Era otoño en el hemisferio norte, septiembre de 1978, cuando Mary Vincent de 15 años pensó que sería una buena idea hacer dedo para ir al cumpleaños de su abuelo quien vivía a unos 600 kilómetros de distancia. En los años 70, ese modo de viajar era frecuente entre los jóvenes. De dónde estaba, cerca de San Francisco, hasta la ciudad de Corona, dentro del mismo estado de California, en los Estados Unidos, se demora poco menos de siete horas en auto. En ese bello camino, ubicado entre las montañas y el Océano Pacífico, Mary perdería todos sus sueños. Porque lo que ocurriría esa noche sería una bisagra que daría vuelta su existencia.
Hacer dedo para llegar a destino
Mary nació en 1963 en Las Vegas, Nevada. Era una de siete hermanos. Su padre, mecánico, y su madre, quien trabajaba en los casinos de la ciudad, criaban a sus hijos de una manera estricta, pero peleaban mucho entre ellos. Mary no se sentía querida y le temía a su padre. Cuando llegó a la preadolescencia comenzó a confrontarlos. Ella se destacaba en danza y soñaba con bailar profesionalmente, pero en todo lo demás era un desastre. Faltaba al colegio y no había manera de que se sometiera a los mandatos paternos.
En 1978, en pleno divorcio de sus padres, decidió escaparse de su familia con un novio del momento. En el auto de él se dirigieron a Sausalito, en las afueras de San Francisco. Estaban durmiendo en el coche cuando fueron sorprendidos por la policía. Su novio era mayor de edad y por ello terminó siendo arrestado y acusado de abuso. Mary era menor y no tuvo más remedio que volver a la casa familiar. Fue por poco tiempo porque volvió a huir. Pasó unos días en la casa de un tío en Soquel y luego comenzó a dormir en autos abandonados y a revolver la basura en la zona de Berkeley para conseguir comida. En eso andaba cuando se le ocurrió visitar a su abuelo que vivía en Corona, en las afueras de la ciudad de Los Ángeles. Podría aprovechar para probar suerte con su sueño de ser bailarina. Creía que estando cerca de Hollywood se acercaba al destino con que fantaseaba.
Como no disponía de dinero, la calurosa tarde del viernes 29 de septiembre de 1978, salió desde Berkeley luego de escribir en un cartón “Rumbo al sur”. Se dirigió hasta la autopista interestatal 5 con otras dos chicas. Se paró enarbolando su cartel esperando que alguien se conmoviera y detuviera su marcha para ofrecerse a llevarla en su auto.
En un momento una van de color azul salió del camino y paró en la banquina. Al volante iba un hombre mayor. A Mary le recordó a su abuelo. Les preguntó hacia dónde iban, pero les aclaró que solo tenía lugar para una pasajera. Las chicas vieron que la camioneta parecía vacía y dudaron. Les pareció sospechoso. Pero Mary dijo que ella quería llegar a la ciudad de Los Ángeles y a pesar de las advertencias de las otras dos chicas que no aprobaban que fuera sola, ella decidió subirse. Estaba cansada de esperar.
Viaje al infierno
El hombre que conducía parecía amable. Se llamaba Lawrence Singleton y tenía 50 años, pero eso Mary no lo sabía. Tampoco que había caído en manos de un sujeto tremendamente perturbado y violento.
Sería un viaje largo. Todo arrancó bien. El primer llamado de atención sucedió después de un buen trayecto, cuando Mary estornudó. Singleton, sin previo aviso, estiró su mano para tocarle el cuello y le preguntó si estaba enferma. Mary se apartó en el asiento y se puso en guardia. Ese sorpresivo contacto físico la intimidó. Sin embargo, luego las cosas se relajaron otra vez y depuso su desconfianza. Aburrida, comenzó cabecear. Se quedó profundamente dormida.
