10 horas en la villa de La Matanza donde manda el crack
En el barrio Santos Vega el consumo de esta droga se disparó con la pandemia. Los vecinos dicen que aumentaron los robos y la violencia.
«Yo le presté el fierro y se portó mal. Así no es… así no es», le explica una mujer de unos cuarenta años a otra, sobre la calle Nazca, uno de los límites del barrio Santos Vega, en la Matanza. A pocas cuadras, dentro del barrio, hace pocos días mataron a un transa: hombres de otro barrio entraron a su casa, lo mataron y salieron con total tranquilidad. Desde entonces, en Santos Vega reina cierta conmoción.
A metros de esta conversación sobre armas y formas de comportarse, Estela de la Cruz, vecina del barrio, toma mate en la vereda de su casa. Está algo irritada porque algunos de esos familiares (una hija y un sobrino nieto) aún no han llegado para el asado del domingo, y ya son casi las 13.30. «Se habrán dormido hace un rato, después de toda la gira. Por momentos hay que andarles encima y eso cansa», comenta Estela, y luego toma un mate dulce para amainar el trago amargo.
Hay una generación cuya ausencia se nota en el paisaje de un domingo al mediodía en este barrio: hay nenes atareados con compras o jugando con pelotas, bicicletas, tizas o piedritas, y los hay adultos con sus relativos quehaceres, pero pocos pibes de 15 a 25 años andan a esta hora.
«Se están reponiendo. La gira es larga, veinticuatro-siete le dicen acá», comenta Luciano, vecino de Santos Vega, de 25 años, «y no depende de si es de noche o es de día; depende del bolsillo». Luciano no duerme hace tres días, y dice que puede permitírselo porque labura en la semana –es changarín– para eso, darse los gustos. Dice, también, que hay muchos pibes con problemas de adicción, pibes cuya actividad gira en torno a poder bancarse la gira.
El que más preocupa de los consumos de los jóvenes en el barrio es el crack, cocaína cortada con bicarbonato de sodio que en vez de aspirarse se fuma. Las dosis suelen costar, dentro del barrio, entre 500 y 1.000 pesos (medio gramo, aproximadamente). El efecto del crack dura unos 15 minutos y es sumamente adictivo, por lo que cuando la guita no alcanza para mantener el efecto, los pibes tienen que salir del barrio a buscar el mango.
A pocos metros de donde Luciano explica que la gira depende del bolsillo, sobre la avenida Juan Manuel de Rosas (la Ruta 3), algunos jóvenes hurgan en contenedores y queman, todavía al mediodía, toda clase de metales para poder seguir bancando la gira. La venta de metales es una de las principales maneras que estos jóvenes encuentran para solventar el consumo; otras formas resultan más problemáticas para ellos y para terceros, como el hurto o el robo.
Santos Vega supone una porción de diez manzanas entre las avenidas Mosconi, Juan Manuel de Rosas, San Martín y la calle Formosa, en la que viven cerca de 4.000 familias. El nombre del barrio es tributo a un gaucho que, según cuentan algunas leyendas (replicadas entre otros por Mitre y Mujica Láinez), era invencible en el arte de payar, y fue puesto en la década de 1960, cuando quedó conformada la barriada.
Dicen allí que hasta la crisis del 2001 era de casas y casillas bajas, pero luego comenzó a crecer hacia arriba, al incrementarse su población. Antes de la pandemia de coronavirus circulaban la marihuana y la cocaína, pero luego comenzó a rodar el crack (o, al menos, cambió la forma de consumir la cocaína) y, en algunos casos, la pasta base. Cuentan que la edad de iniciación en el consumo no para de bajar.
Estela que está preocupada porque una sobrina está próxima a salir de la cárcel y eso podría hacer recaer aún más a su hijo Aaron –el sobrino nieto de Estela–, por el consumo problemático de ambos. Aaron tiene 18 años y vive solo, en una casilla donde antes vivía su bisabuela Ángela, pero depende de Estela para comer, asearse o intentar rehabilitarse.
