La chica que fue drogada y asesinada por un poderoso empresario japonés que escondía un secreto atroz
Lucie Blackman desapareció en 2001. Había sido víctima de un violador serial en Tokio. El hombre había descuartizado su cuerpo y lo escondió en una cueva cerca del Océano Pacífico. Ahora, se estrenó un documental en Netflix que cuenta la pelea de su familia por llegar a la verdad y la condena que recibió el criminal
El domingo 2 de julio del 2000, temprano por la mañana, sonó el teléfono de Louise Phillips (21) en la casa de huéspedes donde vivía en Tokio, Japón. Ella compartía allí una habitación con su amiga Lucie Blackman (21). Era la voz de un hombre que hablaba fluido inglés y que le dijo algo muy extraño, que Lucie se había unido a una secta religiosa y que no quería volver a ser contactada por sus familiares ni por sus amigos. Dicho esto, cortó. Louise se quedó helada y pensó ¿una secta? ¡Imposible! Sabía que la noche anterior Lucie había salido con un hombre que había conocido en el bar donde trabajaba y que él le había regalado un teléfono celular y una botella del carísimo champagne Dom Pérignon. Todo le resultó muy sospechoso. Inmediatamente llamó a Gran Bretaña a la familia Blackman.
Nadie se quedaría de brazos cruzados.
La azafata en busca de aventuras
Lucie Jane Blackman nació el primero de septiembre de 1978 en Kent, Gran Bretaña. Cuando terminó el colegio descubrió que lo que más deseaba era viajar y logró ingresar a trabajar como azafata en British Airways. A los 21 años afloraron sus deseos por tener una experiencia más inmersiva y vivir un tiempo en el exterior. Con su gran amiga de toda la vida, Louise Phillips, decidieron probar suerte en Japón. Renunció a su empleo y sacaron los pasajes. En ese entonces era el destino soñado de los jóvenes con ganas de aventuras. La idea de ambas era trabajar de cualquier cosa para poder ahorrar algo de dinero.
Llegaron a la ciudad de Tokio el 4 de mayo del año 2000 con una visa turística por 90 días. Alquilaron una habitación económica en una casa de huéspedes, cerca del Estadio Olímpico, y enseguida consiguieron trabajo. Lucie entró como “anfitriona” al bar de la discoteca Casablanca, un local nocturno frecuentado por hombres mayores y adinerados, en la zona de Roppongi.
El término “anfitriona” que se utiliza en Japón no tiene una traducción literal en Occidente. Son como geishas modernas, mozas que atienden a los clientes, sirven tragos, charlan, cantan, se ríen con ellos, pero no más que eso. Nada de sexo dentro de los locales: está expresamente prohibido por la severa ley nipona. Las jóvenes extranjeras, trabajando cinco o seis horas, ganaban mucho dinero y sentían que todo estaba controlado dentro de esos clubes. No había mayores peligros.
Todo iba bien en la nueva vida de las amigas hasta la noche del sábado 1 de julio cuando Lucie llamó a su amiga Louise y le contó que saldría con un hombre que había conocido en el bar. Fuera de los clubes ya la cosa podría implicar más riesgos, pero no lo pensaron.
A la mañana siguiente, después de ese extraño personaje que la contactó por teléfono, Louise llamó a los Blackman. Sophie, la hermana menor de Lucie, fue la primera de la familia en volar hacia Japón el 4 de julio. Sophie y Louise se dirigieron juntas a la comisaría para hacer la denuncia. Explicaron lo que había pasado y que Lucie no había vuelto, pero cuando dijeron qué la joven trabajaba en un bar sus dichos fueron automáticamente desestimados.
Una jugada clave y el primer ministro
Se dieron cuenta de que la policía ya le había puesto a la víctima una etiqueta que la señalaba como prostituta. La respuesta de las autoridades fue que era frecuente que “este tipo de mujeres” se fueran de vacaciones a Bali o a Tailandia, sin avisar ni dar explicaciones, con sus nuevos amigos. Estaba claro que no harían nada y que la discriminaban. Después de todo, las extranjeras que trabajaban en bares, eran para ellos mujeres de la calle que por dinero se aprovechaban de sus clientes.
