Dougal Robertson (47) estaba sentado al borde de la cama de su hijo Neil, de 8 años, leyéndole la historia de Robert Knox Johnson, quien un año antes se había convertido en el primer hombre en dar la vuelta al mundo navegando solo. El pequeño se mostró muy interesado y, cuando su padre acabó de leer, le preguntó con ingenuidad: “Papá vos sos marino… ¿por qué nosotros no damos la vuelta al mundo todos juntos?”.
Corría el año 1970 y Dougal estaba atravesando un pésimo momento profesional. Se había retirado hacía tiempo de la marina y sus intentos por convertir su granja en un negocio rentable habían fracasado. Estaba casi en bancarrota y apenas podía pagar la electricidad que consumían. Esa actividad solo le daba dolores de cabeza, extrañaba el océano.
Por todo esto, la frase de su hijo Neil ofició de disparador. Su mente comenzó a cocinar, a todo vapor, una idea alocada: ¿y si vendían todo y con ese dinero compraban un barco para hacer lo mismo que aquel navegante? Primero, lo habló con su mujer Lyn. Esgrimió que la navegación los pondría a prueba como equipo, que los chicos aprenderían más que en el colegio y que la experiencia sería algo así como graduarse en la universidad de la vida. La convenció.
Juntos les propusieron a sus hijos la gran aventura de vender la granja de Meerbrook, cerca de Leek, en Gran Bretaña, para comprar un barco y surcar los mares del planeta. Sus hijos Douglas (17), Anne (16) y los mellizos Neil y Sandy (9), se mostraron entusiasmados. Nada les pareció mejor que salir de la rutina para zambullirse en esa vida totalmente diferente.
No se quedaron soñando. El oficial de marina retirado actuó: vendieron la granja y buscaron un barco. No sería uno grande, como a los que estaba acostumbrado Dougal, sino uno pequeño. Viajó a Malta donde compró una goleta de madera de 13 metros de eslora, construida en 1922, llamada Lucette. Dougal navegó con ella de vuelta a su país y atracó en Falmouth, Cornwall, en octubre de 1970. El buque a vela con dos mástiles sería perfecto para ellos.
El experimentado padre de familia no hizo practicar a su novata tripulación, ni instruyó a sus hijos sobre la vida en el mar. Tenía confianza en que ellos aprenderían todo a bordo y que, para empezar, alcanzaba con lo que él mismo sabía.
Lyn renunció a su trabajo como enfermera y pusieron fecha. El día marcado en el almanaque fue el 27 de enero de 1971. La familia de seis viajó hasta la ciudad portuaria de Falmouth y se embarcó feliz. Zarparon rebosantes de energía. Salieron a mar abierto y fueron derecho hacia su primera tormenta. Rápidamente aprendieron de sogas, de velas y de colaboración. Papá al timón capitaneaba su equipo y todo marchó fabuloso sobre las olas.
Navegaron atravesando el Océano Atlántico hacia el Caribe. Al llegar a las Islas Bahamas tuvieron una dura deserción: Anne, con 17 años, no quiso seguir embarcada. Decidió bajarse, abandonar la experiencia familiar y volver a Gran Bretaña. Lo charlaron y el resto decidió seguir. Se despidieron sin fecha de reencuentro.
Atracaron en Jamaica, en Dominica y, finalmente, llegaron a Panamá. En cada parada, reponían provisiones y recorrían el lugar. Fue antes de cruzar el Canal de Panamá hacia el Océano Pacífico que volvieron a ser un equipo de seis: un mochilero escocés de 22 años llamado Robin Williams se sumó a la expedición. Graduado en economía, el joven tenía el sueño de llegar a Nueva Zelanda.
Un violento encuentro con orcas
Cruzaron el canal sin mayores problemas y se dirigieron hacia las Islas Galápagos. Allí pasaron tres semanas magníficas. Para los más chicos fue la mejor etapa del viaje. Llevaban diecisiete meses embarcados y, sorteando tormentas y olas embravecidas, se habían convertido en expertos a la fuerza. Se sentían felices con la elección que habían hecho para cambiar de vida.
El 13 de junio de 1972 dejaron Cabo Espinosa, un punto turístico de la isla Fernandina, y pusieron proa hacia las Islas Marquesas, en la Polinesia Francesa. Tenían un largo camino para recorrer, más de cinco mil kilómetros.
