Policiales 15/06/2023 13:06hs

Cuchillazos, hachazos y tiros de escopeta: la masacre de la estancia de Mercedes y 112 años de impunidad

Ocurrió en 1911 y por el hecho hubo 3 muertos y centenares de detenidos. Una de las pistas más firmes que siguió la Policía fue la de un delincuente rengo. Otra, la de una banda de italianos. Sin embargo, nunca se supo quiénes ni por qué provocaron la matanza.

El cadaver de Juan Keena, una de las víctimas de la masacre.
El cadaver de Juan Keena, una de las víctimas de la masacre.
Ana de Clary, la dueña de la estancia donde ocurrió la masacre.
Ana de Clary, la dueña de la estancia donde ocurrió la masacre.
Imágenes de los testigos en los diarios de la época.
Imágenes de los testigos en los diarios de la época.
El lugar donde cayó Juan Kennedy, sobrino de la viuda Clary.
El lugar donde cayó Juan Kennedy, sobrino de la viuda Clary.
Lugar donde apareció muerto el chico Juan Piola, de 12 an?os.
Lugar donde apareció muerto el chico Juan Piola, de 12 an?os.
Los polici?as de Mercedes que intervinieron en el caso.
Los polici?as de Mercedes que intervinieron en el caso.
Honoria y María Aurelia, dos sobrevivientes de la masacre.
Honoria y María Aurelia, dos sobrevivientes de la masacre.
Por el crimen, hubo cientos de detenidos que fueron recuperando su libertad paulatinamente.
Por el crimen, hubo cientos de detenidos que fueron recuperando su libertad paulatinamente.
El juez Stolbizer.
El juez Stolbizer.

Ningún ser humano los había visto llegar, pero estaban allí. Cuando los perros ladraron, ya era tarde. No se sabía cuántos eran, tal vez seis u ocho. Estaban por todas partes. No se sabía si eran indios, gauchos o extranjeros o todos ellos. Los escasos sobrevivientes no pudieron describirlos porque se habían escondido apenas advirtieron que los extraños entraban en el casco de la estancia. Sólo Honoria, que había sido herida en la cocina, tuvo a su homicida frente a frente, pero su recuerdo era como el que se tiene de un sueño: una figura atacándola y ella corriendo malherida para salvar su vida, ayudada por su hermana.

Ni los muertos supieron quién los mataba; la fantasmal incursión aprovechó que la noche empezaba a caer entre las 18.30 y las 19.00. Parecía que un viento del infierno arrasaba con todos los humanos del lugar, irlandeses o hijos de irlandeses que habían llegado hacía muchos años a trabajar la tierra y a criar ovejas. En cambio, sí se sabía que esos demonios llevaban escopetas, revólveres, cuchillos y hachas, porque todas esas armas fueron usadas. ¿Los asesinos entraron a pie? Parecía que sí. ¿De dónde habían venido? Avanzaron sobre la estancia de la viuda Clary mientras la escasa iluminación daba a sus figuras un aspecto sobrecogedor. ¿Se trataba de un robo? Mataron a tres personas y dieron por muerta a otra. Una furia inexplicable que se desató el 5 de abril de 1911.

En la ciudad de Mercedes, la noticia de la masacre cayó como una bomba. La primera información dio por muerta a la propia dueña de la estancia, Ana Naughton de Clary, que al día siguiente del asalto cumpliría 82 años. La Nación del 7 de abril tituló: “Crimen salvaje en Mercedes”. Por su parte, The Southern Cross, un diario de la comunidad irlandesa que se editaba desde 1875, presentó el caso como: “Horrible crimen en el partido de Mercedes”.


Ana y Guillermo Clary, de la inmigración a ser importantes estancieros

La dueña de la estancia, Ana, había nacido en Irlanda y era la primogénita de Juan Naughton y Mary Finegan, matrimonio que tuvo otros cuatro hijos. El único varón fue el que le siguió a Ana y se llamó Thomas. Los Naughton sufrieron un duro golpe cuando murió el padre, pues su mujer no tenía con qué mantener a los hijos. Juan falleció durante una tormenta histórica en Irlanda, con lluvia, granizo y un viento arrollador que provocó muertes e incontables destrozos. En Irlanda, se conoce ese sábado 5 de enero de 1839 como “La noche del viento grande”.

