Descuartizó a sus amigas y las convirtió en jabón y dulces: Leonarda Cianciulli, la saponificadora de Coreggio
Tuvo una vida miserable y varios intentos de suicidio en la Italia de comienzos del siglo pasado. Gitanas y adivinas le vaticinaron que no sobreviviría ninguno de sus hijos. Para evitar el presagio, siguió “los consejos” de la virgen María durante un sueño: sacrificios humanos y donaciones a la Iglesia.
Ante la ley, se presentó la acusada y pidió declarar.
- Adelante-, le dijo el juez.
- Corté aquí, aquí y aquí, -señalando diversas partes de su propio cuerpo. - ¡En menos de 20 minutos todo había terminado incluida la limpieza, eh!. Si quiere lo podría demostrar ahora mismo.
De esta manera, Leonarda Cianciulli declaró su voluntad de mostrarle y demostrarle al tribunal cómo se hace para descuartizar un cuerpo humano con unos cuantos cortes. ¡Cómo iba a necesitar ayuda para eso! Los tres delitos que le imputaban los había confesado sin que se le moviera una ceja y con la misma frialdad con la cual le estaba diciendo ahora al juez cómo se cortaba un cadáver y de qué manera con los pedazos se hacía jabón y dulces.
El juez se echó para atrás.
Enseguida pensó que no podía autorizar semejante demostración, aunque un asistente se le aceró para decirle al oído que a petición de la acusada estaba preparado el cadáver entero de un vagabundo que nadie había reclamado y que se quedara traquilo que no emana olor, todavía, o, en todo caso, Leonarda sabía qué sustancia utilizar para quitarlo.
El juez descartó furioso que un cadáver ingesara a su tribunal. Ya tenía bastante con los vivos para traer un muerto.
Hubo un cuarto intermedio y Leonarda, con sus cabellos grises y su contextura robusta, se volvió a sentar sin decir palabra. Era una típica mujer del sur de Italia, de la región de Campania, que apenas hablaba italiano sino preferentemente el dialécto napolitano.
Ella esperaba. Una sola vez miró al público para ver si distinguía a sus hijos.
Al final el juez volvió.
Aceptó una solución salomónica para cumplir con el deseo de la acusada y para dejar tranquila su propia conciencia. Si Leonarda quería demostrar cómo descuartizaba y, sobre todo, que ello no le llevaba mucho tiempo, pues bien, que lo hiciera, pero simulando los cortes en el cuerpo de un policía que gentilmente se ofreció para hacer de “muñeco” de pruebas. El público miraba con la boca abierta.
Se dispusieron de un banco y una silla, uno se juntó con el otro y el gendarme se quitó su sombrero y se acostó boca arriba en ellos. Antes miró al juez que le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Leonarda, en posición, utilizó el canto de su mano como su fuese el hacha para señalar que el primer tajo lo había hecho en el hombro. Con la mano izquierda, tomó al policía, que no tenía expresión alguna, de su brazo derecho y con el canto de la mano derecha mostró y demostró cómo se cortaba la conyuntura. Y así siguió hasta que el público imaginase de ese hombre sólo quedarían pedazos.
-¿Ve? -dijo Leonarda dirigiéndose al juez, que lucía su imponente toga negra y su semblante austero, en el estrado desde el cual miraba a todos desde una posición elevada. -Así y así y así. Y terminé…! ¿Entiende? -afirmó la acusada, que manejó al policía como si realmente fuese un muñeco, a veces con cierta brusquedad.
¿Y quién no entendía lo que acababa de ocurrir? Todos entendían que había algo más en esa descripción tan explícita, debía haber algo más en esa frialdad que extrañamente parecía hasta inocente, como la de quien de verdad estuvo jugando con un muñeco cuando se deshizo de sus víctimas.
El juez, ya en su despacho, decidió comunicar en la próxima audiencia que esa demostración no se asentaría en los registros oficiales. Lo había pensado mejor y era demasiado. Ya se imaginaba las caras de sus superiores en la apelación leyendo la forma en que Leonarda realizó su acto de descuartizamiento simulado con el vigilante. No, mejor no.