«Todos los mediodías, al volver del comedor, separo una porción para Aaron. Más tarde, él tira piedritas chiquitas a la ventana de mi casa, y yo sé que vino a buscar su plato de comida», comenta Estela. De lunes a viernes, en Santos Vega funcionan tres comedores que sirven almuerzo para unas 150 personas. Para varios jóvenes representan la única comida del día. Comer se vuelve, en ciertos casos, una de las últimas preocupaciones, luego de ajetreadas jornadas persiguiendo el objetivo de conseguir droga.
Comenta Estela que últimamente tiene que esconder hasta el dentífrico cuando recibe a su sobrino nieto para que éste no se lo robe cuando ella lo invita a asearse y tomar algo caliente. Comenta Luciano, más tarde: «Los transas aceptan desde ropa que los pibes tienen puesta y quieren empeñar para comprar, hasta una zapatilla sin par o un dentífrico. Parece una gilada, pero es una forma de tener a un cliente atado: hoy ofrece cualquier cosa, pero mañana hace cualquier cosa para conseguir plata».
Estela tiene ya varios nietos. Uno de ellos, Alan, de 18 años, se encuentra en rehabilitación. Él no llegó a la instancia de internación, pero por indicación del gabinete psiquiátrico del juzgado de familia que trata su caso, debe tomar medicación, y es Estela quien se encarga de que lo haga al pie de la letra.
Hay once juzgados de familia en el partido de La Matanza, que intervienen en casos de adicción en menores. Los jueces de familia tienen potestad para disponer una internación para rehabilitar a un menor, pero una vez cumplida la mayoría de edad, de acuerdo a la Ley 26.657 de Salud Mental, las internaciones deben ser voluntarias. Es decir, contar con la aprobación de la persona adicta.
Aaron no asistió, finalmente, al asado familiar del domingo en casa de Estela. Una prima de él, que vive en una casilla pegada a la suya, le contó a Estela que lo oyó martillar metales durante toda la madrugada. Agrega Soledad, la prima de Aaron: «Él revuelve en los volquetes y contenedores para encontrar metales y alguna que otra cosa para poder vender y bancarse el consumo. No quiere que lo ayuden».
Días más tarde, Aaron se deja ver por los pasillos del barrio, cerca de su casilla. Mide 1,60, es menudo –no pesa más de 50 kilos– y cubre su cara con un cuello alto y visera a la altura de las cejas. Sólo se ven sus ojos, claros y achinados, y sus manos, cuarteadas y ásperas. Está exhausto, dice que lleva tres días sin dormir, días muy activos: el transa que mataron días antes era el más cercano, y hubo que moverse más para conseguir sustancia. «Para pasar una noche hace falta como 10 bolsas, y hay que rescatar diez bolsas… Una banda de guita«, dice Aaron.
A cada dosis, explica, la acompaña cierto sentimiento de culpa o de arrepentimiento. A sus 18 años, estuvo ya dos veces internado, en centros de rehabilitación en San Pedro y Olavarría, casi dos años entre ambas veces. No conoce a su papá, y su mamá, Yamila, está presa hace casi tres años. Desde que murió su bisabuela (su principal sostén) hace cuatro años, cayó en el consumo: primero de cocaína, luego de crack.
La vuelta a Santos Vega luego de cada internación supuso para él una nueva recaída. Estela busca que ahora, que Aaron es mayor de edad, acceda a internarse nuevamente, pero no hay caso. «Si no me gustara tanto el mambo, dejaría de drogarme. Pero me gusta hasta el sabor de la droga, me gusta buscarla. Hay personas que me quieren ayudar, pero yo no me dejo ayudar«, dice.
—¿Trabajás?
—No, no duraría ni un día. No me dan los brazos para levantar ni una pala.
—¿Y no te gustaría estudiar o jugar al fútbol?
—No me gusta nada de eso.
—¿Y estar de novio?
—Estuve de novio cuando estuve internado por última vez. Ahora me preocupan otras cosas.