A una desgracia, no tardó en sumarse otra, la escasez de papas, el principal alimento. Técnicas de cultivo equivocadas y un hongo que destruía con rapidez el tubérculo hicieron que no hubiera qué comer. Fue la Gran Hambruna de 1845 a 1847. No se sabe cómo, Mary, sin medios, sacó adelante a su familia durante ese terrible período. Sí es sabido que en 1851 partieron desde Liverpool hacia la Argentina en el barco Matrone. En el mismo barco, viajaba Guillermo Clary, vecino de los Naughton y un año mayor que Ana. Algunos familiares afirmaron que cuando subieron a la nave ya eran novios.

Apenas arribados, tres semanas después de que Juan Manuel de Rosas fuera derrotado en la batalla de Caseros, Ana Naughton y Guillermo Clary se casaron en la iglesia de la Merced, en Buenos Aires. Las tres hermanas de Clara también se casarían en la Argentina. Thomas, en cambio, permaneció soltero toda su vida.

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Clara y Guillermo se trasladaron a Mercedes 1858. La forma de inserción de los irlandeses en la Argentina fue por medio del trabajo. No hubo inmigrantes que llegasen con dinero para invertir, todo lo contrario. La mayoría se abría camino fatigando en el campo, pues es lo que sabían hacer. En Mercedes, el matrimonio Naghton-Clary en la estancia de la familia Achával. Catorce años después, y gracias a sus ahorros, Clary y su cuñado Thomas compraron parte de la estancia. Thomas se quedó con 862 hectáreas y otro tanto le correspondió a Guillermo Clary. Su intención era dedicarse al negocio del ganado lanar. El establecimiento prosperó y pronto se convirtieron en importantes estancieros.

El 6 de junio de 1888, murió Mary, la jefa del clan Naghton, a los 93 años, y diez días después, a causa de una neumonía, murió su hijo Thomas, a los 58 años. Sus terrenos fueron heredados por sus hermanas.

Ana y su marido Guillermo no tuvieron hijos. Cuando él murió en 1906, a los 78 años, lo heredó su viuda. En el casco de la estancia habían levantado dos construcciones enfrentadas, a las que separaba una avenida central o pasillo ancho. Este corredor llevaba hasta los bebederos y corrales de las ovejas, ubicados en dirección contraria a la entrada al campo. Uno de los edificios tenía tres habitaciones contiguas, la cocina, el comedor, una pieza y, al final, un pequeño galpón. Estos espacios tenían puertas hacia el exterior y también interiores que permitían que se comunicaran entre sí. Treinta metros separaban las casas de la tranquera.

¿Cómo fue posible que nadie advirtiera que una banda estaba sobrepasando la tranquera y llegaba hasta las construcciones?

 

La masacre

El capataz John Keena había nacido en Ballymore. Tena 56 años y había enviudado de Brígida, una mujer nacida en Salto y diez años más joven que él. Quedó al cuidado de sus dos hijas y vivía cerca de la estancia Clary. Cuando Keena vio a los hombres entrar a la propiedad de la viuda, se acercó con curiosidad. Un tiro de escopeta lo dejó agonizando, hasta que uno de los extraños le partió la cabeza con dos hachazos. El estampido del escopetazo fue la primera señal de que había desconocidos en el lugar, aunque no todos los que estaban en la estancia lo habían escuchado. Los asesinos siguieron su recorrido.

También estaba en la estancia el administrador del lugar, John Kennedy, un hombre de 31 años y gruesos bigotes con puntas hacia arriba. Era sobrino nieto de la viuda Clary. Había nacido en Mercedes y era de padre irlandés y madre argentina. Para esa época, Kennedy era también un importante hacendado con muchos caballos que llevaban su marca.

