Era el papá de su mejor amiga y le llevaba 32 años: un romance “escandaloso”, un hijo que no fue y un final inesperado

Él la conocía a Lola desde muy chica, ya que fue compañera de su hija desde la primaria. Un verano en Punta del Este en que ella tenía 20 años, y él estaba triste porque su mujer los había abandonado repentinamente, comenzaron a mirarse con otros ojos. La época de la clandestinidad y la reacción de su mejor amiga al enterarse
  • La historia de un amor cuyos inicios no fueron nada fáciles La historia de un amor cuyos inicios no fueron nada fáciles
  • Los cuatro hermanos hicieron fogones en la playa e invitaron a su padre a sentarse entre todos los jóvenes. Los cuatro hermanos hicieron fogones en la playa e invitaron a su padre a sentarse entre todos los jóvenes.
  • Cuando Lola y Francisco tuvieron un bebé volvió a salir el sol para la familia Cuando Lola y Francisco tuvieron un bebé volvió a salir el sol para la familia

Desarchivar este amor, aún sin dar nombres y apellidos verdaderos, es una tarea peligrosa para sus protagonistas. Hace 16 años que se aman, pero su historia no fue políticamente correcta e incluyó, según quién lo vea, traiciones o simplemente omisiones. Porque Lola, una de las protagonistas de la historia, era la mejor amiga de Bárbara y hoy comparte la vida con el papá de ella con quién también tuvo un hijo quien ya cumplió 11 años.

Vayamos a lo que ocurrió hace una década y media, allá por el verano del año 2007.

Amor de verano

Bárbara es la mayor de cuatro hermanos y sus padres se separaron cuando ella recién había terminado el secundario y tenía 18 años. Para ella la vida continuó soportando la tristeza que habitaba en la casa familiar. Francisco, su papá, alto ejecutivo de una multinacional andaba con la mirada baja y “mis hermanos parecían los terneros guachitos del campo de mi abuelo a los que les dábamos leche con una mamadera gigante armada con una botella”, recuerda.

El abandono de su madre fue un escándalo social. Se enamoró de un empresario extranjero y, de un día para otro, se marchó a vivir a Perth, Australia. A sus hijos les ofreció irse con ella, pero ninguno tuvo ganas de tanto cambio repentino. Tenían su vida armada, sus amigos, sus deportes, sus colegios y a su papá Francisco, desolado.

Se quedaron en la misma casona de San Isidro y los veranos continuaron igual que antes, en un coqueto rancho que habían construido en Punta del Este, Uruguay, cuando soñaban con la vida perfecta.

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Bárbara se encontró de pronto tomando la batuta y haciéndose cargo de cosas que antes no soñaba hacer. Entró a la facultad de Derecho y siguió viéndose con sus amigas del colegio secundario quienes fueron su gran apoyo.

Un caluroso verano, dos años después de la hecatombe familiar, se instaló en Uruguay con Lola, su amiga de toda la vida, desde la primaria. Habían decidido pasar enero y parte de febrero mes panza arriba, dorándose al sol, saliendo de parranda cada noche y durmiendo hasta el mediodía. Lola era gamba, la ayudó con la organización de las comidas, lo atendieron un poco a Francisco, pero también salían a bailar y andaban de playa en playa con sus guitarras, el mate y el mazo de cartas. Con 20 años la vida les sonreía.

Bárbara no notó nada extraño en esos 45 días en su casa de verano. Quizá no vio, quizá fue inocente, quizá… Pero fue en esos momentos que entre Lola (20) y Francisco (52) nació el amor. Un amor que socialmente iba a ser mal entendido y que Bárbara viviría como una gran traición.

Deseos “prohibidos”

Los separaban 32 años. Francisco era jovial y Lola una chica extremadamente responsable y callada. Ese enero del año 2007 la colaboración de Lola en el funcionamiento de la casa fue vital. Francisco se sintió acompañado por sus hijos y por la amiga de su hija a quien conocía desde el colegio primario. La había visto crecer, con uniforme escolar, había ido a buscar a Bárbara a su casa y conocido a los padres y a sus dos hermanas. Pero ese verano las miradas de ambos cambiaron y comenzaron a verse de una manera distinta: Lola vio al hombre y Francisco a la mujer en que Lola se había convertido.