—Quizás conocer a alguien ayude a distraerte de la droga…
—No. Si yo me rescato, lo hago por mí, no por los demás—, culmina Aaron. Dice que está cansado de hablar, luego de diez minutos; dice que hasta luego, que quiere dormir.
Nicolás Delgado es un vecino de Santos Vega que, en sus tiempos libres, hace podcasts y videos sobre barrios emergentes de La Matanza y colabora con otros para difundir cómo es la vida cotidiana acá. Comenta que con la pandemia cambiaron costumbres y códigos en el barrio: «Ya no se suele ver la ropa colgada en los pasillos, por ejemplo, por miedo a que los vecinos la roben. Si bien casi todos nos conocemos y tratamos de cuidarnos, hemos tenido que extremar algunos cuidados».
El aumento del consumo de la pasta base y la irrupción del crack implica no sólo más hurtos dentro del barrio, sino también situaciones violentas a las que, dicen los vecinos, no estaban acostumbrados. Por un lado, mayor cantidad de vendedores a lo largo y ancho de Santos Vega, pero también el ingreso de personas de otros lugares tanto para conseguir droga o para, como sucedió hace poco tiempo, ajustar cuentas.
«Dos pibes del barrio salieron lastimados cuando mataron a este hombre que estaba vendiendo hace un tiempo. Entraron al barrio a la madrugada, ignoraron a todos los pibes que estaban en las esquinas, ingresaron a la casa de este hombre, lo mataron y se fueron. Los dos pibes que estaban con este hombre cobraron de onda, para que no salten», comenta Delgado. Los dos jóvenes citados son lo que se conoce en la jerga barrial del conurbano como soldaditos: son reclutados por narcos con el objetivo de vender para ellos, o bien para vigilar la zona de operación y así prevenirse de allanamientos, por ejemplo.
En Santos Vega, dicen, casi no hay soldaditos, y esto se debe a la organización de los propios vecinos para evitar que la droga se lleve puesto todo. Eso ha ocurrido, dicen, con barrios cercanos, como Las Antenas, Puerta de Hierro o San Petersburgo. Luciano cree que es una situación que, además de penosa, es desalentadora: «En esos barrios, los pibitos no se suman por voluntad propia al negocio de la droga, sino que los narcos los obligan. Amenazan con armas, usurpan casas… Se imponen por el miedo en los barrios, luego dan sobras a los pibes para que puedan ganar el billete. Acá eso no pasa, al menos hasta ahora».
La lucha contra las drogas requiere, no obstante, más que la entereza y la cooperación de los propios vecinos del barrio. En Santos Vega hay una sola sala de atención médica, que atiende primeros auxilios todos los días, y semanalmente pediatría, clínica y ginecología. Pero tanto a nivel sanitario, educativo como recreativo, la mayoría de los programas sociales apuntan a distraer a los jóvenes del consumo y no a tratarlo, según afirman en el barrio. Este es el terreno en el que se abre el debate en torno a la Ley de Salud Mental.
Un ejemplo resulta esclarecedor. Las internaciones por adicción en la provincia de Buenos Aires son dispuestas por los juzgados de familia, a petición de las familias, en la mayoría de los casos. Pero luego de la mayoría de edad poco se puede hacer.
Aaron está citado para una junta médica en el hospital Paroissien, cuenta Estela, quien acompaña incansablemente a su sobrino nieto. Pero no tiene muchas expectativas. Lo pone en los siguientes términos: «A la medicación que prescribe la junta tengo que costearla yo, y no puedo. Creo que una internación larga, de más de un año, puede ayudar mucho más». La decisión de una internación o de tomar al pie de la letra una medicación recae sobre Aaron, pero las cuestiones que requieren voluntad son, muchas veces, las más difíciles cuando de adicciones se trata.
«Yo le digo que si no se pone las pilas y deja de consumir, no va a llegar ni a los treinta, pero él dice que se va a morir y se va a ir con su bisabuela», cierra Estela.
Ignacio Sala, Candela Folguerá y Bárbara Almeida, de la Maestría Clarín-San Andrés
Fuente: Clarín