El cura Rafael García Herreros, de sotana blanca y hablar pausado, usó su programa “El minuto de Dios” para tener una reunión de dos horas con el Diablo.
El Diablo era un hombre que parecía invencible pero que estaba en caída: el famoso caponarco Pablo Escobar Gaviria, “El Patrón del Mal”. El 19 de junio de 1991, hace 32 años, se entregó a las autoridades por sus crímenes y atentados cometidos. La tarea no fue sencilla. Hubo condiciones: la primera, que el intermediario fuera un sacerdote.
El secreto fue revelado por la prestigiosa revista Semana.
Dos meses antes, cuando Escobar mantenía a sus dos últimos secuestrados y el Estado daba una recompensa de 2700 millones de pesos por su cabeza, un emisario cuya identidad nunca fue revelada, buscó al padre Rafael García Herreros, famoso por su programa de televisión, y le confesó que la única posibilidad para la entrega del jefe del cartel de Medellín era con su mediación.
Herreros fue muy discreto. Se reunió con ese misterioso hombre en una finca en Bogotá y ahí alguien le pidió que lograra el milagro necesario para que Escobar se entregara, lo que parecía imposible.
El jueves 4 de abril por la noche, el padre pronunció la famosa oración al mar de Coveñas.
“Tú que guardas los secretos, quisiera hablar con Pablo Escobar, a la orilla del mar, aquí mismo, sentados los dos en esta playa. Me han dicho que quiere entregarse. Me han dicho que quiere hablar conmigo. ¡Oh, mar!, oh, mar de Coveñas a las cinco de la tarde, cuando el sol está cayendo. ¿Qué debo hacer? Me dicen que él está cansado de su vida y con su bregar, y no puedo contárselo a nadie, mi secreto. Sin embargo, me está ahogando interiormente”.
Escobar, atento a los programas de tevé, escuchó el mensaje de García Herreros antes de que este encomendara en manos de Dios: “El día que ya pasó y la noche que llega”.
“El enviado de Dios” no esperó la respuesta del criminal. Viajó a Medellín para encontrarse con el patriarca del plan, Fabio Ochoa. Don Fabio llevó al sacerdote a la cárcel de Itagüí para presentarles a sus hijos.
“Quiero hablar con Pablo”, le dijo. Y le escribió un mensaje a Escobar, quien respondió con un manuscrito de cuatro páginas. Allí mostró su confianza en el cura pero exigió varias condiciones al Gobierno para entregarse. Una de ellas era que se sancionara a los miembros del Cuerpo Élite que habían abatido a su primo Gustavo Gaviria por violar los Derechos Humanos.
El presidente César Gaviria y el consejero para la Seguridad, Rafael Pardo, no respondieron ante los pedidos.
Después de recibir un mensaje, el sacerdote fue convocado a la hacienda de Fabio Ochoa, donde esperó la llamada de Escobar. “Tenía tanto miedo que tenía la esperanza de que no me contestara”, confesó el sacerdote en aquel momento a Semana.
“Escobar le reiteró su deseo de entregarse, pero le dijo que temía ser asesinado en la cárcel, por lo que se negó a ser recluido en Itagüí, donde estaban presos sus socios, los Ochoa. El capo reveló que los secuestrados estaban bien y que pronto serían liberados, también aclaró que los asesinatos de los candidatos de izquierda Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro no los había ordenado. La conversación duró 45 minutos. A su término, García Herreros impartió una bendición a Escobar y a su séquito, quienes la recibieron de rodillas y con escapularios en la mano. La parábola del pastor y la oveja negra dividió al país”, reveló Semana.
“Prefiero una tumba en Colombia antes que una celda en Estados Unidos”, solía decir Escobar: su mayor temor era ser extraditado a ese país.
García Herreros fue elogiado y criticado al mismo tiempo. Lo llamaron reencarnación del demonio por tener contacto con el peor criminal de la historia de Colombia y otros lo postularon para el Premio Nobel de La Paz.
