Un seductor irresistible, un marido celoso y una amante despechada: el crimen sin condena de Domingo Occhiuto
El hecho ocurrió en Buenos Aires, en 1953. Los asesinos confesaron el homicidio, pero fueron absueltos porque nunca se encontró el cuerpo de la víctima. El extraño “milagro de Campden” en el que se basaron los jueces para su sentencia. Ricardo Canaletti Por Ricardo Canaletti
“´Mingo´ Occhiuto no se embarcó hacia Italia en mayo sino que fue liquidado por Gamboa. Pregúntenle a Gamboa…” El subcomisario Enrique A. Storni, de la comisaría 40º se quedó esperando más, pero la voz en el teléfono colgó. Era el 2 de diciembre de 1953.
Occhiuto era Domingo Occhiuto, un italiano de 35 años, pintón, mujeriego y aventurero que había llegado a la Argentina en 1949 sólo con sus conocimientos de mecánica de automóviles y algo de albañilería. Aquí, durante los primeros tiempos, hizo un poco de todo, electricista, obrero de la construcción, hasta que con otro italiano que había llegado con él, Francisco Artuso, instalaron un taller mecánico en la calle Cuenca 644/48.
Los amores compartidos de Domingo Occhiutto
La propiedad del taller no era lo único que Francisco Artuso compartía con Occhiuto. María Liberto de Artuso se había casado con Francisco en Italia hacía 22 años. Tuvieron dos hijos. María era una mujer que seguía provocando que los hombres se dieran vuelta cuando pasaba. No había llegado a los cincuenta años y mantenía sus atractivos intactos para desesperación de su marido, un hombre apocado, formal, que había decidido salir lo menos posible con ella porque su andar le provocaba muchos nervios y más de una pelea.
Decía que lo hacía quedar como un idiota. María no podía evitar su cuerpo y hacía lo posible para resaltar sus formas. Y Francisco terminaba invariablemente peleánose con ella, no se hablaban por unos días hasta que hacían las paces y otra vez a pelear cuando volvían a salir. Él le echaba la culpa a sus polleras, a su blusa, a sus vestidos; ella buscaba reconciliarse entre las sábanas pero Francisco nunca la había entendido; casi forcejeaba con su mujer para evitar que lo tocara, no le gustaba que lo tocaran. Para él, el sexo era para tener hijos y quiso tener dos y nada más.
El ímpetu de María pudo más que la pasividad de su marido. Entre todos los italianos que le hacían la corte en su juventud, ella vino a casarse con un mojigato. Terminaba compensando su frustración en solitario o con algún conocido, discretamente, pues su marido podía llegar a ser un hombre violento. Entonces conoció a Domingo.
Ella seguía teniendo deseos impetuosos y Domingo jugaba con ella, flirteaba como si fuesen adolescentes, sin disimulo, cuando no estaba su socio a la vista. Pero Domingo también se fijó en Margarita, la hija. María no se opuso a esa relación e hizo lo posible para que su marido no se enterara de nada. Su imaginación volaba y se encendía de deseos de participar con su hija de aquel hombre incansable.
Margarita había estado de novia con Mario Restivo pero lo había dejado para continuar su romance con Domingo. La chica le enviaba cartas apasionadas al socio de su padre. María y Margarita hasta le habían conseguido una habitación en la pensión de Juan Lanzetti, en la calle Arengreen 678, Caballito. Ellas fueron a preguntar si había cuartos disponibles y, al fin, desde el 1º de setiembre de 1951, Occhiuto se mudó a esa habitación pero allí no recibiría a las Artuso.
Por esa época, Margarita quedó embarazada. Domingo y María lograron que un médico le practicara un aborto y desde entonces la relación con Domingo se enfrió. Margarita volvió con Mario, su exnovio, y hasta fijaron fechas de compromiso y de casamiento, el 30 de setiembre y el 28 de diciembre de 1951.