Cuando se despertó observó que ya no estaban en la autopista sino en otro camino. Se enojó, tomó un palo que había en el auto y lo apuntó con él. Le dijo furiosa y asustada por qué estaban en otra ruta. Singleton se mostró sorprendido y se disculpó. Le dijo que se había equivocado y que corregiría la dirección. Mary le creyó, pero un repentino sentimiento de incomodidad se instaló en su cuerpo. Algo no le cerraba: las intenciones de ese conductor no parecían ser solo llevarla a destino. Unos kilómetros después él le dijo que iba al baño. Mientras tanto ella bajó de la camioneta para estirar las piernas y vio que tenía los cordones de sus borcegos flojos. Pensó que si tenía que huir de este raro sujeto era mejor tenerlos bien atados. Se agachó para hacerlo y, de pronto, alguien la atacó por la espalda. Un martillazo en medio de la cabeza la dejó indefensa en el piso. Otro golpe más y perdió la conciencia.
Su atacante, quien no era otro que el mismo Singleton, la subió a la camioneta y condujo hasta un cañadón inhóspito llamado Del Puerto Canyon, cercano a la interestatal 5.
Mary despertó horas después en un escenario de terror. El conductor la tenía fuertemente atada en la parte trasera de la camioneta: un brazo contra cada pared. No podía moverse ni un centímetro, no había posibilidad alguna de escape.
La noche que siguió fue la peor pesadilla de su vida. Singleton la violó en forma repetida. Cuando amaneció Mary le rogó que la liberara. Con frialdad Singleton le dijo: “Si querés ser liberada, te dejaré libre”. Tomó el hacha que estaba en la caja de herramientas y se acercó a su aterrorizada víctima. Sin decirle nada levantó la herramienta y golpeó primero su brazo izquierdo. Mary para no caerse se agarró de su agresor con fuerza, pero de todas formas sintió que caía. Cuando miró su brazo vio que ya no estaba. Luego Singleton empezó a golpear con el hacha el brazo derecho de Mary a la altura de los codos. A pesar del dolor extremo, ella seguía consciente. Empezó a patear y a gritar sin parar con la esperanza de que alguien la escuchara. Su lucha hizo que esta vez a Singleton le costará más cortarle el brazo.
Mary sentía que se iba a desmayar, pero enseguida la adrenalina volvía y pensaba que debía sobrevivir. Finalmente, huesos, músculos y cartílagos cedieron y ella quedó liberada. Sus dos brazos se habían separado de su cuerpo. Sorprendida Mary vio que el sujeto sacudía uno de sus brazos con fuerza. Miró con más atención y se dio cuenta de que lo que quería él era sacarse de encima la mano de ella que había quedado prendida de su brazo.
Mutilada, desnuda y en shock fue empujada por Singleton hacia el acantilado desde donde la arrojó. Mary cayó nueve metros y quedó cerca de unos tubos de concreto. Desde arriba él le gritó: “Okey, ahora sos libre”.
Creyendo que la joven se desangraría y moriría en ese lugar aislado, volvió a su vehículo y se marchó.
Pero Mary no era una víctima corriente. Tenía una fortaleza y una resiliencia descomunales. No se entregó, tenía que vivir, no podía permitir que ese hombre le hiciera eso a alguien más. Su cuerpo le pedía dormir y descansar, pero ella batalló contra el sueño. Sabía que si se quedaba quieta moriría ahí mismo y jamás la encontrarían. Se arrastró con sus muñones y rodillas por el barro fuera de las alcantarillas. Lo primero que se le ocurrió fue cubrir lo que quedaba de sus brazos con barro para que el lodo actuara como un tapón y dejaran de sangrar. Trepó la barranca como pudo hasta el camino de tierra. Caminó tambaleándose unos cinco kilómetros, siempre intentando tener sus brazos en alto para no perder tanta sangre y que los músculos que colgaban no se desprendieran de su cuerpo, hasta que llegó a la autopista.
Los dos hombres ocupantes del primer auto que pasó, se asustaron tanto al verla que aceleraron y se fueron. En el segundo iba una pareja que paró y la trasladó inmediatamente a un hospital.
Una vez allí la joven volvió a demostrar su valentía. No quería estar llorando tirada en una cama y le pidió a la policía que la dejaran ayudar para realizar el identikit de ese peligroso sujeto. Dio una descripción tan detallada que los sorprendió.