La entrega se venía acordando desde noviembre de 1990. Escobar logró lo que parecía utópico: que se construyera una cárcel para él. El alcalde de Envigado, Jota Mario Rodríguez, ofreció su colaboración para el éxito de la entrega de los extraditables. Puso a disposición del Gobierno un terreno de tres hectáreas, situado en la vereda de la Catedral, donde se construía el Claret, un centro de rehabilitación para drogadictos. El entonces viceministro de Justicia, Francisco Albeiro Zapata, visitó la construcción y le dio el aval.
En mayo, más de 60 obreros trabajaron en esos más de 1.800 metros cuadrados. El contrato tenía una cláusula bastante peculiar: “No tendrá acceso ninguna autoridad policial o militar a la parte interna del establecimiento carcelario”.
Escobar estuvo detrás de la construcción de la Catedral. En lo más empinado de una colina, la cárcel estaba guarecida en su parte posterior por un monte de densa vegetación de pinos, que lo hacían inhóspito e infranqueable.
Se llegaba por una empinada y angosta carretera de 14 kilómetros desde el casco urbano de Envigado, en un recorrido de 40 minutos. El primer retén era una puerta de guardia enmallada, custodiada por la Policía Militar. La malla estaba electrificada con 4.000 voltios y cualquiera que la tocara se electrocutaba.
Se dispuso también un cordón de feroces perros antiexplosivos, cerco que custodiaban los guardias. El edificio tenía un techo de acero para evitar bombardeos. Todo estaba dispuesto para que la entrega se produjera el 18 de mayo de 1991, pero dos hechos lo impidieron: el origen del designado director de la Catedral, Jorge Pataquiva, oriundo de Girardot, y de sus guardianes, todos de Cundinamarca. El jefe del cartel de Medellín pretendía que todos sus custodios fueran antioqueños. Y segundo, el discurso que el 7 de mayo pronunció el padre García Herreros en “El minuto de Dios”: un sermón para reprender a Escobar, a quien calificó de “lector de pornografía”.
El narco enfureció. “Esa fue una equivocación. El padre empezó diciendo que no hablaría ni de Escobar ni de la entrega y siguió hablando de Dios y de lo malo de la pornografía, pero Escobar creyó que era un regaño para él. Eso casi daña la entrega. Después Escobar supo por el propio padre García que lo que se dijo en ese momento no era para él”, recordó el padre Jaramillo a Semana.
Hubo otra reunión en la que se aclaró el tema.
El 19 de junio al mediodía, la Asamblea Nacional Constituyente, tras una votación de 51 contra 13, decidió prohibir la extradición.
El negociador Alberto Villamizar y el padre García Herreros fueron a Medellín para coordinar la entrega de Escobar. Escobar subió a la aeronave, les dio la mano a Villamizar y al padre García Herreros y minutos después aterrizó en el interior de la Catedral. Allí le entregó su arma a Pataquiva, se abrazó con su madre, Hermilda Gaviria, y su esposa, Victoria Henao, a quienes llevaba meses sin ver.
Tras una charla de una hora con el periodista Alirio Calle, director del noticiero de Teleantioquia, Escobar quedó tras las rejas. A las 21 leyó un comunicado que dio la vuelta al mundo.
El lujo no es vulgaridad
La habitación tenía una chimenea, velas grandes rojas, amarillas y azules con distintos aromas, cinco cuadros, una heladera llena de comida y champán, y en el centro una cama grande con un colchón de agua cubierto por frazadas y cobijas de primera línea. De noche, la atracción era ver el paisaje iluminado de Medellín a través de un amplio ventanal.
No es la descripción de una suite de un hotel cinco estrellas de Colombia. Ese fue el lugar de detención de Pablo Escobar Gaviria, el Jefe del Cartel de Medellín, en la cárcel La Catedral. No sólo por su imperio de la droga, sino por los asesinatos políticos que ordenó.
