MADRID.- La abundancia de alimentos sabrosos y ricos en grasa o azúcar ha propiciado que haya más personas longevas, pero también ha provocado una epidemia de enfermedades asociadas a la obesidad, que genera mala salud y pone a prueba la resistencia de los sistemas sanitarios. Una de las vías para poner freno a esta crisis sanitaria está en el estudio de lo que sucede en el cerebro cuando nos exponemos a determinados alimentos. Esta semana, un equipo liderado por Michiru Hirasawa, de la Universidad Memorial de Terranova (Canadá), publica un trabajo en la revista PNAS en el que tratan de entender la relación entre la inflamación del hipotálamo, una parte del cerebro que regula el balance de energía y nuestra sensación de hambre, y el consumo de dietas altas en grasa.
Desde hace tiempo, se sabe que las dietas con mucha grasa pueden dar lugar a un círculo vicioso difícil de detener. Esos alimentos producen una inflamación del hipotálamo que incrementa el apetito hasta niveles que nos hacen comer más de lo que necesitamos y que ganemos peso. Sin embargo, los científicos también han observado un efecto aparentemente paradójico. La inflamación de esa región del cerebro también se asocia con enfermedades como la anorexia y otras que producen pérdida de peso. Hirasawa y sus colaboradores utilizaron modelos animales para tratar de encontrar el modo en el que se regula esa relación entre la inflamación y un apetito desordenado.
El hallazgo
En su trabajo, los investigadores muestran que las dietas ricas en grasa hacen que la prostaglandina E2 (PGE2), una molécula que regula procesos del sistema inmune como la fiebre, active en el hipotálamo la hormona MHC, que nos hace sentir apetito. Este mecanismo también puede explicar por qué la inflamación cerebral genera en ocasiones el aumento de peso y en otras una pérdida excesiva. Si se encuentra en una concentración elevada y produce una inflamación intensa, la PGE2 quita el apetito, pero si la concentración es menor, lo incrementa.
Los autores del trabajo comprobaron que, modificando genéticamente a los ratones que participaron en el estudio, se eliminaban los receptores de esta prostaglandina en las neuronas MHC, los animales quedaban protegidos frente a la obesidad o el hígado graso que provocaba la inflamación del hipotálamo vinculada por una dieta con mucha grasa.
Hirasawa reconoce que no es fácil predecir “el resultado de una inflamación, porque la intensidad baja o alta es relativa, puede ser aguda o crónica e involucrar a muchos órganos, células y moléculas diferentes”. Sin embargo, aunque produzcan dolencias distintas, “reducir la inflamación puede aliviar ambos síntomas”. Por eso, la investigadora plantea que cualquier estrategia que logre ese efecto puede ser útil desde muchos puntos de vista. “Por ejemplo, la dieta mediterránea es antiinflamatoria y se sabe que ayuda a reducir peso en personas que tienen sobrepeso u obesidad”. Por último, advierte que también “es esencial ser selectivos con la forma y el momento en que se utilizan tratamientos antiinflamatorios, ya que la inflamación también es necesaria para nuestro funcionamiento diario, por ejemplo, curando heridas o combatiendo infecciones”.
En un tiempo en el que algunas previsiones apuntan a que dentro de menos de una década hasta el 80% de los hombres y el 55% de las mujeres tendrán sobrepeso u obesidad y en el que los fármacos para perder peso se están convirtiendo en superventas, la posibilidad de encontrar dianas terapéuticas contra el apetito descontrolado despierta mucho interés. Hirasawa cree que sus hallazgos “pueden llevarnos algún día a tratamientos para la obesidad”. El conocimiento del mecanismo que arranca con la ingesta de comidas grasas y causa una inflamación que incrementa el apetito permitiría desarrollar tratamientos que empleen esa diana. La modificación genética a la que se sometieron los ratones en el estudio publicado en PNAS parece una opción muy radical y hay que tener en cuenta que la PGE2 tiene muchas otras funciones, aparte de inflamar el hipotálamo y darnos hambre. “Es de esperar que los tratamientos que bloqueen este mecanismo tengan un efecto antiobesidad”, apunta Hirasawa. Sin embargo, concluye, “es crítico identificar posibles efectos secundarios y poner a prueba su seguridad antes de utilizarlos”.