La que habla es Lola: “Para mí Francisco había sido siempre el papá de mi amiga. El que nos dejaba quedarnos hasta más tarde en las fiestas, el que no nos mandaba a dormir, el que nos hacía el asado y las bromas. La mamá de Bárbara era más ausente y amarga. No sé si era feliz, pero no lo parecía. La alegría de la casa siempre fue él. Me rompió el corazón cuando ella lo dejó y se mandó a mudar a Australia. ¡¡Tan lejos!! Fue de golpe, todo estalló en unos meses y no pregunté demasiado. Pero veía que Francisco estaba triste y ya no sonreía igual, Bárbara estaba preocupada, más por él que por sus hermanos que siguieron sus vidas y con el colegio sin grandes conflictos, por suerte. La madre venía de visita cada varios meses. Los veía, los llenaba de regalos y se volvía a ir feliz con su nueva vida en el otro extremo del mundo. Era muy rara la situación, pero estaba claro que había que apuntalar la autoestima de Francisco. Él iba del trabajo a su casa y de su casa al trabajo. Se veía con amigos, pero no salía con nadie. No tenía ánimos para encarar ninguna relación nueva, ni quería”.

Por eso ese verano Lola se encargó de hacerlo feliz. Jugaron a las cartas todos juntos, a los dados hasta la madrugada. Los cuatro hermanos hicieron fogones en la playa y lo invitaron a sentarse entre todos los jóvenes. Francisco iba, acompañaba un rato y después se iba a dormir temprano.

Ese verano regado de noches frías y arena pegada al cuerpo fue bisagra en la manera en que empezaron a verse. Una noche, en medio del fogón sobre la arena húmeda, Lola tuvo frío. Francisco le pasó su campera y después fueron juntos a buscar mantas para el resto.

“Esos sesenta metros que caminamos hasta la casa fueron para mí de una magia inexplicable. Me colgué de su brazo como una adolescente, nos tropezamos en la oscuridad, nos reímos y a lo lejos se escuchaban los cantos del resto de todos en el fogón. El contacto con él me electrizó. Yo había tenido dos novios, pero nunca había sentido esa calidez, esa sensación de protección y de contención profunda. Volvimos cargados con muchas mantas, las repartimos y nos sentamos uno al lado del otro. Francisco era el único grande entre todos nosotros. Esa noche no se fue enseguida como siempre. Se quedó callado mirando el fuego, sentado al lado mío. Me di cuenta de que estábamos felices juntos. Solo se tocaban nuestras piernas por la posición en la que estábamos. Yo no quería que esa noche terminara”.

Lo que siguió al despertar del amor

Hay capítulos de esta historia que no se contarán por expreso pedido. Solo sabemos que esa noche clave hubo manos debajo de las mantas. Y que después, todo siguió con disimulo en los escasos momentos a solas que lograron. Una tarde la cosa escaló y tuvieron relaciones. Casi no hablaban, no sabían qué decir y solo se miraban y tocaban con pasión.

En Buenos Aires, todo continuó de la misma manera. Para Lola, era el segundo hombre con quien tenía relaciones sexuales en su vida. Se cuidaron, pero ella era sumamente inexperta.

Acá viene lo que impide que los protagonistas hablen con nombre y apellido de lo vivido. No fue solo el peso de la mirada social sino, sobre todo, la historia del primer hijo de la pareja que no llegó a nacer lo que los puso en jaque. Apenas habían empezado a tener relaciones cuando Lola quedó embarazada. Horrorizados ante lo que podía pasar se sintieron bloqueados. Todavía no habían ni siquiera blanqueado la situación y se seguían viendo a escondidas. Francisco se escapaba del trabajo cuando podía y Lola de la facultad (estudiaba economía). Barrios lejanos y hoteles alojamiento eran el recurso al que recurrían. Ahora, ¿qué iban a hacer? ¿Sentaban a toda la familia y vomitaban la verdad? ¿Aguantaría la familia de Lola el escándalo? ¿Qué dirían los hijos de Francisco? ¿Las amigas romperían su relación? ¿Y si abortaban? ¿No sería mejor?