Eran las 9:57 de la mañana del 15 de junio de 1972 cuando los Robertson sintieron que un temblor recorría el velero. Estaban a unos 300 kilómetros de tierra firme, pero aún así pensaron que habían chocado contra algo. Cuando se asomaron por la borda vieron bajo el agua a tres enormes orcas que los estaban atacando. Las ballenas asesinas, como se las conoce vulgarmente, pueden ponerse agresivas con los navíos. Estaba claro que se disponían a golpear una vez más. Cuando arremetieron, sintieron un crujido alarmante. El sonido delató que algo se había quebrado. Tenían un gran agujero en el casco. El agua comenzó a entrar a raudales. Lyn le tiró a Dougal una almohada para intentar taparlo, pero enseguida se dieron cuenta de que había dos orificios más por los que hacían agua. Uno en el piso del baño y otro en un lado. Era imposible. Se irían a pique.
Douglas, el mayor de los hermanos preguntó: “¡¿Papá, nos hundimos?!”. La respuesta de su padre fue inmediata: “Sí”. Aterrado Douglas creyó que se ahogarían ahí mismo y que las orcas se los comerían.
Había poco tiempo para actuar. El padre de familia, ante el caos que reinaba a bordo, repitió su orden a los alaridos: “Abandonen el barco”. Cada uno hizo lo que pudo mientras las agresivas orcas rondaban al Lucette herido de muerte. Dougal chilló una vez más: “Hombre al agua ya, ¡¡¡Suban a la balsa!!!”. Funcionó. Todos gatearon empapados hasta la balsa inflable.
Tres minutos después, los temibles cetáceos se habían alejado. Ellos estaban sentados, chorreando agua salada, mirando un mar en calma. De la goleta Lucette ya no se veía nada.
La profundidad del Océano Pacífico, que supera los diez mil metros, se abría bajo esa inmensa masa líquida sobre la que flotaban sin destino.
Seis a la deriva en una balsa pinchada
La balsa salvavidas inflable era aproximadamente de tres metros por dos y, si bien estaba pensada para un máximo de diez personas, lo cierto es que cómodamente solo cabían cinco. Ellos eran seis.
Atada a ella, con una soga metálica, iba un bote de fibra de vidrio de otros tres metros al que habían bautizado Ednamair, en honor a las dos hermanas de Lyn que les habían provisto el dinero para comprarlo: Edna y Mary.
Con tranquilidad repasaron lo que habían rescatado antes del naufragio: un botiquín para primeros auxilios, nueve litros de agua, dos anclas, dos remos, unos fuelles de madera para mantener inflada la balsa, un equipo de pesca, un espejo para señales, ocho bengalas, pan deshidratado, una lata de galletitas, diez naranjas, seis limones, un cuchillo, un frasco medio vacío de edulcorante y algunos caramelos. Lyn había llegado a tomar, también, una bolsa con cebollas, los cuadernos y su costurero. Esa pequeña caja resultaría valiosa para reparar ropa protectora y coser una especie de techo que los resguardara del sol. Racionando las porciones tendrían para unos días. Eso sí: no tenían compás náutico ni mapas. Además, eran conscientes de que nadie sabría que había pasado con ellos por lo que no saldrían a buscarlos.
La primera idea de Dougal fue volver hacia las Islas Galápagos para esperar a un equipo de rescate. Confeccionaron una especie de vela y usaron el bote como remolcador, pero enseguida se dio cuenta de que las corrientes oceánicas eran demasiado fuertes y los llevaban en la dirección opuesta. Douglas, el mayor de los hijos, sugirió intentar quedarse en el medio del Pacífico donde había lluvias más regulares que les permitirían aprovisionarse de agua y estarían en una ruta con más chances de ser hallados.
La lucha por la supervivencia había comenzado.
Neil y Robin eran los que más padecían el mareo de mar: tenían náuseas y vómitos. Los mellizos lloraban.
La balsa inflable, además, no estaba en buenas condiciones y le entraba agua. Había unos fuelles de madera para inflarla, pero estaban rotos. Por ello, Dougal, Robin (a pesar de su mareo) y Douglas, tuvieron que establecer turnos para soplar con sus bocas y poder mantenerla a flote.
El esfuerzo era enorme. Quedaban extenuados.
Tortugas salvadoras
Al tercer día se quedaron sin agua, pero también tuvieron su primera comida de mar. Un pez volador aterrizó sobre la balsa y Lyn lo marinó al sol con jugo de limón. Luego, como en el milagro de la multiplicación de los peces, otro más grande cayó en el bote. Era un enorme dorado de unos quince kilos. Tendrían reservas para un par de días.