Lucie llevaba once días sin dar señales de vida cuando su padre, Tim Blackman, un desarrollador inmobiliario en Gran Bretaña, aterrizó en Tokio. Estaba en pánico y enseguida notó que la policía no había hecho mucho. Un inglés casado con una japonesa que conoció allí lo alertó: como su hija no era japonesa la policía no investigaría a fondo y Tokio era una ciudad inundada por extranjeros, muchos de los cuales se quedaban ilegalmente. Tim tomó nota de sus dichos y decidió hablar con todos los medios. Si generaba revuelo, las autoridades lo escucharían.
En su desesperación estuvo ocurrente. Aprovechando que el Secretario de Asuntos Exteriores británico, Robin Cook, estaba de visita en Tokio acompañando al Primer Ministro inglés, se acercó a él para contar su tragedia. Lo interceptó y le dijo que su hija estaba desaparecida en ese país lejano, que necesitaba ayuda. Fue oportuno porque lo conmovió y el tema escaló con rapidez. Cuando el primer ministro, Tony Blair, en medio de la visita oficial, le mencionó el asunto a su par japonés, Yoshiro Mori, las alertas políticas se dispararon. Los japoneses no querían que se enturbiara la imagen de su país y que pareciera un destino inseguro. Mori le prometió a Blair que la policía de su país atraparía al responsable.
Tim Blackman siguió recorriendo la ciudad y pegando los 30 mil carteles que tenía con la cara de Lucie. A veces, tenía que enfrentarse con los policías que no querían que pegara esos afiches en cualquier lado. No le importaba ir preso, quería que su hija estuviera en el foco de todos.
El 13 de julio Tim Blackman hizo un movimiento de ajedrez más: dio una conferencia de prensa y consiguió las primeras planas de los diarios de ambos países. Las especulaciones de los medios amarillos británicos eran mucho más osadas que la de los japoneses. Elaboraban versiones muy dispares: que había sido secuestrada por una secta religiosa, que la habían subido a un barco, que era una víctima del tráfico sexual… Su padre sabía que algunas de esas teorías eran ridículas: “Lucie era una joven escéptica, lo del culto religioso no sonaba para nada real”.
El 21 de julio el primer ministro inglés, Tony Blair, recibió a la familia de la joven desaparecida. Bingo. Habían podido mover todas las piezas y hacer una jugada magistral. La Policía Metropolitana de la ciudad de Tokio había quedado expuesta. Las autoridades no tuvieron más remedio que dar un ostensible impulso a la búsqueda destinando muchos más oficiales. Tenían montones de pistas y avistamientos de la víctima falsas y que les demandaban mucho tiempo.
El 1 de agosto del 2000 llegó una extraña carta al departamento de policía. Estaba firmada por Lucie Blackman y decía: “Déjenme en paz, Estoy haciendo lo que quiero”. Nadie creyó que fuera de ella. Menos su familia.
Hombre rico, chicas drogadas
El sargento Junichiro Kuku de la Policía Metropolitana de Tokio decidió revisar todos los informes una vez más desde el comienzo. Fue entonces que descubrió uno, de la zona de Roppongi, en el que una anfitriona de un club nocturno había aceptado una invitación de un cliente para pasear. Cuando ella despertó después de varias horas le dolía la cabeza y el cuerpo y no recordaba nada. Estaba segura de haber sido drogada.
El equipo de investigación decidió ir a los clubes nocturnos a hablar con las empleadas. Ellas no quisieron hablar, pero insistieron y terminaron consiguiendo tres testimonios de mujeres extranjeras que relataron hechos similares, en circunstancias parecidas a las de Lucie, y en la misma zona. Habían reportado lo ocurrido a la policía local, pero nadie les había prestado atención. Las tres contaron que habían sido drogadas y violadas por un japonés adinerado con el que habían salido a comer. No recordaban lo sucedido durante la noche solo que al despertar se habían sentido con ganas de vomitar y ardor en los genitales. Se dieron cuenta que estaban ante un violador serial que llevaba años actuando.