Quién fue Leonarda Cianciulli
Leonarda Cianciulli había nacido en Montella, provincia de Avellino, el 14 de noviembre de 1892, once años después de que la región se incorporara al reino unificado de Italia. Su madre fue Emilia di Nolfi y su padre Mariano. Tuvo una infancia muy dificil. Era una nena débil, enfermiza, sufría de epilepsia y su familia no la quería, la trataba como una carga. Su mamá no le prestaba la más mínima atención y cariño y se lo hacía notar por el amor con el que trataba a sus demás hermanos.
Ella dijo ya de grande que su madre la odiaba porque nunca había querido que naciera, declararía luego.
Dos veces quiso suicidarse colgándose, una vez llegaron a tiempo para descolgarla y la otra se rompió la soga. En esta ocasión, su madre le dijo con todas las letras que le disgustaba mucho verla viva e incluso la amonestó: “Leonarda, te suplico, o te suicidas bien o mejor deja de intentarlo”.
Se hizo a la idea de que ni para matarse servía y que estaba condenada a estar con su familia y con ese ogro de su madre y ese pusilánime de su padre.
Pero no son pocos los testimonios que revelaban que el papá, a diferencia del resto de la familia, no la maltrataba, al contrario. Tenía peleas con su mujer por las severas maneras que Emilia utilizaba con su hija.
En esa casa, había varios secretos que jamás estuvieron asentados sobre ningún papel con membrete oficial. Pero en el pueblo se decían dos cosas de esa familia. Que la raíz por la cual Emilia no quería a su hija era que habìa quedado embarazada de Leonarda como consecuencia de una violación.
El otro tabú era que su papá murió de golpe mientras comía sopa de pescado que podría tener cianuro suministrado por su esposa.
En su juventud, Leonarda tuvo muchos novios, hasta que conoció a Raffaele Pansardi, un empleado de correos, miope y coleccionista de chatarra.
Emilia puso el grito en el cielo. Le decìa que se iba a casar con un infeliz que jamás le daría nada, cuando ella, su madre, le había preparado un casamiento con un granjero de 60 años que tenía bastante dinero para todos.
Leonarda se casó de todos modos con el empleado en 1914, a los 22 años. Si algo le faltaba a Leonarda era que la madre la maldijera. Le dijo que le deseaba una vida miserable y sin hijos. Nunca más volvieron a verse. Con peleas y maldiciones, de esa manera Leonarda logró de una vez por todas irse de esa “maledetta” casa.
Leonarda Cianciulli, las gitanas, la cárcel y el manicomio
Recordó que hacía unos años había ido a ver a una gitana que le leyó las líneas de las manos. Le había dicho: “Te vas a casar. Y tendrás muchos hijos, pero todos tus hijos van a morir”. Leonarda salió deshecha de esa visita.
Por qué este doble castigo, el de tener hijos pero no conservarlos y quedarse sola siempre, como la había condenado su malvada madre. Ella creía en los embrujos y en los malos espíritus.
Una vez que contrajo matrimonio, la pareja se fue a la zona de Ariano Irpino, en los Apeninos, cerca de Avellino, a unos 50 kilómetros al este de Nápoles.
Fue a ver a otra gitana que le habló con palabras que la dejaron pensando. Esta le dijo: “Veo en tu mano derecha la cárcel y en tu mano izquierda veo el manicomio”.
La familia vivía en la pobreza y ella, para obtener unos pesos, cometió un par de estafas y fue a la cárcel por casi dos años. Salió en 1927.
Para cambiar el aire y la suerte se mudaron a Lacedonia.
Apenas dos años de tranquilidad tuvieron allí pues en 1930 un terremoto destruyó su casa. No les quedaba más que el suelo que pisaban que para colmo no era muy seguro que digamos. Emprendieron entonces una nueva mudanza, que sería la última, hacia Correggio, en la provincia de Reggio Emilia.
Comenzaron a vender indumentaria usada. Poco a poco se fueron levantando, pusieron una pequeña tienda que se hizo muy popular porque Leonarda era muy sociable, gentil y laboriosa. En esa tienda, también trabajaba su marido. Era, en fin, una vecina muy querida en la comunidad. Vendían, además, pequeños utensilios, broches para colgar la ropa, jabones de tocador y para lavar las vestimentas, cepillos, algunas especies, en fin un poco de todo. También se convirtió en la curandera del lugar. Las gitanas le enseñaron bastante sobre encantamientos.