Kennedy estaba cerca de la entrada de la casa y salió al escuchar el ruido del disparo. Al ver a Keena en el suelo, enfrentó a los hombres que lo rodeaban. Se parapetó detrás de un árbol con un cuchillo en su mano. Los bandidos lo rodearon y lo atravesaron a cuchillazos. Kennedy cayó. Tal vez pensaron que estaba muerto, y lo dejaron. Malherido, el administrador se arrastró hasta la cocina donde estaban las hermanas Fitz Simon Eliff, María Aurelia y Honoria, sobrinas nietas de la viuda Clary. María y Honoria eran huérfanas y vivían con su tía abuela. Todo sucedió en un instante: vieron a Kennedy entrar tambaleándose e iban a ayudarlo, cuando llegó uno de los asesinos y lo remató de un disparo.

María y Honoria corrieron como jamás lo habían hecho en su vida. Fueron hacia la casa de la viuda, que se encontraba en su habitación, preparándose para dormir. El asesino de Kennedy las siguió mientras les disparaba. Uno de los tiros silbó junto a la cabeza de María, que se salvó de milagro. El mismo criminal, o tal vez otro -las mujeres no pudieron dar un testimonio más preciso-, alcanzó a Honoria, puso una mano sobre su hombro y con la otra la apuñaló por la espalda. La mujer se retorció y siguió corriendo a pesar de la herida, ayudada por su hermana. Alguien (¿ese mismo asesino u otro?) disparó y acertó en la espalda de Honoria, cerca de un hombro. Honoria cayó. Su hermana se detuvo y se agachó para asistirla. Los asesinos tenían a las dos mujeres a su merced, pero no las remataron. Iban de aquí para allá, tal vez buscando a otros a quienes matar.

Ya sin oposición, se dedicaron a registrar el lugar acaso pensando en rematarlas luego. Honoria gritaba de dolor. María tomó a su hermana de un brazo y la arrastró hasta la puerta de la habitación de su tía abuela. Golpeó con desesperación, clamando por a Ana. Esta abrió y ayudó como pudo a arrastrar a Honoria adentro. Cerraron y colocaron sillas y un mueble para trabar la puerta. Las tres lloraban. Honoria sangraba mucho.

Quedaba alguien más en la propiedad, un chico de 12 años que se llamaba Germán Piola, era sobrino nieto de la viuda. A Germán le daban algunos trabajos para que fuera aprendiendo las tareas de cuidador de ovejas. Era hijo de Ana Eliff de Piola, hija de María Naughton, la sobrina de la viuda Clary. Es decir, salvo el capataz Keena, todos los que estaban en la estancia esa noche fatal eran parientes.

Los criminales no tuvieron miramientos con el chico. Por el tipo de herida que sufrió, se cree que lo tomaron del pelo y le levantaron la cabeza para que quedara expuesto su cuello, que cortaron de un tajo. Quedó tendido fuera, cerca de la puerta de la cocina. No se pudo determinar si lo mataron antes o después que a John Kennedy.

 

La llegada de la Policía a la estancia de los Clary

Al llegar la Policía, halló el cuerpo de Kennedy a unos cuantos metros de la cocina, afuera, cerca de la otra casa. Acaso con una herida de arma blanca y un disparo, el hombre no haya muerto en la cocina, donde lo vieron caer las hermanas Fitz Simon Eliff, sino que pudo haberse arrastrado hasta el sitio donde finalmente murió. Estaba boca abajo, con las piernas juntas y los brazos flexionados a ambos lados de la cabeza. En cuanto al chico Germán, tal vez estaba por entrar a la cocina, o ya lo había hecho, cuando lo atraparon y lo sacaron para cortarle el cuello.