Una anfitriona australiana llamada Jessie, en 1997 había pasado por algo así y había anotado en su agenda el nombre y número de teléfono del sujeto. La policía le pidió la agenda, pero la había dejado en Australia cuando había ido de visita. Le tuvo que pedir a su padre que la enviara para que pudieran revisarla. Los detectives hallaron la anotación y encontraron que estaba tachada por la víctima. Tuvieron que leerla a contraluz: decía Yuji Honda y un número que terminaba en 3301. Descubrieron que esa línea continuaba activa y bucearon en los números con los que se había comunicado en la época de la desaparición de Lucie. Uno de ellos era el celular de ella. Era una prueba de que se habían conocido. El siguiente paso fue pedirle a la compañía de celulares que los ayudara a encontrar quién usaba esa línea. En ese tiempo los rastreos no eran tan precisos como ahora, solo daban un área. Resultó ser una zona carísima de Tokio llamada Akasaka. Siguiedo la pista terminaron en unas torres residenciales. La investigación con el manager del lugar los llevó hasta el esquivo dueño de dos departamentos que ni siquiera aparecía en las listas de propietarios. Solo sabían que ese sujeto tenía muchos autos de lujo importados desde un Porsche hasta varios Mercedes Benz.
Algunas de las anfitrionas hablaban de ese hombre adinerado que además tenía propiedades sobre el mar. Una de ellas fue con la policía y reconoció dónde había estado. Los detectives fueron al sofisticado restaurante de la marina con la foto de Lucie entre las manos y preguntaron si alguna la había visto. Una moza la reconoció. Había estado comiendo allí con un señor mayor. Fueron a buscar la lista de residentes del complejo. No sabían bien qué buscaban. Miraron alguno que tuviera varios autos importados… y sí. Ahí había uno: Joji Obara. Al fin tenían un nombre.
Una montaña de evidencia
Con este sospechoso en la mira armaron una hilera de fotos de distintos hombres. Se la mostraron a las víctimas. Todas señalaron a Obara. Los agentes están inquietos. Lucie lleva cien días desaparecida, ¿podría tenerla prisionera?
Deciden arrestarlo. Pero no quieren que se anticipe a sus movimientos y huya. Un equipo se dirige a su residencia en Tokio. Ya saben que todas las mañanas sale a buscar el diario. Llegan a las seis y esperan. A las 6.55 Obara abre la puerta y un detective lo encara: ¿el señor Obara?. Sorprendido, el millonario agente inmobiliario, dice que sí. Quedó detenido. En sus propiedades encontraron montañas de evidencia. Su cuaderno de anotaciones personales, drogas, éter, cloroformo, pastillas para inducir el sueño, alcohol y, en el departamento sobre el mar en la marina Zushi, había algo más: unos extraños accesorios de metal colocados en el techo. Confiscaron más de 400 videos que les llevaría semanas enteras revisarlos. Las grabaciones estaban identificadas con nombres incompletos. Se veían, una y otra vez, los mismos delitos aberrantes: mujeres inconscientes en distintas camas, abusadas. Los accesorios del techo eran ganchos para sostener las piernas de sus víctimas.
Pero no pudieron ver a Lucie Blackman en ninguna de esas filmaciones.
Obara negaba haber conocido a Lucie y decía que las mujeres, en sus películas caseras, actuaban. Ellas habían accedido, afirmó, y él les había pagado.
Las víctimas filmadas que fueron encontrando no recordaban nada. La policía necesitaba que ellas declaran para probar que no había sido sexo consentido. En eso estaban cuando un perito forense observó que una joven, que aparecía inconsciente en la grabación, le temblaban mucho las manos. Eso era señal de que podía estar seriamente intoxicada con cloroformo.
La muerte de Carita
Esa joven filmada era Carita Ridgway, una australiana de 21 años, que había muerto ocho años antes, en 1992, de una manera extraña en el hospital. Había llegado allí llevada por un tal Nishida. Ese hombre había pagado los gastos de la internación. Indagaron un poco y el dinero ese había sido transferido desde las cuentas de un potentado llamado Joji Obara. Nishida era Obara. Lo tenían.