Con los años, quedó 17 veces embarazada y llevó a término todos sus embarazos pero las condiciones durisimas de la vida hicieron que perdiera a tres de sus hijos en abortos espontáneos, que diez de ellos murieran de diferentes enfermedades durante la niñez y juventud y que sobrevivieran cuatro.
Cada vez que perdía a un hijo, maldecía a su madre y también a Dios. Odiaba a Dios con todas sus fuerzas. No podìa soportar la pérdida de ningún otro hijo. Casi todas las noches soñaba con los pequeños ataúdes blancos que se los llevaban…
Estos sueños eran recurrentes, pesadillas que ella tomaba como advertencias. Había aprendido de las gitanas el arte de la adivinación, magia, leía libros de quiromancia, de conjuros, de espiritismo, de astología; tenía conocimientos sobre todos los sortilegios y de los métodos para neutralizarlos.
Leonarda Cianciulli, una visión y los sacrificios
Su propio partido, el fascista, le daría una muy mala noticia. Todos en Italia sabían que era ininente el ingreso del paìs en la Segunda Guerra Mundial. Para Leonarda fue un golpe tremendo: el hijo mayor Giuseppe, su hijo predilecto, que era maestro y estudiaba Letras en Milán, fue llamado a prestar el servicio militar. Sus otros hijos, Bernardo y Biagio, se esmeraban en atletismo, y la más chica, Norma, iba al jardìn de infantes.
Leonarda, desde el llamado a las armas de Giuseppe, ya no podìa dormir, le costaba respirar, no podìa entender la mala suerte que la acompañaba desde su nacimiento.
En un nervioso sueño, dijo que se le apareció la Virgen y se dirigió a ella. “Ofrece una vida por una vida. Para salvar a tu hijo de la muerte, debes hacer sacrificios y acordate de seguir haciendo donaciones a la iglesia”. Creyó que no había tenido un sueño sino un encuentro. Si debía llegar al sacrificio humano, lo haría con tal de salvar a Giuseppe.
Leonarda tenía tres amigas íntimas, Virginia, Faustina y Francesca Clementina, tres mujeres ya maduras que estaban solas y que darían cualquier cosa por sentir otra vez el aroma que emanara de un ramillete de flores regaladas por un caballero, el halago y la galantería alrededor de ellas. Mujeres dispuestas a todo por irse de Correggio, y revertir malas decisiones de su pasado.
Las "amigas" de Leonarda Cianciulli
Faustina Setti tuvo un solo novio en su vida pero no la convencía. Nunca más tuvo otro. Solterona era la palabra que mejor le cabía y la que más odiaba y cada vez que veía a su amiga del alma, a Leonarda, hablaban de lo mismo, de la suerte que tenía Leonarda de haber formado una familia.
Faustina, seguía ahí, marchitándose. Le había pedido discretamente a Leonarda que la ayudara a encontrar un marido. No quería morir sola, necesitaba amar y ser amada. Las amigas la consideraban a Leonarda como una especie de consejera, poseedora de una singular sabiduría popular, es decir una mujer que conocía todo tipo de artes y ciencias no convencionales lo cual le permitía ver más allá de las cosas. Leonarda le dijo a Faustina que dejara todo en sus manos.
Poco tiempo después, Leonarda le mandó a decir a Faustina que la esperaba en su negocio. Cuando llegó, Leonarda la hizo pasar a la trastienda y le dio la gran noticia. Por intermedio de familiares que vivían en la lejana ciudad de Pola, más allá de Venecia, le había llegado la noticia de un señor muy serio que buscaba compañía y Leonarda les dijo a sus parientes que le hablasen de Faustina, de grandes virtudes, y que podrían congeniar. Que ese hombre comerciaba en telas y no iría a la guerra porque rondaba los 70 años. Había enviudado hacía ya un tiempo. Faustina, de 69 años, debía apurarse. Leonarda le aseguró que todo andaría muy bien pero que no le dijera nada a nadie porque la gente es envidiosa y las habladurías podrían echarlo todo a perder. La Cianciulli le recomendó también que escribiera algunas cartas a los parientes pero que las enviara desde Pola, cuando llegase. Solo tenía que darles la novedad y decirles que todo estaba bien.