El miércoles 21 de junio, llevaban seis días como náufragos, sería una jornada de sorpresas. Primero, cayó una lluvia torrencial que sirvió para calmar la sed y llenar recipientes. Luego, vieron en el horizonte un barco de carga. Dispararon cinco bengalas, pero nadie los vio. La decepción cedió paso a otra aventura inmediata. Apareció la primera tortuga marina. La cazaron, pero sabían que tenían que tener especial cuidado al matarla. No debía caer sangre al agua porque atraería a los peligrosos tiburones.
Las tortugas iban a ser la fuente principal de su alimentación. Douglas contaría tiempo después: “No saben lo difícil que es matar una tortuga con las manos sin tener herramientas. Ellas pelean muy fuerte y tienen garras afiladas. Pero, cuando tenés hambre, aprendés enseguida. En esos días a la deriva cazamos trece tortugas. Las atábamos y las dejábamos desangrar dentro de una taza que bebíamos enseguida. Era algo muy difícil de llevar a cabo, pero sabíamos que debíamos hacerlo si queríamos sobrevivir”.
Bebían su sangre, comían su carne y, muchas veces, también conseguían sus huevos. Aprendieron algo más: la grasa de las tortugas expuesta al calor abrasador se convertía en un excelente ungüento que podían frotar sobre su cuerpo para aliviar las quemaduras del sol. Además, ese aceite “nos mantenía calientes”, explicó Douglas.
La esperanza en jaque: sed, enemas y tos
En el día 10 de andar a la deriva, las cosas estaban muy mal. Se habían quedado de nuevo sin agua y la balsa tenía que ser inflada de manera constante.
Hacía el día 13 del naufragio estaban desesperados por que lloviera. Necesitaban líquido. Al día siguiente cazaron una tortuga y pudieron beber su sangre antes que se coagulara. Volvió a llover y el alivio fue instantáneo: llenaron sus contenedores con agua de lluvia. En la tormenta se rompió la cuerda que unía el bote con la balsa y Dougal tuvo que lanzarse al mar para recobrarlo mientras los tiburones acechaban. Lo logró.
Los días siguieron transcurriendo y, una vez más, el agua se acabó. La sed era acuciante. Lyn vio en el fondo del bote restos de la lluvia pero, por su trabajo como enfermera, sabía perfectamente los riesgos de consumir ese agua fétida. Se le ocurrió entonces que una manera de inyectar líquido en sus cuerpos, sin correr riesgos de enfermarse, era introducir ese agua por el ano con una especie de enema. Serían enemas de rehidratación. Fue una idea que decidieron poner en práctica. Todos, menos Robin, recurrieron a ello. Al día siguiente llovió y volvieron a beber.
Fue durante el día 17 que el fondo de la balsa se desintegró. No había otra solución que pasarse al bote. Se amontonaron en el Ednamair. Antes, salvaron un par de cosas de la balsa. Con una especie de vela que cosió Lyn se protegían del sol y del viento. Estaban agarrotados por la posición en la que debían estar y solo podían cambiar de lugar planeando cómo se moverían. El peso para mantenerse sin volcar era clave. Cada uno tenía su lugar indicado.
El día 20 de estar a la deriva cayó el 4 de julio: era el cumpleaños de Lyn. Habían conseguido carne de tortuga y un pez. Cantaron el feliz cumpleaños con toda la energía que les quedaba.
Las jornadas siguieron una tras otra con más o menos contratiempos. Perdieron un ancla y un flotador, capturaron más animales, tuvieron frío y lo peor fue cuando sus provisiones de agua se fueron a pique luego de que una tortuga furiosa rasgara la cuerda que las mantenía a flote.
El dilema líquido era aplastante. Secos por dentro, pero mojados por fuera porque pasaban casi todo el tiempo, con el agua hasta las rodillas. Establecieron turnos para poder estar secos un rato. De a uno, iban rotando sesenta minutos en la única parte seca de la embarcación. Solo 15 centímetros del bote estaban por arriba de la línea de flotación. Douglas confesó, años después, que su madre Lyn le cedió muchas veces su turno.
Seguían intentando remar hacia algún lado, pero sin ningún instrumento era difícil saber dónde estaban.
La mañana del día 28 fue cuando enfrentaron las olas más grandes. Una muralla de agua se desplegaba hacia arriba unos seis metros, era aterrador. A la mañana siguiente, Douglas agarró un tiburón mako. Le cortó la cabeza con el único cuchillo que tenían, pero la boca del escualo se cerró y los dientes se clavaron en su mano.
