Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad. Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y sus comunicaciones. No nos engañemos, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra (…) El 26 de julio elaboramos en Potsdam un ultimátum para evitar la destrucción total del pueblo japonés. Sus dirigentes rechazaron el ultimátum inmediatamente. Si no aceptan nuestras condiciones, pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra”.
Tres días después, Estados Unidos hizo estallar otra bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki que provocó un desastre similar al de Hiroshima. Las especulaciones políticas sostienen, acaso con aguda certeza, que la segunda bomba contra Japón fue también un mensaje nada críptico sobre el poderío nuclear americano dirigido a Stalin y a la URSS. Por fin, Japón aceptó la rendición incondicional el 15 de agosto y la firmó el 2 de septiembre. La Guerra en el Pacífico, la última llama de la Segunda Guerra Mundial, se había apagado para siempre.
En medio de la destrucción, en Hiroshima quedó en pie, casi un milagro porque está a sólo ciento cincuenta metros de la zona cero, el edificio conocido como Cúpula Genbaku, o Cúpula de la Bomba Atómica.
Esas ruinas fueron renombradas como Monumento de la Paz de Hiroshima. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por Naciones Unidas en 1996, con la objeción de dos países: Estados Unidos y China.