Pocos días antes de la primera fecha, Occhiuto se encontró con Margarita. Le había adelantado que no iría a su casamiento pero que le quería dar un regalo. Pasaron toda la tarde juntos en un hotel por horas. Esa fue la primera palabra que Domingo aprendió a pronunciar en español: “amueblada”. Este no fue el último encuentro con Margarita, a pesar de que su madre, María, creía que con el casamiento de su hija tendría a Domingo solo para ella.
A los pocos meses de vivir en la pensión de Arengreen al 600, Domingo o “Mingo”, como le decían, se puso de novio con la hija del dueño de la pensión, llamada también María, María Lanzetti. El esperaba en cualquier momento que su nueva novia le preguntara quiénes eran esas mujeres que se habían aparecido por la pensión solicitando un cuarto para él, es decir madre e hija, sus dos amantes. Domingo le contó que tiempo antes las mujeres lo sedujeron, que las relaciones se habían enfriado pero que ninguna aceptaba que él las abandonara y lo vigilaban.
Le confesó a la muy comprensiva María Lanzetti, que eran dos mujeres de cuidado y que les tenía miedo. La tolerante María estaba encantada con la personalidad de Domingo y, a pesar de todo, formalizaron su compromiso con la aprobación del señor Lanzetti.
Cuando Margarita Artuso se casó con Mario continuó viendo a Domingo, igual que su madre. Así transcurrió casi todo el año 1952 hasta que Domingo comenzó a espaciar los encuentros con las dos mujeres. Estaba cada vez más interesado en María Lanzetti y había perdido interés en las Artuso. Madre e hija estaban que echaban chispas. María Artuso comprendió que Domingo había jugado con las dos. Se sentía engañada y reemplazada por esa mosquita muerta de María Lanzetti.
La revancha de las Artuso
María Artuso buscó por todas las formas posibles que Domingo volviera con ella: le envió cartas donde le recordaba con lujo de detalles, con pluma nerviosa y a veces vulgar, los momentos íntimos pasados. Los meses transcurrieron y finalmente transformó su deseo sexual en furia. Domingo, pensó ella, debía pagar por abandonarla. Su odio no era por lo que le había hecho sino porque no lo haría más.
Un empleado del taller mecànico, Carmelo Gaglioti, más de una vez le había dicho a María, en confianza, que no soportaba a Occhiuto porque era un fanfarrón y que despreciaba a las mujeres con las que salía. María recibía a Gaglioti en su casa porque también era italiano y aunque no tenía las habilidades de Domingo para desenvolverse en la vida, se había convertido en un buen amigo de la familia Artuso.
“Mingo debe recibir un escarmiento, una buena paliza”, sugirió María a Gaglioti después de escuchar que su amante era uno de esos que se vanagloriaba ante sus connocidos de sus hazañas sexuales. Carmelo asintió. El también estaba embobado con María Artuso y sacar del medio a un competidor mucho más hábil que él, como Domingo, era tentador.
Gaglioti la miraba a María como quien admira un fresco de Miguel Angel. María conocía a los hombres. Nunca provocó a Carmelo porque lo veía igual que a su marido, moderado, desganado para casi todo menos para trabajar como un burro. Además, no le gustaba su aspecto esmirriado y un tanto descuidado. Sin embargo, ahora los dos estaban de acuerdo en darle un escarmiento a Domingo. María podía confiar en Gaglioti porque conocía sus infidelidades y nunca le había dicho nada a su marido.
La reuniones con Galgioti se proujeron hacia fines de 1952. Todo empeoró para ellos cuando supieron que Domingo estaba formalmente de novio con María Lanzetti. Gaglioti conocia a Ruperto Gamboa Morales, un chileno que había trabajado con él en una obra en construcción de la calle Castro 881, donde Gamboa Morales era el sereno. Sabía que en su país había matado a su mujer y hasta a un carabinero y que podía ser la persona ideal para darle una buena golpiza a Domingo.