La historia de la ex modelo y mochilera australiana, Carita Simone Ridgway, salió a la luz en medio de la investigación por Lucie Blackman. La joven había elegido un barrio más refinado y seguro para trabajar que Lucie, pero de todas formas no pudo escapar de las temibles garras de Obara. Carita había nacido el 3 de marzo de 1970 en Perth, Australia, y tenía 21 años cuando dejó Clovelly, en las afueras de Sidney, para irse a Japón. Llegó a Tokio en diciembre de 1991 persiguiendo a su hermana mayor Samantha, quien había viajado a esa ciudad para vivir con su novio japonés Hideki. Samantha enseñaba inglés en el colegio de lenguas Berlitz. Carita llegó con la idea de quedarse unos meses y trabajar como ella para ahorrar y pagarse sus clases de actuación. No tuvo suerte. Como no encontraba empleo se le ocurrió mirar los avisos publicados de ofertas laborales en un diario inglés del lugar, The Japan Times. Vio uno para trabajar en el bar del Club Ayakoji de Ginza, un exclusivo barrio de Tokio repleto de boutiques de lujo y exquisitos restós.
La zona era frecuentada por ricos hombres de negocios. Después de un día de trabajo, ellos iban a esos bares para practicar inglés con bellas jóvenes occidentales y tomarse unos tragos. En el poco tiempo que trabajó, Carita no tomó alcohol ni tuvo citas fuera del local con clientes. Justo antes de la medianoche del viernes 14 de febrero de 1992, el día de San Valentín, muchos de los visitantes de ese bar donde Carita trabajaba, aceptaron la invitación de Joji Obara para ir a cenar en grupo cerca de allí, en el restó coreano Yakiniku. Carita fue con ellos. Qué ocurrió en las siguientes 48 horas no se sabe con certeza, pero se supone que Obara se ofreció llevarla a su casa y sucedió lo peor.
Cuando Samantha, su hermana, volvió a su casa el domingo por la mañana luego de pasar el fin de semana con su novio, se enteró de que su hermana no había regresado. Un hombre había llamado diciendo que Carita se había ido a pasar el fin de semana con amigos. El lunes a las 9 de la mañana, recibió otro llamado: era un médico del Hospital de Hideshima, en Kichijoji, quien le dijo que tenían internada a una paciente llamada Carita Ridgway. La joven estaba inconsciente y estaba siendo tratada por un severo envenenamiento por mariscos. Samantha corrió al hospital donde le informaron que había sido un hombre mayor, llamado Akira Nishida, quien la había llevado a urgencias. Los padres viajaron a Japón, pero poco podían hacer. Carita estaba en coma, tenía la piel amarilla y tuvo que ser conectada a un respirador.
Ese hombre que decía llamarse Akira Nishida, llamó a Samantha muchas veces en esos días. Cada vez que ella intentaba que él le diera un teléfono para poder ubicarlo, cortaba. Samantha y su novio Hideki le contaron a la policía sobre este hombre extraño, pero no le dieron importancia. El sábado 29 de febrero de 1992, tres días antes de cumplir 22 años, el cerebro de Carita se rindió. Con muerte cerebral la familia decidió quitarle el soporte vital. Las enfermeras la vistieron con un kimono rosa y la cubrieron con flores. Dos días después fue cremada. Pero increíblemente ese Nishida, el misterioso hombre que resultaría luego ser Joji Obara, siguió persiguiendo a sus seres queridos y antes de que la familia abandonara Japón, logró concretar un encuentro en el mismo hotel del aeropuerto donde estaban alojados. Quería contarles su versión de los hechos. Annette Foster y Nigel Ridgway lo recibieron y estuvieron sentados frente a él. El extraño personaje contó cómo Carita había enfermado luego de comer ostras y los sorprendió diciendo “yo amaba a su hija y hubiera querido pasar mucho más tiempo con ella” mientras sacaba un collar de diamantes y un anillo que había comprado para regalarle a la joven en su cumpleaños. Les dijo que se los quería dar a ellos y ofreció pagar el funeral. Desolados, los Ridgway no entendían nada, pero se negaron a aceptar nada de este sujeto.
Ocho años después, se enteraron que habían estado hablando con el violador y asesino de su hija.
El millonario e inseguro Obara
Contemos quién era Joji Obara. Nació en 1952 en Osaka, Japón, de padres coreanos y muy humildes. Durante su niñez su padre ingresó al mundo del juego y comenzó a amasar una fortuna importante con las máquinas de póker. El destino de la familia giró ciento ochenta grados y el dinero comenzó a entrarles a raudales. Joji se educó entonces en un caro colegio privado de Tokio con varios tutores para numerosas actividades. A los 15 años entró en la prestigiosa secundaria que está asociada a la Universidad de Keio y eso le garantizó la aceptación de esa institución.