El día de la partida, Fautina fue con su valija hasta la casa de Leonarda. Esta la hizo pasar. Le ofreció una copita de vino para darle coraje frente al viaje que debía realizar. En el vino habìa puesto un somnífero. Cuando Fautina quedó sin sentido, la mató a golpe de hacha, arrastró su cuerpo hasta un pequeño cuarto y comenzó a seccionar el cadáver con cuchillos y hachas hasta reducirlo a nueve partes. Hizo colar la sangre en un gran cuenco. Las piezas las iba dejando en una enorme olla a la que agregó siete kilos de soda cáustica, que había comprado para hacer jabón, alumbre de roca y brea griega, y mezcló todo hasta que las partes seccionadas se disolvieron en una papilla o pulpa oscura y viscosa con la cual llenó algunos baldes que tiró en un pozo séptico cercano a la casa. También algunos huesos.
No todo lo tiró en el pozo. Preparó jabones, que fue vendiendo de a poco. Con la sangre del cuenco, esperó a que se coagulara, la secó al horno, la maceró y la mezcló con harina, azúcar, chocolate, leche y huevo, además de un poco de margarina. Mezcló todo e hizo una gran cantidad de pastelitos crocantes y se los sirvió a algunos señores que llegaban de visita y a sus clientes. Algunos dìas después envió a Giuseppe a la ciudad de Pola para que enviase por correo desde allì las cartas escritas por Faustina a sus familiares. Los efectos personales de Faustina fueron vendidos. Además, se quedó con las 30.000 liras que había ahorrado Faustina y que iba a llevar en ese viaje imposible. Nadie buscó a Faustina y pudo ser su única muerte pues ya tenía, en su delirio, un alma para su hijo. Pero ella tenía tres hijos más.
Leonarda sabía que otra de sus amigas del alma, Francesca Clementina Soavi, una maestra desocupada, tenía deseos de irse de Correggio. No la movía tanto la voluntad de casarse sino de encontrar un empleo. Las amigas lo habían hablado muchas veces pues Francesca Clementina añoraba sus épocas de docente. Hacia fines de agosto, entonces, Leonarda le comunicó que por medio de algunos amigos que se habían establecido en Piacenza, en la región de la Emilia Romagna, le había conseguido un empleo de institutriz en esa ciudad, en un establecimiento que quedaba cerca de la Basílica de Sant’Antonino, el Patrono de Piacenza. Para Francesca, Clementina era un revivir que la sacaba por fin de esa agobiante depresión que la iba a terminar matando. Las dos se abrazaron. Francesca Clementina quiso saber qué colegio era y Leonarda le dio todas las especificaciones relacionadas con una escuela para señoritas. Feliz, hizo su equipaje y el 5 de setiembre de 1940, antes de partir pasó por lo de Leonarda, como habían quedado, para despedirse.
Con Francesca Clementina, empleó la misma trampa que con Faustina. Le dijo hizo escribir una par de cartas a sus familiares, cortas, para que las enviara desde Pianceza. Mientras la maestra se acomodó para comenzar a escribir, el hacha de Leonarda cayó sobre su cabeza. Con su cuerpo, hizo lo mismo que con Faustina.
La siguiente fue una señora de 59 años, Virginia Cacioppo, una excantante lirica desempleada que se pasaba todo el tiempo rememorando su deslumbrante pasado. Leonarda le aseguró que sabía de un trabajo de secretaria de un poderoso empresario teatral en Florencia que podría convertirse en una oportunidad de darle vida nuevamente a su carrera de soprano. Quedaron en encontrarse por última vez antes de la partida.
A Francesca Clementina, la había matado el 5 de setiembre y a Virginia la citó en su tienda para darle el último adiós el 30 del mismo mes, a la noche. Llegado el momento, según las palabras de Leonarda: “Terminó en la olla, como las otras dos. Su carne era gorda y blanca. Cuando fue disuelta agregué una botella entera de agua de colonia y después de dejarla hervir bastante tiempo, obtuve jabones cremosos y aceptables. En su homenaje se los dí a vecinos y conocidos. También los dulces fueron mejores que los de las otras: esta señora era de verdad dulce”.