La eliminación de Occhiutto
En la casa de los Artuso, se reunieron, hacia fines de abril de 1953, el dueño de casa, Francisco, que quería vengarse de su socio Domingo porque su mujer le habìa hecho creer que la había seducido, la propia María Artuso, Gagliotti y Gamboa Morales. Cierta vez apareció de visita Vicente Calabró, socio de Francisco en un taller de tejidos. No pudieron esconderle el motivo de la reunión y lo sumaron. “Mingo” tampoco le caía bien a Calabró. Los conspiradores ahora eran cinco.
Ya para entonces Domingo estaba pensando en viajar a Italia a visitar a su papá que estaba enfermo, según les dijo a todos. Quería conocer de primera mano el estado de salud del anciano. Entonces fue a la compañía Italsur y sacó pasaje para el vapor “Bretagne” que partía hacia Italia el 22 de mayo. El boleto le salió 2775 pesos.
El 19 de mayo, Domingo le contó a su novia María que Francisco Artuso, marido y padre de sus dos amantes, le debía 5000 pesos y que le había mandado decir que si esa noche iba al taller le daría 2.500 a cuenta. María Lanzetti le pidió que no fuera. No quería que su novio viera a aquellas mujeres. Domingo fue de todos modos y desde entonces nadie supo nada más de Domingo Occhiuto.
Como las horas y los días pasaban sin novedades sobre Domingo, Juan Lanzetti, el dueño de la pensión de la calle Arengreen, fue a la comisaría 11ª y pidió que lo buscaran. Gaglioti aseguró que Domingo jamás había llegado al taller la noche del 19 de mayo. Juan Lanzetti hizo más: fue a preguntar al consulado de Italia y en la compañía ltalsur, donde Occhiutto había comprado el pasaje de barco. En el consulado, le dieron una noticia que no esperaba: Domingo Occhiuto tenía esposa en Italia, que lo estaba esperando… Sin embargo, el 22 de mayo no se había embarcado en el “Bretagne”.
El asesinato de Occhiuto
Mas de dos meses después de su desaparición, se recibió aquel llamado anónimo en la comisaría 40ª, que se refería a un tal Gamboa como el asesino de Occhiuto. Los policías Juan Sande, Luis Costa y Juan Sabaté fueron a buscarlo. Ruperto Gamboa Morales vivía en una casa de la calle Miranda 5071. Lo encontraron en un café cercano. Sorprendido y nervioso dijo que había trabajado en el taller de Occhiuto y que otro italiano lo había matado: “Me arrastró a mí también”.
Carmelo Gaglioti era ese “otro italiano”. Frente a la Policía, confesó que en diciembre de 1952 Francisco Artuso le dijo que había que matar a su socio Occhiuto porque se acostaba con su mujer y con su hija. El debía vengarse. A su mujer no la iba a matar y a su hija tampoco, pero a Occhiuto, sí. Es decir, según esta versión de Gaglioti, no fue María la que le quería dar un escarmiento a su amante sino que directamente Francisco, el marido engañado, que quería vengarse de su socio.
En abril de 1953, Gaglioti recibó 2.000 pesos. Era un anticipo de los 6.000 que Francisco había convenido pagarle a él y a Gamboa por el asesinato.
Aquel 19 de mayo, cuando Domingo llegó al taller, lo esperaban Gaglioti y Gamboa. Tenían preparada una cachiporra. Al entrar, Domingo recibió un cachiporrazo en la cabeza que lo tiró al piso. La herida le provocó un corte y perdía mucha sangre. Gamboa le dio patadas en la cabeza pese a que Domingo ya no se resistía. Gagliotti lo arrastró de las piernas hasta los fondos del taller, mientras Gamboa continuaba aplicándole puntapiés en todo el cuerpo. Lo llevaron hasta un recipiente para calentar potasa, debajo del cual había un espacio de 50 centímetros donde se hacía el fuego; pusieron el cuerpo entre las brasas encendidas.
