Volvieron a reírse, como en los viejos tiempos. Con las estatuas de Messi y de Carlitos Tevez, quizás; o con las de Julio Iglesias y Ricardo Montaner, o con las de Los Pimpinela y Nacha Guevara; o con las de Perón y Evita, que están pegadas a la de Alfonsín; cómo no bromear con la de Alberto Samid, que está modelado con una corona de rey y traje de Papá Noel, mientras arrea a una vaca con una soga; hasta se ve a un Daniel Scioli vestido de naranja, parado frente a un micrófono, con una banda del presidente que no pudo ser. Es una escena recurrente para aquellos que visitan La Ñata: reírse a carcajadas de las esculturas de políticos, artistas y hasta del propio Scioli hechas en tamaño real para decorar el gimnasio y la extravagante mansión de Benavídez. Hace tiempo que no ocurría. El refugio mítico de Scioli cayó en desgracia en 2015, cuando Mauricio Macri ganó la batalla final. Las grandes tertulias le dieron paso entonces al ostracismo. Pero las puertas volvieron a abrirse secretamente días atrás, en la previa de 2023, para una cena que los protagonistas ocultan, y que tuvo un invitado estelar: Alberto Ángel Fernández.
Todo fue distensión y promesas de un futuro mejor hasta que de pronto el Presidente sintió un tirón muy fuerte en la cintura y tuvo que pedir ayuda para sentarse. No volvió a levantarse hasta el momento de decir adiós. Las situaciones personales críticas suelen expresarse sintomáticamente a través de padecimientos corporales.
¿Será el caso de Fernández? La primera vez que tuvo un dolor en la espalda fue en marzo de 2008, durante el inicio del conflicto con el campo por la Resolución 125 que promovía una nueva fórmula para las retenciones a las exportaciones, cuando él era jefe de Gabinete de Cristina, y que luego iba a terminar con su renuncia. Padeció otros episodios desde 2019, ya en la piel de jefe de Estado, que coincidieron con picos de estrés en la gestión o de enfrentamientos públicos con su vicepresidenta.
El último malestar en su cintura regresó hace una semana, con mayor intensidad, y continuó durante varias jornadas. El lunes gritó de dolor frente al ministro de Defensa, Jorge Taiana, con el que estaba reunido en su despacho de la Casa Rosada. “Me quedé duro”, dijo. Le tuvieron que dar calmantes. Al otro día, por disposición de Federico Saavedra -el jefe de la Unidad Médica presidencial- lo trasladaron al Sanatorio Otamendi. Sucedió justo la tarde en que se conoció el índice inflacionario de febrero, de 6,6%, que superó incluso el cálculo de los más pesimistas. Dos días después tuvieron que hacerle una intervención. Los médicos le recomendaron reposo y que acotara la agenda. Tampoco es la primera vez que se lo aconsejan.
“No nos sale una”, dijeron quienes pasaron a saludar por la Residencia de Olivos. La hernia de disco lumbar, pese a la lógica preocupación, fue lo menos grave que le sucedió. El nuevo registro del Indec, que coloca a la Argentina en un nuevo umbral inflacionario con más de 100% anual, sacudió a su administración como un terremoto y abrió un enorme interrogante rumbo a las elecciones. No se producía un hecho de semejante característica en la economía desde 1991. Para tomar dimensión de la tragedia: la mitad de los argentinos tiene hoy menos de 32 años, es decir, ahora experimenta en el supermercado lo que antes solo conocía por los libros.
Fernández dijo doce meses atrás que arrancaba la guerra contra la inflación. Esta semana no dijo una palabra del asunto; Sergio Massa, tampoco; Cristina, menos. La única que puso la cara fue Gabriela Cerruti, la portavoz: “El número es malísimo”, sostuvo. La fantasía de llegar a marzo con un tres adelante, como prometió Massa, se deshace y genera incomodidad en el relato K: ¿Hasta dónde, de verdad, llegará la inflación en el año electoral? Existen proyecciones privadas dramáticas.
El viernes por la tarde, en el Ministerio de Economía, los pasillos estaban desiertos. Se palpaba resignación. “Acá nadie baja los brazos, pero...”, decía una fuente con acceso liberado al despacho presidencial. La búsqueda de una explicación frente al cuarto mes consecutivo de incrementos de precios no se detenía. ¿Es el déficit? ¿Es la brecha cambiaria? ¿Es la falta de dólares? ¿Es la sequía? ¿Es la recurrente pelea en el Frente de Todos que impide fijar un rumbo preciso? ¿Es, acaso, que nunca hubo un plan antiinflacionario?
Las preguntas eran retóricas en esos pasillos iluminados con luz blanca de hospital. Y había una pregunta más, lacerante, que por ahora se formula en voz baja: ¿Será Massa que definitivamente no le encuentra la vuelta? Hasta antes de su llegada al ministerio se decía que Martín Guzmán fracasaba en la meta de atemperar los saltos de precios porque no tenía cintura política. Porque se cortaba solo. Massa, se supone, vino a reparar aquellos pecados. “Ahora nos falta un economista”, empiezan a plantear los mismos que antes criticaban a Guzmán. El cuento de nunca acabar.