Su padre murió súbitamente en Hong Kong cuando Joji Obara tenía 17 años. Él y sus dos hermanos heredaron todas las propiedades que el jefe del clan había comprado en Osaka y en Tokio. Decidió seguir con sus estudios y se graduó en la universidad de Keio en Ciencias Políticas y Leyes. Su inseguridad social lo hizo naturalizarse ciudadano japonés y cambiar su nombre legal a Seisho Hoshiyama. Quería esconder su ascendencia coreana. Pero luego se arrepintió y volvió a su antiguo nombre. Hablaba fluido inglés y completó su educación viviendo por cortos períodos en los Estados Unidos y en Suecia. Siguiendo el derrotero de su padre llegó más lejos que él en lo económico: invirtiendo en propiedades acumuló una fortuna de 45 millones de dólares. Compró departamentos, casas y una flota de autos carísimos. Entre ellos varias Ferraris, un Rolls-Royce Silver Cloud y una Maserati.
Cuando llegó la crisis económica de los años 90, Obara perdió gran parte de su riqueza y comenzó a ser perseguido por sus acreedores. Desprejuiciado, terminó lavando dinero para grupos mafiosos.
Con su inseguridad a cuestas Joji Obara detestaba sus ojos rasgados que delataban su origen asiático así que decidió hacerse una cirugía estética para hacerlos más redondos. No se dejaba sacar fotos y vivía con anteojos para protegerse de la mirada del resto. Como también tenía complejo de petiso, usaba realces internos en sus zapatos para ganar centímetros de altura y tomaba hormonas del crecimiento. Medir un metro sesenta y siete era algo que le quitaba el sueño. Más cuando su objetivo de caza eran las bellas mujeres occidentales, altas y elegantes. Estaba profundamente resentido por no ser como ellas.
Fue por esos años que se volvió adicto a los bares donde las recepcionistas eran, en general, bellas jóvenes llegadas de Occidente. Ellas lo atendían vestidas con ropa sexy y le entregaban, con mucha simpatía, sus tragos. Sus bares preferidos eran en la sórdida zona de Roppongi. Por las noches, ese barrio de Tokio, cobraba una vida salvaje donde se mezclaban extranjeros y locales, borrachos y modelos rusas, narcos y banqueros. Bajo esos titilantes carteles de neón la realidad era confusa y podía albergar los oscuros deseos de un hombre como él: sádico, perverso, rico e insaciable. Un verdadero malvado.
Encandilados por el dinero ajeno
Mientras su dinero encandilaba a quienes se le acercaban, su mente oscurecía. Obara logró blindar su intimidad con su fortuna: por ello hay muy pocas fotos de él. Sabía que tenía que evitar ser fotografiado para poder seguir cometiendo sus macabros rituales. Buscaba por las noches a sus víctimas. Se mostraba como un playboy seductor y, luego, se convertía en el monstruo que secuestraba, violaba, drogaba, asesinaba y descuartizaba. Pero eso se descubrió muy tarde, recién cuando la policía tuvo la evidencia desplegada en sus narices.
A pesar del hermetismo en la investigación por Lucie Blackman, el retrato de Joji Obara había comenzado a tomar su verdadera y siniestra forma. El excéntrico millonario estaba obsesionado con las mujeres blancas y occidentales, a las que veía como posesiones que le otorgaban el status social que deseaba. Para poder materializar sus deseos había comenzado a administrar drogas ilegales para someter a sus víctimas. Las dejaba inconscientes y abusaba de ellas libremente. Además, grababa sus violaciones. Las imágenes eran escalofriantes: mostraban a Obara desnudo, usando solamente una máscara del Zorro, mientras se complacía sexualmente y ultrajaba a mujeres totalmente indefensas.
El extenso diario personal de Obara demostraba que se sentía omnipotente, inatrapable. Allí escribió que se convertiría en malvado y se dedicaría a hacer el mal.
En sus escritos personales expresó: “...las mujeres son solo buenas para el sexo… buscaré venganza. Venganza contra el mundo… Las meseras extranjeras son todas feas. No por su apariencia, sino por su mentalidad” y “mi objetivo es haber tenido sexo con 500 personas para cuando tenga 50 años”. Se confesaba a sí mismo en esas páginas: " No puedo hacerlo cuando ellas están conscientes”. En una de esas hojas del diario de Obara apareció el nombre de Carita Ridgway donde al lado había escrito: “Demasiado cloroformo”.