Domingo Occhiuto tuvo una última reacción: le mordió el dedo índice de la mano izquierda a Gaglioti, que respondió con un grito y con un golpe en la cara de la víctima dado con una rasqueta. Occhiuto ya no se movió. Rociaron el cuerpo con kerosene y lo prendieron fuego. Mientras se consumía, Gaglioti limpió con kerosene las manchas de sangre del piso y del trayecto recorrido. Los asesinos hicieron entonces un alto y tomaron mate hasta las cuatro de la mañana del 20 de mayo.
Gamboa se fue y Gaglioti se quedó sentado junto al fuego hasta las 05.30. Antes de irse colocó lo que quedaba del cuerpo de su compatriota debajo de una pila de leña. A la noche volvió, puso otra vez los restos en el fuego y así procedió durante varias noches. Con la pala, cortó los huesos largos en trozos pequeños que colocó, junto con los dientes, en los tarros de residuos. Se quedó con el reloj de Occhiuto.
El mismo día que mataron a Occhiuto, por la mañana, Gamboa fue a ver a María de Artuso. Cuando le abrió la puerta, él se presentó con una sola frase: ”Bueno, ya lo liquidé”
“Pero vos estás loco. Cómo venís a mi casa y decis una cosa como esa”, le contestó María, indignada y a la vez con mucho miedo de que alguien los escuchara. Gamboa entró y enseguida le mostró sus pantalones, manchados con sangre. Le pidió que se los lavara o se los cambiara. También las medias. María lavó el pantalón y le dio medias de su marido. Gamboa le dijo que quería más del dinero y ella le entregó 500 pesos.
El “milagro” judicial y la creencia equivocada
El reloj de Occhiuto fue hallado en la muñeca de Gagliotti y había rastros de sangre en el pantalón de Gamboa. Sin embargo, todos los acusados pidieron volver a declarar y negaron sus confesiones originales. “¡Habrá viajado a Italia en el vapor…!”, dijeron.
El caso lo resolvió primero el juez Damián J. Castro Videla. “Creo que Occhiuto murió, pero tengo dudas”, dijo, muy temeroso, citando un caso extranjero llamado: “El milagro de Campden”. ¿Un juez mencionaba en su sentencia un milagro como fundamento de sus conclusiones?
En Inglaterra, ocurrió un caso extraordinario de crimen sin cuerpo que se conoce como “El milagro de Campden”. En la aldea de ese nombre, vivía William Harrison, de 70 años. El 16 de agosto de 1660, desapareció. Sólo se descubrió su sombrero manchado de sangre. John Perry, un peón de Harrison, y sus hermanos, fueron culpados y ahorcados. Pero en 1663, Harrison apareció y contó una historia inverosímil: que fue secuestrado y vendido como esclavo en Turquía, país del que pudo escapar.
El caso de Campden alertó sobre una cosa: era mejor tener el cadáver delante de los ojos antes de condenar. Así se afianzó la creencia equivocada según la cual el cuerpo del delito es el cadáver de la víctima. La antigua ley argentina casi no dejaba otra alternativa, en los casos de homicidio, de que hubiera cadáver, porque impedía probar el crimen sólo con la confesión de los acusados y con presunciones e indicios (luego sería modificada radicalmente).
Luego de que el caso del señor Occhiuto fuera resuelto por el juez Castro Videla con la absolución de todos los implicados, el asunto pasó a la Cámara del Crimen y el primero en opinar fue el fiscal de Cámara Mariano Cúneo Libarona. Pensaba que si el cuerpo del delito es el cadáver, al criminal le bastaba con hacerlo desaparecer para lograr el crimen perfecto, y esto era inadmisible.
La confesión apoyada en otros indicios graves, precisos y concordantes debía ser prueba del delito, de lo contrario los asesinos hasta podrían contar o publicar su crimen que no serían molestados. La Cámara, no obstante la opinión de su fiscal, en una cerrada votación de tres a dos, confirmó la sentencia del juez Castro Videla y absolvió a los acusados porque tenía dudas de que Occhiuto hubiese sido asesinado. Las confesiones no les bastaron. Los indicios (el reloj, la mordida en el dedo de Gaglioti, las manchas de sangre en la ropa de Gamboa), tampoco.