Fue un sábado de 1982, Adriana era una jovencita de 22 años y había ido a bailar con su prima a Poppo’s, un boliche de Moreno. Fue en esas pistas que vio a Jorge por primera vez, que la sacó a bailar, que trataron de escucharse, “¿venís siempre a este boliche?”.
Se suponía que al momento de despedirse era él quien tenía que sacarle el número de teléfono a ella, quedar en algo. Pero nada, no le dijo nada.
“Como que se hizo el difícil”, se ríe Adriana Osnengo 40 años después de aquella escena mínima mientras conversa con Infobae. “Igual yo tampoco tenía teléfono de línea en mi casa”. Ella y su prima se volvieron a Ituzaingó en el Sarmiento “y en el camino le dije ‘el sábado que viene volvemos’. Y volvimos”.
Fue -titula- “un amor fulminante: al año ya estábamos casados”.
Está hablando de Jorge, su primer gran amor, su primer marido, el padre de sus tres hijos. 23 tenía ella cuando se casaron, 26 él. No sonaba a “mandato” de época, a la necesidad de encontrar un buen partido antes de ser una “solterona”.
“Naaa, lo único que queríamos era estar juntos, no sé cómo decirte. El amor no se explica, lo sentís acá. Queríamos formar una familia”, sigue ella, y hace una pausa. “Pero bueno, la vida nos fue llevando por situaciones difíciles”.
Se casaron en septiembre de 1983, primero en el Registro Civil de Ituzaingó, después por Iglesia; y enseguida nació el primero de sus hijos. La década del 80 avanzaba, el negocio que habían puesto se fundió y comenzó la debacle económica.
“Jorge empezó a trabajar como taxista, y la vida cambió del día a la noche. Trabajaba siete días a la semana, se iba a la mañana y volvía a la noche. No nos veíamos nunca”, recuerda.
Tuvieron dos hijos más. Adriana se dedicó a criarlos y a sumar lo que fuera para aportar a la economía familiar -organizar reuniones para vender productos de belleza, cocinar para una rotisería-; pero era un pozo resbaladizo, nunca parecían terminar de salir.
El “contigo, pan y cebolla” como símbolo del amor era difícil de sostener: “Había que pelearla y teníamos a los chicos chicos, eso obviamente influye en una pareja. Vivíamos al día, para ahorrar no quedaba nada, te la pasabas laburando para decir ‘¿y qué vamos a hacer mañana?’. Era un estrés…”.
“No te das cuenta y la pareja despacito se empieza a desgastar: no tenés un momento de tranquilidad para charlar, un rato para salir, un momento para tener intimidad”.
Había preguntas que Adriana se había hecho desde que era niña: “¿Para qué vine yo a este mundo?”, “¿por qué siento como si me hubieran arrancado de un lugar al que necesito volver?”.
Ahora que tiene 63 y puede mirar con calma hacia atrás cree que le pasó lo mismo que a muchas mujeres de su generación: era esposa y madre, no parecía haber tiempo ni espacio para lo que le pasaba a ella.
“Y cuando vos no estás bien -sostiene-, no estás bien ni con tu pareja ni con nadie”.
La familia creció y creció sólida pero de la pareja fueron quedando los restos.
“Es que el amor es como un bebé, ¿viste? No podés dejarlo tirado en un rincón y ‘arreglate como puedas’. No es esa magia que te dicen: en la pareja hay que estar presente, hay que poder decir, hay que escuchar al otro, pero a veces uno está tan apabullado con los problemas que entonces ¿qué vas a escuchar?”.
Tiraron juntos del carro sin demasiadas chances de detenerse a pensar hasta que los chicos dejaron de ser “criaturas”. Los tres, además, se pusieron a trabajar a medida que fueron terminando el secundario por lo que la situación económica empezó a sentirse, por fin, más liviana.
¿Había llegado el momento de disfrutar en pareja? No. “La pareja ya estaba muy saturada y uno lo que hace es empezar a echar culpas. De repente parás el carro y ves todo lo que te guardaste durante tanto tiempo para poder empujarlo. Y empezás a revolear culpas para todos lados”.
Es que antes de ser esposa y madre, Adriana había empezado a formarse como actriz. Quería ser profesora de teatro y ese fue uno de los carpetazos que revoleó: “Le eché la culpa a él porque no me sentía realizada con mi profesión”.
Adriana y Jorge se divorciaron en 2010. Habían cumplido 26 años de casados.
La nueva vida
Adriana cierra los ojos, abre los brazos y hace el gesto de libertad y viento en la cara de Kate Winslet en Titanic. “En un primer momento decis ahhh: aire”, se ríe. Tenía 50 años cuando se divorció, no sintió que había fracasado, al contrario.
Se anotó en el profesorado Nacional de Teatro y empezó a estudiar aquello que había quedado pendiente. De afuera parecía evidente: Adriana estaba recuperando el tiempo perdido.