La policía fue al hospital donde había estado internada la joven antes de morir y encontró la muestra de su hígado. Los peritos pudieron confirmar sus sospechas: tenía niveles tóxicos de cloroformo.
Ahora sí podían avanzar contra Obara y llevarlo a juicio.
Identificar al monstruo
Nueve años después de la muerte de Carita, en enero de 2001, su madre Annette y su hermana Samantha volvieron a Tokio. Iban con una misión: identificar a ese hombre detenido llamado Obara, el mismo que les había ofrecido el collar de diamantes. La policía había encontrado los recibos de las transferencias de Joji Obara para pagar la internación. Fueron la clave para vincularlo con la violación y muerte de Carita. Ya no había dudas. Se les informó que en los videos incautados habían hallado imágenes de Carita con él, pero se rehusaron a mostrarles la filmación completa. Era demasiado traumático. Annette solo vio un segmento: “Vi la cara de Carita, ella estaba inconsciente, con Obara que llevaba una máscara”.
Se cree que esa noche Carita aceptó que Obara la llevara y él la durmió con cloroformo para abusar de ella. La sobredosis habría conducido a la falla hepática y a su muerte cerebral.
La fiscalía pudo establecer el modus operandi de Obara: escogía a sus víctimas y las llevaba a alguno de sus departamentos donde les ofrecía un vaso de vino que contenía drogas. Una vez desvanecidas, las llevaba a su cama donde las sometía durante horas (algunas habrían estado hasta doce horas inconscientes) y, cuando comenzaban a despertarse, les tiraba sobre la cara una toalla embebida con cloroformo para poder continuar, sin interferencias, los abusos. Muchas se despertaban tan drogadas que creían cualquier historia que él les relataba. Por ejemplo, les decía que se habían desmayado bebiendo de más. Luego, les daba dinero y les aconsejaba tomarse unos días para recuperarse de la borrachera. Carita, lamentablemente, nunca despertó.
Debajo de una bañadera
Obara admitió, en esas semanas de interrogatorios, haber conocido a Lucie en el bar Casablanca una semana antes de la desaparición, pero negó cualquier otra cosa.
Mientras se destapaba la oscura trama de sus ataques, el 9 de febrero de 2001, el cadáver descuartizado de Lucie Blackman fue descubierto durante un nuevo rastrillaje en la zona de Miura, en Kanagawa. A un centenar de metros del departamento de Obara llamado “Mar azul”, dentro de una caverna frente al mar y debajo de una bañadera dada vuelta, se encontró lo que quedaba de ella.
Llamarlo a Tim Blackman, que aún conservaba esperanzas de hallarla con vida fue durísimo para los investigadores. Le dijeron que la habían hallado y que estaban seguros por los registros dentales. Tim parado en una calle pegó un alarido. Su hija estaba muerta.
El cuerpo de la joven había sido seccionado en ocho partes dispuestas en bolsas. Su cabeza había sido cercenada y sumergida en concreto. Para hacerlo Obara había usado una motosierra. Por desgracia, los restos de Lucie Blackman estaban tan descompuestos que fue imposible para los peritos forenses discernir la causa exacta de su muerte.
Se pudo reconstruir que el 1 de julio a las 15 horas Obara se habría encontrado con Lucie y la invitó a la playa al condominio en Zushi. Pararon a almorzar en un restaurante en la marina. Alrededor de las 17 fueron al departamento de Obara. Alrededor de las 3 de la mañana del 2 de julio Obara volvió solo manejando a Tokio. El 4 de julio luego de comprar una motosierra, cemento y una carpa, volvió al departamento “Mar Azul”. Uno de sus vecinos se quejó a la administración por el ruido que provenía del departamento de Obara. Se cree que luego de violarla y matarla en su departamento de la marina la habría trasladado al otro llamado “Mar Azul” para poder trozar su cuerpo y deshacerse de él en la gruta.
Obara admitió, en el juicio, haberle dado una bebida con droga para poder violarla, pero se declaró inocente respecto de su muerte. Dijo que había sido algo involuntario.