Su celda sin rejas, ni cemento húmedo ni paredes escritas y mucho menos la hedionda letrina de toda prisión.
Ese lugar lo había a decorado su esposa Victoria Eugenia Henao. Le había dado un tono romántico y se imaginaba compartiendo noches apasionadas con el amor de su vida. El narcotraficante más famoso del mundo.
Fue enviado a “su” cárcel en helicóptero, acompañado, entre otros, por el sacerdote eudista (de la Congregación de Jesús y María) Rafael García Herreros.
Al mismo tiempo se entregaron sus más cercanos lugartenientes: Otoniel González (Otto), Carlos Aguilar (Mugre), John Jairo Velásquez (Popeye), Valentín de J. Taborda, Roberto Escobar (Osito), Gustavo González (Tavo), Jorge Eduardo Avendaño (Tato) y Johnny Rivera (El Palomo). La lista sigue: José Fernando Ospina (El Mago), John Jairo Betancur (Icopor), Carlos Díaz (La Garra) y Alfonso León Puerta (El Angelito).
Más que una cárcel de máxima seguridad parecía una residencia de mafiosos y sicarios.
“Finalmente, siete años después de correr y correr, de pronto me invadió una agradable sensación de tranquilidad porque imaginé que iba a recuperar mi feminidad, mi lugar de esposa, de madre, de compañera, de amante. Pensé que él pagaría muchos años de cárcel y que resarciría su deuda con la sociedad”, se ilusionó Henao.
Pero el criminal que se transformaría en mito, no iba a torcer su destino de narcotráfico, asesinatos y guerra.
Ella subía varios días a la semana a La Catedral y mientras Pablo se reunía con alguna persona o jugaba al fútbol, Victoria aprovechaba para ordenar, cambiar o decorar la habitación de su esposo. Pero su deseo duró tres semanas. No sólo descubrió que Pablo seguía liderando el negocio narco desde adentro, sino que encontró decenas de cartas que le llegaban al Patrón. Eran mensajes de mujeres de distintos países. Le enviaban declaraciones de amor, le pedían sexo violento y hasta le mandaban fotos en las que aparecían desnudas. Una gran cantidad de ellas se ofrecían a cambio de dinero o casas.
En su libro Mi vida y mi cárcel con Pablo Escobar de Editorial Planeta, Henao revela: “Mi sorpresa fue mayor cuando leí cartas escandalosas de mujeres que recordaban con todo tipo de detalles los recientes encuentros íntimos con él y lo invitaban a repetirlos cuantas veces quisiera; otras escribían textos floridos en los que soñaban con otra noche de pasión en La Catedral. Fue espantoso. Recuerdo que lo esperé y le hice una escena en la que le reproché la falta de respeto y el hecho de que no reconociera mi entrega y sacrificio por estar siempre con él”.
Pero Pablo le decía lo de siempre:
-Tata de mi vida, no puedo evitar que las mujeres quieran visitar a los muchachos que me cuidan.
-Eres un mentiroso, Pablo, no te creo, déjame en paz, quiero regresar a Medellín, no quiero estar más a tu lado.
Y se fue. Él salió detrás y varias veces le pidió que hablaran, pero ella no quiso.
Había algo que ya había nacido y era imposible cambiarlo. La Catedral se convirtió en el templo de la perdición.
Después de la humillación que vivió Henao, Escobar le mandó un ramo de flores amarillas, como acostumbraba a hacer cuando traicionaba a su mujer, con una tarjeta que decía: “Nunca te cambiaré por nada ni por nadie”. Era su frase de cabecera a la hora de pedir perdón.
Henao llegó a pensar en no volver al lugar de “castigo” de su marido, pero sus hijos Juan Pablo y Manuela querían visitar a su padre.
“Cuando llegábamos observaba cierta malicia en los rostros de los lugartenientes de mi marido. Era más que evidente que la compañía femenina estaba desbordada. No podía hacer nada”, se desahoga la mujer en el libro que escribió. Y asumió que las cosas iban a ser así: su vida y su cárcel con Pablo Escobar.