Nuevos brazos para Mary
Desde el primer día Mary demostró ser diferente a otras víctimas. No quería quedarse recluida en la habitación del hospital. Quería participar en la captura de su victimario. Finalmente, dos semanas después, Singleton fue atrapado gracias a ese identikit que ella había ayudado a confeccionar. Apenas salió en los noticieros un vecino lo reconoció y llamó a la policía.
El homicida fracasado se llamaba Lawrence Bernard “Larry” Singleton, había nacido el 28 de julio de 1927 en Florida y era un marino mercante retirado.
Ya para ese entonces Mary Vincent había sido operada y había comenzado a practicar el uso de sus nuevos brazos ortopédicos. Para reconstruir un segmento de su brazo derecho los médicos habían tenido que usar parte de una de sus piernas. Esta operación clave para darle movilidad fue también lo que volvió imposible que ella pudiera usar, en el futuro, sus piernas para bailar. Otro sueño frustrado para Mary
La adolescente se deprimió, pero su ingenio y su decisión para salir adelante pudieron más. Mary y su familia no podían pagar las mejores prótesis así que ella recurrió a su gran creatividad y, con partes de una vieja heladera y de aparatos de música, modificó y customizó las que tenía. Las adaptó a sus necesidades. Más adelante incluso ayudó a diseñar unos brazos ortopédicos especiales para jugar al bowling.
Mary era realmente una joven sorprendente.
Susurros del monstruo
Seis meses después, a pesar de haber quedado severamente mutilada y de haber experimentado un trauma extremo, Mary se animó a testificar contra su agresor. Tendría que verlo cara a cara.
Con gran valentía se presentó en el juicio. En la audiencia, en un momento, estuvo demasiado cerca de él y Singleton pudo susurrarle: “Terminaré este trabajo, aunque me lleve toda mi vida”. La amenaza la asustó tanto que se puso pálida y salió corriendo de la sala, pero eso no la desvió de su determinación de meterlo preso. Declaró igual.
Los padres de Mary la acompañaron, pero no lo suficiente. Mary sentía que ellos no podían manejar lo que había ocurrido: “Estaban más interesados en lo que sentían ellos por lo que había pasado que en lo que yo sentía”.
El juicio terminó siendo una vergüenza y Singleton fue condenado a catorce años de cárcel. Una pena menor para ese brutal ataque. El acusado se dio el lujo de sostener que el atacado había sido él porque ella lo había amenazado con un palo y pretendió llevarla a juicio. El disparate no prosperó y fue a la cárcel.
Mary también ganó el juicio civil en el que Singleton terminó condenado a pagarle dos millones y medio de dólares. Era como una broma estúpida: el convicto era un desempleado sin dinero y con nada a su nombre. Mary no recibió un dólar.
Solo ocho años después Mary y la sociedad entraron en shock: Singleton obtuvo la libertad condicional por su buen comportamiento en prisión. Nadie podía creerlo.
La liberación del violento agresor movilizó a la sociedad que se manifestó con contundencia. Unos 500 residentes de la ciudad rodearon el hotel de Corona donde la policía había alojado al recién liberado bajo palabra. Tuvieron, entonces, que trasladarlo, con chaleco antibalas y protección policial, a un departamento en otra ciudad. Pero las protestas se multiplicaron en cada lugar adonde lo llevaron. Después de varios cambios de domicilio, el gobernador del momento George Deukmejian, ordenó que fuera colocado en un tráiler custodiado en las afueras de la famosa cárcel de San Quintín.
Allí pasó Singleton su año de libertad condicional hasta que, en 1988, fue totalmente liberado. Pasó a ser un sujeto común más, viviendo en sociedad.
Mary estaba aterrada. No había olvidado sus amenazas. Entró en un estado de ansiedad permanente y cayó en una anorexia nerviosa.