El día 33, cazaron tres dorados. Comida tenían.
Durante el día 36 Lyn comenzó a preocuparse. Los mellizos estaban demacrados y Sandy tosía mucho. Podía tener neumonía.
En el día 37, Dougal casi vuelca el bote por agarrar una tortuga. Lyn veía que la tos de Sandy había empeorado. Sentía que no había mucho tiempo y sugirió que deberían remar día y noche para llegar a alguna tierra firme. ¿Cuánto tiempo podía pasar hasta que este bote también se hundiera o alguien muriera?
El lunes 23 de julio de 1972 a las 17:30 el pesquero japonés Toka Maru II, que se dirigía hacia el Canal de Panamá, los rescató. Estaban todos con vida
El día 38 y la terrible paradoja japonesa
Fue antes de la noche del día 38 que vieron en el horizonte un barco pesquero y Dougal encendió una bengala que duró un minuto. Primero les pareció que no los habían visto, pero minutos después observaron que el barco empezaba a doblar y se dirigía hacia ellos.
Era el lunes 23 de julio de 1972 y el reloj marcaba las 17:30 cuando el pesquero japonés Toka Maru II, que se dirigía hacia el Canal de Panamá, los subió a bordo.
Habían sido rescatados. Ese hecho constituyó toda una paradoja para Dougal. Su hijo lo explicó muy bien: “En 1942, cuando era marino, papá había sido hundido en Ceylon, Sri Lanka, por un barco japonés”. Entre los muertos por el ataque nipón estuvieron la primera mujer de Dougal Robertson, Jessie, y su hijo Duncan. “Ahora, 30 años después, otros japoneses nos estaban sacando del agua”, reflexionó Douglas para clarificar esa contradicción en la que había estado inmerso su padre.
Llegaron a Panamá el 28 de julio y la prensa del mundo estuvo allí para recibirlos. Robin Williams voló de regreso a Gran Bretaña, pero la familia Robertson volvió a su país en otro barco: el MV Port Auckland.
En el puerto británico los esperaba Anne.
¿Qué pasó después de ser rescatados? Con el tiempo Lyn y Dougal se divorciaron. Los hermanos no hablaron mucho sobre lo vivido durante los años siguientes.
Dougal escribió, en 1973, un libro sobre la experiencia extrema, al que tituló Sobrevivir al mar salvaje, que luego, en 1992, fue llevado al cine en una película protagonizada por Ali MacGraw y Robert Urich. Invirtió lo que ganó en comprarse otro bote y partió a vivir sobre el Mediterráneo. Antes, como Lyn quería volver al trabajo de granja, le compró un terreno.
Dougal, diagnosticado con cáncer, en 1988 terminó al cuidado de su ex mujer en la casa de su hija Anne, en Londres. Murió en 1991 con 67 años. Lyn falleció en 1998, con 79 años.
Douglas, el hijo mayor de la familia, se unió a la marina y, luego, se recibió de contador. Creyendo que su padre no le había dado a la familia el lugar que merecía en la historia de supervivencia escribió su propio libro al que llamó El último viaje de la Lucette, en 2005. Allí le otorgó a su madre crédito por todo lo que había hecho durante esos días en el mar. Ella había sido quien había mantenido alto el espíritu, los había untado con aceite de tortuga y había llevado el hilo de cobre en su costurero que les permitió hacer los anzuelos. También había sido ella la que cosió los restos del piso de la balsa para confeccionar una especie de toldo protector en el bote. Douglas reveló que sus padres se habían sentido tremendamente culpables por haberlos puesto en peligro, pero que él no estaba enojado por eso. Después de todo, sostuvo, en vez de sumirse en su crisis de la mediana edad o de buscarse un romance, Dougal había escogido llevarlos a la aventura.
En 2008 la familia Robertson decidió donar el bote Ednamair al Museo Nacional Marítimo de Falmouth: “Ahí está el pequeño bote en el que vivimos. Aprovechemos para recordar que la vida es algo precioso”, dijeron.
Hace 41 años de este naufragio que parece sacado de un clásico libro de aventuras donde, como Robinson Crusoe, todos consiguieron sobrevivir. Si bien no demoraron tanto como el personaje en volver a sus vidas, está claro que las personas que regresaron seis semanas después ya no eran las mismas que habían zarpado.