El intendente de Avellaneda, Jorge Ferraresi, sostuvo, en alusión al tigrense: “Asumió un día antes de que nos fuéramos en helicóptero”. Intentó ser un elogio en medio de la desazón que asomaba, en las horas previas al anuncio del Indec. Ese es el logro que hay que reconocerle a Massa, según los interesados en que le vaya bien y en que no se apague su sueño presidencial. En parte, ese reconocimiento de haber evitado una supuesta megacrisis se transforma en un dolor de cabeza para el cristinismo. Porque el no estallido es lo que buscan capitalizar los albertistas:“¿Se acuerdan cuando decían que éramos De la Rúa y que no íbamos a terminar el mandato?”. La candidatura de Fernández a la reelección sigue vigente.
Massa enfurece con ese tipo de aseveraciones, que percibe a menudo en conversaciones informales. Cree, incluso, adivinar de qué boca salen para que lleguen luego a los diarios. A él, como a Cristina, también le molesta que Alberto insista con su postulación y que haya lanzado el nombre de Scioli, a quien aborrece, como Plan B.
Hasta diciembre, los satélites se habían ido alineando para que Massa se convirtiera en el candidato del consenso del Frente de Todos. Después de meses de dudas, presionada por el miedo al abismo, Cristina decidió confiar en él y dejó trascender, a través de sus discípulos de La Cámpora, que, si la inflación se acomodaba, tendría su visto bueno para pelear por la sucesión de Fernández. Pero las góndolas devuelven imágenes tenebrosas. La estrategia electoral de Cristina tiembla.
Es por eso que -mientras se piensa en candidatos alternativos como Eduardo de Pedro o Jorge Capitanich- Máximo Kirchner no deja de empujar el nombre de Axel Kicillof. Así como en 2019 se diferenció de su madre y se mostró en contra de la elección de Fernández, este año considera que podría ser un error no impulsar al gobernador a la batalla central de 2023. Lo dice mientras le envía dardos envenenados al mismo Axel, que podrían volverse incluso peores. Testigos del encuentro en Avellaneda aseguran que discutieron duro fuera del escenario. Nervios de la época.
Máximo habría aprovechado el micrófono como parte de una pequeña venganza. “No hay que bajar al territorio, señor gobernador, hay que subir a la militancia a los lugares”, lo sacudió. La militancia ovacionaba. Kicillof atinó a aplaudir, pero cuando se dio cuenta del brete en el que lo habían metido se puso colorado y rabioso, un gesto típico en él cuando escucha algo que lo descoloca. Tuvieron que calmarlo al final de la presentación.
Máximo lo acusa de egoísta. Los que decodifican bien los mensajes del jefe de La Cámpora sospechan que, cuando en el acto del sábado 11 de marzo habló de dirigentes que deberían abandonar “aventuras personales”, no solo se estaba refiriendo al Presidente. “A Axel solo le importa la suya. ¿Y el proyecto colectivo dónde queda?”, repite en privado. El mandatario bonaerense cuenta con el apoyo de Cristina. Se aferra a ella para tratar de retener la gobernación. Y se ilusiona, sin decirlo, con que ella termine siendo candidata a senadora y lo ayude a traccionar votos.
El diputado hace su trabajo para desgastarlo. Solo le falta decir que se trata de un ingrato. Que no agradece como se debe que lo hayan elegido para gobernar la provincia más grande del país cuando nadie apostaba por él. La comparación con Alberto, en ese sentido, podría ser letal para la ya convulsionada interna del Frente de Todos.
Máximo no deja de estar en el ojo de la tormenta. Aníbal Fernández se preguntó cuántas horas trabaja. A tono con las frases más hirientes que circulan en Twitter y que Máximo intentó barrer cuando los periodistas amigos -y no tan amigos- lo presentaban como un cuadro político digno de conocer y hasta le abrían el juego con determinados actores del establishment. La Cámpora sufre el retroceso, que empezó cuando renunció a la jefatura del bloque K en Diputados, en plena negociación con el FMI. Aníbal también cuestionó desde qué pedestal hablan los camporistas. Los albertistas, que durante estos tres años fueron atacados sin piedad por la agrupación, se regocijan con momentos de éxtasis.
La realidad se les viene encima cuando piensan en cómo enfrentar a Juntos por el Cambio y al disruptivo Javier Milei, a quien en la Casa Rosada ven crecer mes a mes. Aun con sus diferencias a cuestas, la oposición se alista para arrebatar el poder el 10 de diciembre. Hay una decisión central que esperan Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich y los radicales Gerardo Morales y Facundo Manes: la definición de Mauricio Macri.
Las últimas señales internas del ex presidente demuestran que no estará en la grilla. Muchos de sus asesores quieren revertir su determinación y le piden que espere.
El ingeniero se ve presionado, no solo por sus aliados de Juntos. “Tenés que ser vos el candidato”, le dijo uno de los tres empresarios más poderosos del país en una charla más que reservada. Macri respondió con jactancia: “Si me presento gano, pero no quiero”.