La indulgencia legal con el perverso criminal indignó a la sociedad que acompañó a Mary en todos sus reclamos. El revuelo funcionó y terminó con un cambio en la legislación vigente para impedir la liberación anticipada de aquellos delincuentes que han cometido un delito con torturas. Nueve años después del ataque, en 1987, se aprobó el “proyecto de ley Singleton” en California.
Un futuro anunciado: otro crimen
Concretada su liberación Singleton volvió a dónde había nacido: Tampa, Florida. Pero de rehabilitado, nada. En 1990 fue condenado dos veces por robo. Estuvo 60 días preso por sustraer una cámara de fotos descartable de 10 dólares y un sombrero de 3. Ante el juez se pintó como una víctima y le dijo que era “un viejo confundido”.
Uno de los nuevos vecinos de Singleton, Tom Bennett, admitió que conocía su pasado y que al principio le temía. Pero Singleton se mostró siempre tan amable y hasta les llevaba comida preparada por él que habían terminado por aceptarlo. Creían que estaba rehabilitado. Otro de los habitantes del lugar, que desconocía el temible pasado criminal de Singleton, dejaba que su nieta jugara en el jardín con el rottweiler de Singleton. Pero su salud mental comenzó a quedar expuesta un día que lo encontraron desmayado en su auto. Llamaron a emergencias. Singleton había inhalado monóxido de carbono. Una nota que se halló en su casa reveló que su intención había sido suicidarse: “Espero encontrar la paz. Quiero agradecer a todos los que me ayudaron. Por favor, quiero que me cremen y tiren mis cenizas en las aguas del río Palm “.
Fue internado por unos días en un psiquiátrico y luego enviado a su casa. Pronto terminaría por ocurrir lo temido. Diez días después de salir de la clínica psiquiátrica Singleton volvería a atacar y Mary tendría otra oportunidad para declarar en su contra. Pero para que esto ocurriera tuvo que morir alguien más.
El 19 de febrero de 1997 el hombre mayor que se decía confundido ejecutó otro crimen. Un pintor de obra, que justo pasaba caminando por fuera de la casa de Singleton, escuchó gritos que provenían desde dentro. Se acercó y al mirar por la ventana quedó impactado con la escena: un hombre desnudo estaba parado sobre una mujer que sangraba y la intentaba ahorcar. La víctima estaba acurrucada sobre un sillón. “Se escuchaban como si fueran huesos de pollo que se rompían”, le relató a la policía. Eran los huesos de la mujer que cedían a la fuerza bruta de Singleton. No se animó a intervenir directamente. Se subió a su auto y fue a un teléfono para llamar al 911. Los oficiales llegaron enseguida hasta la casa del suburbio Sulphur Springs. Les abrió el mismo propietario cubierto de sangre quien les dijo que se había lastimado cortando vegetales. Los agentes no le creyeron e ingresaron. Sobre el sofá vieron el cadáver de una mujer. Tenía diez puñaladas en el pecho y el estómago y una más en la cara. En la terrible lucha entre ellos, él le había casi cercenado varios dedos. Se llamaba Roxanne Hayes, era una trabajadora sexual de 31 años que tenía tres pequeños hijos. Singleton la había contratado por veinte dólares para tener sexo.
Para justificarse, él les dijo que la había atacado porque ella lo había amenazado con cortarle la cabeza. Y contó algo más que les hizo correr frío por la espalda: al final ella le había pedido que la abrazara y él lo había hecho hasta que murió.
Cuando llegó el momento del juicio, Mary Vincent viajó especialmente de California a Florida para declarar en contra de Singleton. Estaba decidida a que ese hombre no escapara más de la justicia. Describió ante el jurado las consecuencias físicas y emocionales que sufrió por sus mutilaciones. Mary lamenta hasta el día de hoy no haber podido mirarlo a los ojos cuando pasó a su lado esta vez: “Los ojos son importantes… Cuando él estaba sobre mí, yo veía el hacha e intentaba mantenerme viva. Quería mirarlo a los ojos, pero no se dio”.
Esta vez, Singleton fue condenado a la pena de muerte. Al escuchar la sentencia, Mary Vincent se sintió completamente libre por primera vez desde el ataque.