No todos los asesinos entraron en las casas; algunos de ellos se quedaron fuera, patrullando. La Policía advirtió que esa actitud era contradictoria con la intención de robar: si buscaban valores los iban a hallar dentro de las habitaciones. Era evidente que no conocían el lugar donde se encontraban, por eso, decían los agentes, lo más lógico hubiera sido que entrasen todos. La versión sobre la propia huida de los criminales también resulta incoherente. ¿Se fueron en dos caballos, como se dijo entonces en Mercedes? ¿Seis u ocho hombres en dos caballos? El misterio de cómo llegaron y cómo huyeron permanece irresuelto hasta hoy.

Los criminales no robaron nada, acaso porque no encontraron lo que fueron a buscar, o porque no habían ido a robar. ¡Pero matar por matar! No le entraba en la cabeza a nadie. Tal vez estaban detrás del abultado producto de una venta de lana que la viuda había concretado pocos días atrás. Sin embargo, no hicieron otra cosa que matar a todo aquél que encontaban. Si el motivo de la incursión hubiese sido el robo, habría sido muy fácil derribar la puerta de la habitación de Ana de Clary y exigirle que revelara dónde estaba el dinero de aquella venta de lana, o el que guardaba en la estancia. Pero no hicieron nada de esto. Muertas de miedo, la viuda y sus sobrinas permanecieron encerradas en la habitación durante toda la noche.

Cuando Pascual Morando y Dionisio Geoghegan, vecinos de la estancia, escucharon disparos en lo de la viuda, montaron sus caballos y fueron a ver qué estaba pasando. No se ha determinado el horario, pero es probable que los asaltantes salieran al advertir que se aproximaban jinetes. Cuando Pascual y Dionisio llegaron, sólo habìa silencio. No vieron a los asesinos escapar del lugar, tampoco descubrieron los cadáveres ni entraron en el casco de la estancia a preguntar por doña Ana. Era muy tarde. Dieron algunos gritos para que supieran de su presencia y como nadie contestó, se fueron.

Es extraño que Morando y Geoghegan, que llegaron allí debido al ruido de los disparos, solo se limitaron a gritar y retirarse. Recién a las 06.00 de la mañana siguiente, cuando llegó Patricio Fitz Simon -hermano de María y de Honoria-, los cadáveres fueron descubiertos y el drama de la noche anterior quedó en evidencia. Tres agentes llegaron a la estancia, y el médico Leopoldo Carelli, para que atendiera a Honoria. Su estado era delicado, por la profundidad de las dos heridas y por la hemorragia que había sufrido. Tenía fiebre y estaba semiinconsciente.

Por la tarde, llegaron el comisario Ismael Santos Rosa y el juez Enrique Stolbizer, que inspeccionaron el lugar, especialmente donde habían caído Keena, Kennedy y el pequeño Germán, y comenzaron a tomarles declaración a los vecinos de la finca. Lo que descubrieron fue que la tarde del día anterior, un grupo de personas cuyo número nadie pudo precisar, estaba disperso por los caminos haciendo algunas tareas: algunos asaban carne.

 

El dolor y la conmoción en Mercedes

La noticia de la masacre en la estancia de la viuda provocó una gran impresión en Mercedes y también en el país, a causa de la cobertura que hicieron del caso La Nación y Caras y Caretas.

El velatorio de Keena, Kennedy y Piola se hizo en la propia estancia. Luego, tres carrozas partieron hacia la Iglesia parroquial de Mercedes. La viuda abandonó la estancia, que quedó al cuidado de Patricio Fitz Simon. Ella y sus sobrinas nieta se fueron a vivir a Mercedes. Cuando Ana murió, en 1924, María Aurelia y Honoria se mudaron a Buenos Aires.

Los policías se inclinaron finalmente por seguir una pista en la que coincidía la mayoría de los testigos, que los llevó a unos seis o siete kilómetros de la estancia, hasta la estación Godoy del Ferrocarril Pacífico (luego, desde 1948, Ferrocarril General San Martín). Hallaron en el trayecto una bolsa con ropas ensangrentadas y pisadas de más de una persona.