Y cambió de postura. En vez de enojarse con él o hacerle planteos, se propuso reconquistarlo. Ser más seductora y romántica que las amantes oportunistas que buscaban al narco.
Y al igual que esas mujeres, comenzó a enviarle cartas. Pero sin desnudos ni propuestas indecentes. Le escribía poemas de amor. Tomó clases con un poeta y profesor de filosofía.
“Eran hermosas cartas que solo pretendían superar desde el corazón y el amor, a cualquier reina de belleza que subiera a La Catedral. Si lo perdía como hombre, pensaba, que no fuera por falta de romanticismo, detalles y cuidados. A mis treinta años me comportaba como una adolescente y llegué al extremo de consultar a un sexólogo porque quería ser la mejor en la intimidad. Mi única intención era cuidar a toda costa mi relación de pareja”, escribió Henao.
A Pablo lo hechizó ese juego de seducción y se volvió un ida y vuelta.
Como podía tener casi todo lo que quería, le pidió a Mugre, uno de sus hombres de confianza, que construyera un palomar en La Catedral y compró palomas mensajeras. Pablo escribía pequeños mensajes de amor que las aves llevaban sin perderse al edificio Altos de San Michel, donde vivía su familia.
Pero Pablo no paró de recibir mujeres, aunque sostenía que sólo amaba a su esposa. Y volvió a una vieja pulsión: lo fueron a ver unas cinco reinas de belleza.
Uno de los hombres de Pablo, Jerónimo, le contó a la esposa de Escobar que varias veces llegaba a la prisión un camión de doble fondo con no menos de doce hermosas mujeres perfumadas y maquilladas exageradamente.
El reconocido arquero de la Selección de Colombia, René Higuita, lo iba a visitar. Un rumor refirió que Diego Maradona fue otro de los invitados en 1991, justo cuando estaba suspendido por doping en el Napoli.
“No fui a la hacienda Nápoles, te lo juro por mi viejita que ni lo conocí. Y menos a jugar a la pelota a la cárcel de lujo que era suya. Nunca me regaló nada y lo que hacía era horroroso. Cuando no pudo llenar más de dólares la casa que tenía, empezó a construir casas para los pobres, pero no porque fuera bueno, era capaz de matar niños”, declaró Maradona.
El astro sabía que La Catedral era una cárcel con habitaciones cómodas, salas de billar y pool, bar, cancha de fútbol, y habitaciones donde se celebraban orgías y fiestas para amigos y sicarios.
Los medios apodaron a La Catedral como “Cárcel de Máxima Comodidad” en lugar de “Cárcel de Máxima Seguridad”. El Ejército era el encargado de la seguridad a las afueras de la prisión pero hacía la vista gorda a los actos escandalosos de Escobar. Se sospecha que los guardias fueron sobornados y extorsionados por el capo.
Pero poco más de un año después, ese infierno de lujuria y donde vender el alma al diablo era como desprenderse de un bien material, Escobar desaprovechó, según su mujer, la oportunidad de resarcirse ante la sociedad.
Los excesos lo llevaron a un laberinto sin salida. Y no le quedó otra que huir. Sobre todo después de que el Gobierno ordenara su traslado a una base militar. Fue le 22 de julio de 1992.
Escobar nunca se imaginó que el ocaso lo acechaba. Que el poder lo iba a perder como a esas mujeres que querían ser sus esclavas. O sus sicarios, que fueron dejándolo como si Escobar contagiara una peste.
Los únicos que siguieron a su lado, y así sería hasta su muerte, iban a ser su esposa y sus hijos.
No le quedaba nada. Ni su prisión, hecha a su medida.
Sin que lo supiera, sus enemigos lo esperaban con balas y una tumba con su nombre.
Y luego la leyenda que aun perdura.