Sin embargo, el monstruo no murió ejecutado sino en el hospital de la prisión el Día de los Inocentes, el 28 de diciembre de 2001, de cáncer. La fecha parece una ironía del destino. Había vivido 74 años: ni un día más ni un día menos de los que marcó su propio organismo.
La sobreviviente
La recuperación física y emocional de Mary no fue tarea fácil. Tenía que aprender a convivir con sus brazos ortopédicos y hacer muchísimo entrenamiento. Poco a poco aprendió a usarlos para todo, incluso para cocinar. Además, ella contó que sus padres y sus hermanos le dieron la espalda una vez que pasó todo: “Reaccionaron como si yo hubiese muerto… Como no tenía manos era como si fuese media persona”, recuerda con angustia.
Encontrar trabajo fue otro gran problema. En 1999, en una entrevista, reconoció que en 21 años había podido sonreír muy poco. Eso fue así hasta que decidió darle un vuelco positivo a su vida y dedicarse al arte. Curiosamente se dedicó al dibujo y a la escultura. Tenía talento para ello a pesar de todas las limitaciones: “Al principio no podía dibujar ni una línea derecha aún con regla.(...) Mi trabajo artístico comenzó a inspirarme y nutrió mi autoestima”, expresó. Terminó decidiendo que no sería nunca más una víctima, sería una sobreviviente. Al medio The Los Angeles Times le anunció: “Necesito compartir lo que me pasó, y que la gente sepa que nada me hará desistir. Nada”. Con esa decisión se anotó para estudiar en la Universidad de Nevada, en Las Vegas.
Su vida amorosa tampoco fue fácil. A los 23 años, en 1986, tuvo a su hijo Luke, de cuyo padre ella no habla. A los 25 se casó con un paisajista. El mismo día de su casamiento se enteró de que Singleton había sido liberado después de ocho años preso. Su marido tenía tanto miedo como ella. Luego de que Mary tuviera su segundo hijo al que llamaron Alan, él se marchó para no volver.
Unos años después conoció a un hombre en quien confiar: Tom Wilson. Tenía 52 años, era separado y trabajaba en la oficina de los fiscales del distrito. En la primera cita él la invitó a un buen restaurante y a un show. Enseguida Mary se dio cuenta de que él era la persona que ella había estado buscando siempre. Tom la empujó a ser ella misma, le compró lápices, la estimuló para dibujar y dar charlas motivacionales. Se casaron. Como ella no podía usar un anillo de bodas él le compró una cadena de plata con un gran diamante y se la colgó al cuello. “Me hacía sentir segura, feliz. Nunca me había sentido así de bien”, explicó Mary. Juntos armaron la fundación que lleva su nombre para contener a otras víctimas de crímenes traumáticos y ayudarlas con los gastos médicos.
Si bien se divorciaron, en su ex suegra Pat Platt Mary encontró la madre que siempre había buscado.
En un reportaje con el medio Seattle Post-Intelligencer, en el año 2003, sentada en la cocina de su casa dijo estar orgullosa de sus manos de metal: “Las manos son el lugar donde está la conexión”. Mientras ella (con 40 años) hablaba con el periodista, dos perros correteaban a su alrededor y el loro familiar se posó sobre su hombro. Mary le acarició el pecho emplumado con su dedo metálico. Su hijo Lucas la retó: “Lo estás malcriando” y luego el joven reveló que el pájaro tenía pésimo carácter y que mordía. Justamente por eso, aseveró Mary, ella adoraba al pájaro: por su carácter indómito. Todo tiene un sentido. El legado de Mary es su batalla ganada por salirse del rol de víctima y convertirse en una sobreviviente con proyectos. Esa es su receta para quitarle a los violentos el poder y poder seguir viviendo.
Mary Vincent (60) jamás pudo alzar ni envolver con sus brazos a sus dos hijos Luke y Alan (hoy 37 y 33). Pero el amor obra milagros: ella aprendió a abrazarlos con el calor de su mirada y con su espíritu inquebrantable. Más que suficiente para que esta espantosa historia tuviera este final casi feliz.