Pero cuando llegó a tercer año, dejó. “Seguía sin sentirme realizada, entendí que la actuación era una etapa que ya había cerrado”. ¿Y entonces? ¿No era por haber seguido a Jorge que sentía ese vacío?
“Me seguían cayendo las fichas. ‘Ah, no era por él que yo me sentía así', de hecho él siempre me había apoyado. Era algo completamente mío”.
Adriana empezó a buscar qué era aquello que le faltaba, buscó, probó, y encontró sus respuestas en el trabajo espiritual.
“Lo que a mí me faltaba era encontrarme conmigo misma”. Ese era el lugar del que se había ido.
“Con mucho trabajo, porque tampoco es magia, aprendí a amarme a mí misma. Pensá que a las mujeres de mi generación nos enseñaron que siempre tenemos que querer al otro, hacer por el otro, y yo aprendí que si yo no me cuido, no me valoro y no me respeto, no puedo respetar, cuidar, amar y valorar a nadie. Mirá a la edad a la edad que lo vine a aprender...”.
Hubo otro aprendizaje, entre varios: “Dejar el ego de lado. Porque el ego lo único que hace es exigirte que seas mejor, más conocida, más flaca, más linda, más inteligente, que triunfar en la vida es ganar mucha plata, que te vayas al Caribe. Y la vida no es eso, la cosa no está afuera, va por dentro”.
El amor después del amor
Adriana llevaba cinco años divorciada. Los chicos ya eran grandes, a Jorge casi no lo había vuelto a ver. Fue en ese contexto que apareció en su vida un amor inesperado.
“Nos encontramos acá en casa”, cuenta ella con una sonrisa. Ella y Jorge, su ex marido, tenían que resolver algo de uno de sus hijos, a eso se debía la cita. “Y por primera vez nos sentamos tranquilos y empezamos a hablar. Y de repente… como que nos volvimos a ver”.
Dice que tuvo la misma certeza física que había tenido en aquellos pocos meses de noviazgo, “cuando nos sentábamos en un bar y podíamos hablar tres horas seguidas”, vuelve. “De repente los dos dijimos ¿pero qué pasa acá? Porque te sorprende, no es que lo estuviéramos esperando”.
Durante esos cinco años los dos habían crecido, habían hecho un trabajo personal: ¿quién sos cuando no sos esposa, cuando no sos madre, cuando no sos amiga? ¿quién sos vos, a secas?
Entre otras cosas, había aprendido el valor de decir: “En nuestra generación lo que pensabas te lo tragabas. ‘Ay, cómo voy a decir esto o aquello’. El otro día hablábamos de eso con mis amigas, ahora que se empezó a hablar de abusos sexuales, de violaciones, de maltrato, muchas de las mujeres de mi edad empezaron a mirar para atrás y a entender algunas cosas”, cuenta como ejemplo de todo lo que se empezó a nombrar.
Y vuelve a él.
“Y bueno, lo sentí acá otra vez -cuenta, y se apoya la mano abierta en el pecho-. Yo no tenía dudas, Jorge tampoco”. Y así, tras cinco años de divorcio y sin que ninguno de sus hijos lo supiera, volvieron a ponerse de novios.
“Aquello de vivir al día, de pensar ‘¿y qué vamos a hacer mañana?’...todo eso ya había pasado, entonces pensamos ‘éste es el momento: si el amor está, es el momento de disfrutarlo’”.
El pacto, sin embargo, fue nuevo. “Esta vez fue ‘vos sos vos, yo soy yo, y nos respetamos como somos’. Seamos libres, que el otro pueda ser totalmente sincero, porque es muy difícil ser totalmente sincero en una pareja: poder decir todo y ser capaz de escuchar todo”.
Sus hijos, que se habían quedado helados cuando les habían anunciado el divorcio, volvieron a quedarse helados cuando se enteraron de que estaban noviando.
“Fue un impacto grande para ellos, ¿pero sabes qué? La familia cambió para bien”, cuenta Adriana. ¿Por qué? “Porque uno puede hablar muchísimo pero educa con lo que les muestra. Y les mostramos que está bueno darse la oportunidad de probar y que también pueden decir ‘probé y me equivoqué”.
Busqué, probé, me equivoqué, y encontré.
Si no se hubieran divorciado, en septiembre de 2023 Adriana y Jorge cumplirían 40 años de casados. Fue a él a quien se le ocurrió la idea: “¿Y si en esa fecha nos casamos de nuevo?”.
Dice ella: “Es que mi esencia y la de él no habían cambiado, pero ahora el amor está así”, se despide, y abre los brazos, florece.
El tema era cómo, con qué dinero.
De eso, esta vez, se ocupó el azar, que repartió un tiro para el lado de la justicia. Hace 20 días Adriana se anotó en “Los 8 escalones” y así, frente a Guido Kaczka, el jurado y como quien no quiere la cosa, ganó los 3 millones de pesos.
Cuando le preguntaron para qué iba a usarlos sonrió: “Para casarse con mi ex marido”, dijo.