Lola y Francisco querían tenerlo, pero se acobardaron: “Teníamos que tomar una decisión antes de que pasaran los días y las semanas. Consultamos a un par de médicos a escondidas, pero no nos decidíamos. Toda la situación era estresante. Empecé a sentirme aterrada, como nunca antes en mi vida, y veía que Francisco, que era un señor grande, estaba como desorientado. Eso me asustaba más. Nos dimos cuenta de que en esas circunstancias no podíamos tener un hijo. Tomé una medicación que podía hacer que perdiera al bebé y funcionó. No quiero hablar más de eso. Me arrepiento hasta el día de hoy porque los dos queríamos a ese bebé… solo que no nos animamos a seguir adelante”.

Confesión de una pasión clandestina

El aborto podría haberlos distanciado, pero no los separó. El amor siguió adelante con la misma fortaleza, pero atravesados por el dolor. Se dieron cuenta de que tenían que dejar esa relación oculta, de que no podían seguir así. El tema era cómo. Empezaron terapia cada uno por su lado. La respuesta que iban a buscar en los profesionales era cómo debían comunicar a sus respectivas familias lo que ocurría.

Lo cierto es que un día a finales de noviembre, aprovechando una reunión familiar, sin más amigos que Lola, la que siempre estaba por algún motivo u otro, Francisco dio el primer paso. Antes se habían puesto de acuerdo con Lola y estaban preparados para escuchar cualquier barbaridad que los hijos de Francisco pudieran decirles. Iban a poner el pecho a lo que fuera. Nadie sospechaba que esa sobremesa sería la mecha de una bomba.

Lola ya tenía 21 años y él estaba por cumplir los 53. Los chicos iban y venían levantando los platos y trayendo el postre. Bárbara sacó helado del freezer y estaba empezando a servir cuando escuchó la frase:

“Papá dijo que tenía que hablar con todos juntos. Yo no entendía por qué tanta seriedad y, además, Lola estaba ahí, entre nosotros… ¿De qué cuernos querría hablar? La duda me duró un segundo porque la frase siguiente me dejó más freezada que el helado. Me acuerdo perfecto de cada una de sus palabras: Estoy enamorado y no quiero ocultárselos más. Soy de nuevo feliz, pero sé que les va a costar entenderme… entendernos. Aceptarnos”.

Dicho eso se levantó mirando a Lola -que estaba del color de un tomate y le temblaba el mentón- y fue hasta ella. Apoyó sus dos manos sobre los hombros de la joven. Lola rememora: “Casi me largo a llorar. No podía decir ni una palabra, tenía un nudo en la garganta y no podía mirar a nadie. Miraba fijo mi vaso con jugo de pomelo. Recuerdo el vaso azul, la bebida amarilla, la servilleta arrugada y sentir como un vacío exterior, como que todo se había detenido”.

Las reacciones del resto fueron inmediatas. Los dos varones más chicos se levantaron de la mesa y se fueron a sus cuartos sin decir nada. El segundo, el que seguía a Bárbara, Juan, dijo una mala palabra con voz ronca y se quedó como petrificado en su lugar. Bárbara atinó a musitar, desangeladamente, mirando a su amiga: “No puedo creer lo que escucho. Sos un asco. Te hacías mi amiga y te c… a mi viejo. No puedo seguir escuchando este discurso de cuarta. Por mí hagan lo que quieran, pero no busquen mi aprobación”. Se fue llorando y sintieron el portazo de la puerta de entrada. En la mesa quedaron Francisco, Lola y Juan en silencio.