Por la forma de una de las pisadas, dedujeron que uno de los dueños de esas huellas era rengo. Supieron, además, que dos hombres habían tomado el tren en aquella estación. Eso por sí solo no significaba gran cosa, pero confrontaron las descripciones que obtuvieron de aquellos dos con los débiles recuerdos de Honoria y María y resultó que coincidían con los rasgos que una de ellas recordaba del agresor que había entrado a la cocina, rematado a Kennedy y disparado a las hermanas. Ya era un inicio, pero ahora debían saber dónde se encontraban los hombres que habían subido al tren en la estación Godoy.

 

Los sospechosos de siempre y el desconcierto policial

No pasaron más de veinticuatro horas y ya estaban presos los sospechosos de siempre, más algún otro que no pudo justificar un empleo. Eran detenidos por las comisarías de cada pueblo o ciudad, ansiosas de tomar la delantera en este caso del que hablaba todo el mundo. ¡Eran 100 detenidos! Todos eran peones e inmigrantes italianos. Tomar la declaración de cada uno llevó muchísimo tiempo. Con el tiempo todos salieron libres.

La Policía no sabía ahora qué hacer. El comisario Santos Rosa se inclinó por explorar la pista que hablaba de unos hombres, de acento italiano otra vez, que habían ido a Giles. Siguieron el camino hacia esa estación y a unos cuatro kilómetros encontraron un trozo de la tarjeta de garantía de una escopeta, otorgada a favor de alguien llamado Bando Biaggio. Justo se leía el nombre en la tarjeta rota. ¿Dónde la encontraron? ¿Cómo hicieron para hallarla? Nunca se aclaró.

También, cerca de esa tarjeta estaba el comprobante de un giro, roto, expedido por Gaetano Tramontano. Desde entonces, la idea que se impuso fue que los crímenes fueron cometidos por una banda de italianos. Cayeron Tramontano y Biaggio, este en la Capital Federal. Gaetano habría sido el ideólogo del golpe y los otros, ejecutores. Al comisario Santos Rosa le bastaban las especulaciones.

¿Qué pasó con los dos hombres que tomaron el tren en Godoy, uno de ellos, rengo? Nada.

De improviso, todo pareció aclararse. La ropa ensangrentada hallada en aquella bolsa que había sido encontrada camino a la estación Godoy fue identificada. Era de Nicolás Logrande, o Ferrante, según dijeron sus compañeros de trabajo. Lo encontraron enseguida. Le preguntaron por qué había descartado esas prendas y por qué tenían sangre. Logrande, o Ferrante, explicó que se había hecho una cortadura trabajando en el campo. Fue detenido y acusado de múltiple homicidio. Lo torturaron, como era habitual. Logrande, o Ferrante soportó el castigo y repitió que era inocente y que no conocía a ningún rengo.

 

La “resolución” de la masacre de la estancia

Los primeros días de junio, la Policía divulgó una noticia sensacional: el triple crimen de la estancia Clary estaba resuelto. A Logrande y a Tramontano se agregaron Ferdinando Franchetto y José Faila. Ninguno de ellos reconoció haber participado en los crímenes. Alegaron que un acontecimiento de tal magnitud no se realiza a pie; ellos no tenían caballos, por lo tanto mal habrían podido llegar y retirarse a pie. No tenía sentido.

Honoria se había convertido en una testigo de oro. Ella no reconoció a ninguno salvo a Logrande, el de las ropas ensangrentadas. Solo dijo que su cara le resultaba familiar.

En 1915, los sospechosos seguían detenidos. El sumario pasó de mano en mano hasta caer en Diógenes Diez Gómez, un juez civil, que absolvió a todos por falta de pruebas. El caso quedó impune y nunca más se investigó.

En los tribunales de Mercedes, el expediente por esta masacre desapareció. No hay constancia oficial alguna de los procedimientos ni de las investigaciones, que pasaron de boca en boca por el recuerdo de aquellos que vivieron en Mercedes durante aquellos años. No hubo explicación por la desaparición del expediente. Acaso, como sucedió con otros sumarios criminales muy voluminosos, fue quemado “para hacer lugar”.

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