Joji Obara, fue a juicio por ocho casos y dos más que habían terminado en muerte: Carita Ridgway y Lucie Blackman. Aunque en realidad se cree que Obara podría haber violado y asesinado a muchísimas más mujeres: calculan entre 150 y 400.
El juicio comenzó el 4 de julio de 2001 y el acusado evitó en todo momento mirar a los familiares de sus víctimas.
El 24 de abril de 2007 fue condenado a perpetua por todos los cargos a excepción de la violación y el asesinato de Lucie. El juez adujo falta de evidencia en ese caso. El fiscal, Takeshi Tsuchimoto, profesor de procedimientos criminales en la Universidad de Hakuoh, criticó la decisión del juez. Tim Blackman furioso dio una conferencia de prensa donde dijo: “el veredicto de la corte de hoy demostró que la muerte de Lucie no ha sido en vano. Lucie impartió justicia a Carita Ridgeway y las otras ocho víctimas que valientemente se presentaron para apoyar el caso, pero desafortunadamente hoy no recibimos justicia por Lucie”. La falta de condena por su hija fue apelada por sus abogados. El 25 de marzo de 2008 comenzó un juicio de apelación, que terminó el 16 de diciembre del mismo año. Esta vez la Corte Suprema de Tokio encontró a Obara culpable del desmembramiento y disposición del cuerpo de Lucie, pero no de asesinato. Le dieron cadena perpetua a los 55 años. Había tenido la fortuna de escapar a la pena de muerte, algo que en Japón es legal para los culpables de homicidio o de traición.
La madre de Lucie, Jane Steare, sostuvo que ahora sí creía que se había hecho justicia. Los restos de la joven fueron trasladados y enterrados en Gran Bretaña con la frase: “Lula, una estrella iluminando nuestro cielo”.
Cuestiones monetarias
El padre de Lucie, Tim Blackman, recibió en 2005 un llamado de un socio de Obara que le ofreció una suma compensatoria como condolencia de unos 900 mil dólares. Tim llamó a la policía de Japón, no podía entender como le ofrecía dinero el acusado si se decía inocente. Pero lo cierto es que lo mismo había hecho con otras víctimas. Tim terminó aceptando el dinero y, si bien es legal en Japón, eso lo hizo enfrentarse con su ex mujer, Jane Steare, y sus otros hijos que se opusieron enojados. Temían que eso pusiera en peligro el resultado del juicio. Jane dijo que aceptar había sido como una traición de Tim y que, para ella y sus otros hijos, era plata manchada con la sangre de Lucie.
Tim, quien vive en la isla de Wight con su segunda mujer Josephine, se defendió. Asegura que con su fundación, que lleva el nombre de Lucie, ha utilizado el dinero para socorrer a quienes tienen un ser querido desaparecido: “Es la única organización no gubernamental que ayuda a las familias en el exterior que pasan por esta situación”. Asegura que han ayudado a unas 600 familias. Por otro lado, dice que nada cambiará lo que pasó y que la vida sigue. Contó que en ese momento estaba muy angustiado “por mi otra hija Sophie” quien tuvo un intento de suicidio y terminó internada un tiempo en un centro psiquiátrico.
Por el contrario, la familia Ridgway no aceptó jamás dinero del círculo de Obara. Annette, su madre, afirmó: “No queríamos que la corte pudiera reducir la pena por ello, entonces no aceptamos ninguna compensación. Además, aceptarlo requería que firmáramos un documento diciendo que la razón por la que Carita había muerto era porque el hospital no la había tratado correctamente”.
Lo cierto es que el caso llegó este año a Netflix en el documental: Desaparecida: El caso de Lucie Blackman. Su padre Tim es uno de los que habla al igual que la policía de Japón.
Hay un detalle no menor sobre la condena perpetua a Obara: bajo la ley japonesa la prisión de por vida tiene un máximo de cumplimiento efectivo de 20 años. Si se cuenta el tiempo que Obara estuvo detenido antes del juicio, en el 2020 ya se habría cumplido el tiempo de encarcelamiento. El hermetismo de la justicia japonesa sobre el tema es total.
Da escalofríos pensar que el millonario Joji Obara ya podría estar en libertad. Si así fuere hoy tendría 72 años y todavía podría ser tremendamente peligroso para la sociedad.