Por varias semanas las cosas se pusieron bravas. Lola quiso hablar con Bárbara a solas, pero su amiga canceló la comunicación entre ambas.

Pasó el tiempo y aunque la relación estaba blanqueada, los enamorados tuvieron que seguir como si siguieran en la clandestinidad. Lola no se animaba a pisar la casa.

Francisco fue al colegio de los chicos para explicar la situación y buscar contención. Las respectivas terapias empezaron a aflojar el ambiente. Poco a poco el enredo emocional que había desbordado fue encontrando su cauce.

“En mi casa fue otro cataclismo”, explica Lola, “Mis padres son muy católicos y estaban escandalizados. Pero tuve la suerte de que mis hermanos mayores hablaron con mis viejos y operaron a mi favor. Después de todo yo no era una loca, no me drogaba, no era alcohólica, solo me había enamorado de un señor separado, un buen tipo, que era el padre de mi mejor amiga. Ellos lo conocían mucho. Así que mi papá lo llamó y se juntó con él a solas. Eso ayudó mucho. No tengo idea ni quiero saber de qué hablaron. Supongo que papá querría saber que yo no era algo pasajero para él”.

Pasaron los años, Lola se mudó a un departamento a vivir sola y la relación se volvió casi aceptada por todos. Si bien Bárbara y Lola ya no eran amigas, cuando a los 25 años Lola volvió a quedar embarazada hubo un primer acercamiento. Recién ahí, Lola le contó lo del primer aborto y lloraron juntas abrazadas. Bárbara se apiadó por lo que había vivido Lola. Embarazada resultó natural que dejara el departamento y se mudara con Francisco. Ya Bárbara vivía sola y los tres hermanos varones no opusieron resistencia.

Cuando nació Matías, el hijo de 11 años que hoy alegra sus vidas, fue como si después de la peor tormenta hubiese salido un sol rabioso. La felicidad volvió a la familia. Ese bebé se convirtió en el juguete de todos y en el catalizador de los mejores sentimientos.

Los finales felices existen

Francisco no quiso hablar para esta nota y solo pidió que su hija y su mujer fueran cuidadosas con sus dichos. Las que aportaron los datos fueron las amigas ahora convertidas en familiares: Bárbara y Lola.

Lola, más callada que Bárbara, dice que fue muy duro llegar hasta acá, pero que con mucha paciencia y amor todo se puede: “Sigo enamorada de Francisco como el primer día. Y haber tenido con él a Matías es un regalo que le agradezco a él y a la vida”.

De su madre en el continente Australiano, Bárbara no quiere hablar. Esa herida parece no haber cicatrizado nunca.

Bárbara y Lola hace ya una década que han retomado su relación. Las dos aceptaron hablar anónimamente porque se quieren mucho y odian los secretos familiares y los tabúes. Lola se siente perdonada por su amiga y Bárbara siente, a su vez, que la pudo comprender.

Ella misma está en pareja con un hombre veinte años mayor que ella, divorciado y con hijos y razona: “Al fin de cuentas, que sea Lola la mujer de mi padre, fue lo mejor que nos pudo pasar en la vida. Nadie puede quererlo más y es una persona que tiene que ver con nuestra infancia, que nos conoce profundamente y que nunca quiso hacer daño a nadie. Lo que ocurre es que cuando sos joven es difícil dimensionar los afectos y uno suele ser más intolerante a lo que es disruptivo.

Nos costó mucho a todos, pero logramos evolucionar y llegar a buen puerto. Todos hicimos terapia, eso fue fundamental. Y, además, te voy a confesar que hoy pienso muy distinto a entonces. Porque que Lola sea joven es algo muy bueno para papá, porque seguramente lo acompañe hasta el final de su vida. Mi viejo no va a estar nunca solo. Eso es un alivio. También es verdad que el nacimiento de mi hermanito menor, Matías, puso el broche amoroso final que faltaba en la familia. Verlo crecer es algo que nos conmueve a todos”.

Amores reales

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