El detalle que se le escapó a Leonarda Cianciulli
Su última víctima tenía una cuñada llamada Albertina Fanti. No es que Fanti tenía gran afecto por Virginia pero era bastante entrometida. Había dos cosas que no le cuadraban a esta mujer, una fue haber recibido una carta desde Florencia. En lugar de tranquilizarla sobre el paradero de Virginia, la hizo dudar, porque según su criterio lo nornal hubiese sido que avisara antes de partir y no al llegar a Florencia. La otra cosa que tampoco le agradó fue el hecho de que Leonarda hubiera salido a vender todos los vestidos de Virginia. Y había una tercera cuestión que hacía sospechar a Albertina. La última vez que había visto a Virginia, esta entraba al negocio de Leonarda.
Albertina Fanti fue a la Policía. Le tomaron la denuncia por la desaparición de su cuñada y fueron a ver a Leonarda. Antes, el jefe de Policía supo del extraño recorrido de un bono del tesoro que era de Virginia. Resulta que Leonarda tenía una deuda con un tal Abelardo Spinarelli y se la pagó con ese bono (después de la desaparición de Virginia). Ese bono terminó en la ventanilla del Banco de San Próspero. Cuando la Policía se enteró fue apresuradamente a la casa de Leonarda. Bastó que los policías entraran para que Leonarda confesara todos sus crímenes. Era 1940. Leonarda pasó seis años en la cárcel antes que le hicieran juicio. Italia era un caos después del Armisticio del año ´43.
Días despuès del arresto, fue examinada por el psiquiatra más importante de la época, Filippo Saporito. Para él, la acusada estaba loca. Técnicamente, dijo que padecía de una “psicosis histérica”. Fue tal el tembladeral que provocó este diagnóstico que los jueces de la Corte de Apelaciones de Bologna acusaron al renombrado médico de haber sido “embrujado” por Leonarda y consideraron que los delitos cometidos eran perfectamente atribuibles a una persona en su sano juicio. Trabada la controversia, para zanjarla usaron un viejo método: mitad para cada uno. Es decir, la declararon oficialmente medio enferma o semienferma y de esa manera se realizó el singular juicio a una mujer mitad cuerda y mitad demente.
Al presentarse un médico forense y poner en duda que una señora como la Cianciulli pudiera desmembrar sola un cadaver de alrededor de 70 kilos y se echó sobre la mesa la presunta participaciòn en los homicidios de su hijo mayor Giuseppe, fue entonces que Leonarda se levantó, pidió hablar y le preguntó al juez si podía descuartizar un cadáver en el salón para demostrar lo rápido que podía hacerse.
Al final de cuentas, los cortes los hizo en la sala de audiencias pero con el canto de la mano sobre el cuerpo de un policía impávido. La versión según la cual le trajeron el cadáver de un vagabundo y procedió a descuartizarlo no ha sido refrendada. La otra cuestión que provocó la intervención de la acusada fue cuando el mismo médico forense Saporito afirmó que era imposible que Cianciulli hubiera convertido en jabón los cuerpos. Ante tal afirmación, la mujer a la que la prensa había bautizado ya como “La Saponificadora de Correggio”, gritó indignada:
-¡Que alguien en este tribunal me dé un cadáver de cualquier edad y lo demuestro! ¡Vamos, lo haré jabón!
Ya nadie quería discutir si lo pudo o no lo pudo hacer. Sí, lo hizo y se determinó que faltaban pruebas para condenar a su hijo Giuseppe, con lo cual este quedó libre de culpa y cargo. Faltaba saber por qué lo había hecho. Ella ensayó una respuesta que tenía que ver con toda su historia. Lo había hecho por sus hijos, para conservarlos a su lado.
Como la administración de justicia la encontró bastante cuerda pero un poco loca, Leonarda Ciuanciulli fue condenada a 30 años de cárcel y tres más en un manicomio judicial por los tres homicidios cometidos.
En prisión, “La Fabricante de Jabón de Correggio”, era visitada seguido por sus hijos. Escribió 800 páginas sobre su vida: “No maté por odio ni por codicia, solo por amor de madre”. El titulo que ella misma le puso a sus memorias fue “Confesiones de un alma amargada”.