Madrugada de abril. El chofer de la línea 620 dobla en una esquina oscura de Virrey del Pino, levanta a dos pasajeros y acelera siguiendo la rutina del recorrido. Unos minutos después, estará muerto con un tiro en la cabeza.
Los choferes del Oeste del conurbano primero cortarán la esquina de General Paz y Alberdi y enseguida anunciarán un paro por tiempo indeterminado pidiendo seguridad.
No sucedió este lunes sino hace 5 años.
El chofer de la misma línea del hombre asesinado ahora en el mismo sitio de La Matanza no estaba a punto de jubilarse como Daniel Barrientos (65), la nueva víctima, sino que había trabajado el franco para poder estar al otro día en el cumpleaños de su nena.
La muerte violenta por la inseguridad interminable no espera.
No mide circunstancias del azar, no es contemplativa con las razones de sus víctimas ni atiende las promesas llenas de humo de los funcionarios que pasan.
Sólo irrumpe. Y todos saben que vuelve.
Leandro Alcaraz tenía 26 años. Tras su asesinato y el paro de sus compañeros, en 2018, se reflotó de inmediato el proyecto para poner mamparas de seguridad en cada colectivo.
Entre el asesinato del chofer Alcaraz y el del chofer Barrientos hubo dos mundiales, una pandemia y el dólar saltó de 20 a 395 pesos.
Sin embargo, cinco años después, la tragedia, el paro, el corte de calles, las ausencias de las mamparas blindadas y los reclamos por mayor seguridad son idénticos.
Lo único que cambió fue el hartazgo.
La pelea absurda entre Aníbal Fernández y Sergio Berni ya cansa. No da ni para la chicana del meme. No es picante. No tiene gracia.
Si Berni habla con los periodistas -aún tiene la cara hinchada y un apósito sanguinolento en la nuca- para decir que todavía espera los gendarmes de la Nación, es que no aprende que la realidad de la calle ya pide mucho más que eso.?
La paliza injustificable y salvaje a la que acababa de ser sometido pudo haberlo matado.
En medio de la furia de esa intifada criolla, ¿quién iba a sopesar que el tamaño de un proyectil no fuese potencialmente mortal?
Arrinconado contra un paredón, abandonado a su suerte, Berni fue atacado también desde arriba con tomates y materia fecal.
En el caos, bien pudo caer un adoquín.
La Policía de la Ciudad -la Bonaerense tardó más de 20 minutos en acercarse- lo sacó con un casco de ciclista mientras él pedía quedarse.
Como el boxeador noqueado que, en el último arrojo de orgullo inútil, le murmura a su rincón que no tire la toalla.
“Teníamos la situación casi resuelta”, analizó Berni más tarde.
Fue una lectura tan errónea como seguir creyendo que el termómetro de la inseguridad se enfría si él aparece en moto, helicóptero, paracaídas, buzo o esquíes.
“Como soldado, uno muere de pie pero nunca de rodillas”, repetía.
Una oda a la estrategia de la bravuconada que acababa de ser aniquilada minutos antes.
Ya no alcanza con sacar pecho, sonreír y llegar caminando al sitio de la muerte.
La demanda innegociable es que la gente deje de morir.
Los choferes enardecieron al verlo llegar: “Sos puro chamuyo y nunca hacés nada”.
Fue el adiós al poder de la imagen. A esa idea del hagamos como qué, basada en la fe obsoleta de que ir de panelista a la TV una vez por semana alcanza para mitigar los ánimos.
Mientras le pegaban a Berni, se oían insultos para el gobernador Kicillof y, más aún, para el intendente de La Matanza, Fernando Espinoza.
Enseguida corearon Que se vayan todos.
Eso pudo lastimar a Berni más que los golpes: no consigue que el kirchnerismo bendiga una candidatura suya a un cargo ejecutivo y, en pleno retroceso, ahora le disputa espacio hasta el abogado Burlando.
“Así es el trabajo del ministro”, insistió Berni, confuso.
No hablaba de un plan serio y creíble contra la inseguridad, sino de recibir piñas.