A 60 km de la ciudad y a 15 minutos de lancha de la ciudad de Guaminí, en medio de la laguna de Monte, se encuentra esta gema secreta y única en la provincia de Buenos Aires, abierta al turismo.
La pura naturaleza y el confort de una mansión de estilo californiano de 1.400 metros y amplios ventanales volcados sobre el paisaje, se combinan en estas 600 hectáreas. El singular palacete fue construido por decisión de una aristócrata austríaca en la década del 80, cuando ella adquirió la isla y la bautizó con su nombre actual.
La condesa Ena Wenckheim, descendiente de una familia de gran lustre e influencia en la Europa Central, con antepasados que condujeron gobiernos en el Imperio Austrohúngaro, fue seducida por ese paisaje agreste e insular a miles de kilómetros de Viena, su ciudad natal. Después de comprar la isla no vaciló en hacer allí una inversión millonaria para darse una buena vida o, quizás, para erigir un pequeño reino privado. Al principio, en los alrededores de Guaminí la conocían como La Húngara o La gringa; con el tiempo, a medida que se alzaba su mansión y los contratistas transmitían sus lujosas características, la condesa pasó a ser, simplemente, La Señora.
En la isla, la condesa alojó parientes nobles o amigos europeos que la visitaban para descubrir las virtudes de su descubrimiento en los confines del mundo y gozar en la isla de privacidad plena. Sólo después de que la condesa Wenckheim vendió la isla y sus instalaciones, La Sistina se abrió al turismo.
Como en la sabana africana
Hoy cualquiera puede disfrutar de una lujosa estadía en una geografía que evoca el paisaje de la sabana africana. La asociación no es antojadiza. Desde los amplios ventanales del gran living de la mansión puede contemplarse en medio de una gran llanura el paseo matutino de una tropilla de antílopes Sassin, originarios de Tanzania, seguidos por parejas de cabras bezoar, propias de las montañas de Afganistán. La escena se desarrolla en este territorio insular pampeano, en medio de una planicie dominada por pastizales con un monte de árboles disperso y, como trasfondo, el lago de aguas azuladas (otra peculiaridad del lugar).
Así es como la experiencia de una escapada a La Sistina adquiere sesgos de película; mientras se disfruta de un croissant casero y humeante a la hora del desayuno -una oferta que incluye distintos tipos de panes, muffins, donas, rollos de canela, tortas y frutas- uno puede ver pasar un desfile de animales exóticos y autóctonos en feliz convivencia. La presencia de maras, muflones, ciervos, vizcachas, perdices, guanacos, gacelas, flamencos rosados, y dos caballos salvajes que cada tanto se aparecen entre los tamariscos y eucaliptus es un espectáculo que deleita a chicos y adultos.
“¿La verdad? Estar tomando un café con leche y ver un antílope es algo insólito y maravilloso, -dice Juan Vitali, encargado del lugar-. Los animales están libres y su cercanía transmite algo único. A las maras sólo les falta hablar, te acompañan en las caminatas”.
La presencia de distintas especies y otros misterios de esta isla se explican, en parte, por su historia. La cuenta Eduardo Hiriart, encargado del Museo Histórico de Guaminí: “separada del continente bonaerense por 3.200 metros de agua, la isla Grande (el nombre originario de La Sistina) se estima que tiene una antigüedad de dos millones de años. En muchos períodos fue una península”. Según Hinart, “se han encontrado fósiles de animales prehistóricos y restos humanos que podrían ser de tehuelches”. Al parecer, a este pueblo aborigen le producía admiración la variada arboleda de chañares, algarrobos y caldenes, especialmente porque no había árboles en la pampa.
Los historiadores acreditan asimismo la presencia de jesuitas en el siglo XVIII, ocultos en la isla para escapar de la persecución dictada contra la orden por Carlos III. La Sistina esconde un pasado de perseguidos y ritos de pueblos originarios y esos hechos remotos, reales o imaginarios, constituyen otro rasgo que le otorga magia a la isla.
Una condesa en las pampas
La arquitecta Silvia Zubeldía fue la encargada de hacer real el proyecto de la mansión imaginada por la condesa Wenckheim y hoy confirma la influencia que ella tuvo en el desarrollo de la Isla. “Para mi fue como un antes y un después. Ena era muy inteligente y emprendedora. ¡Y detallista! El día que la conocí vino con un papelito mínimo donde había dibujado todo el proyecto de la mansión. No variamos casi nada. Tardé en construirla un año y medio”. Para la arquitecta, la condesa cambió el destino a La Sistina. “Antes era un paraje perdido, y ella la transformó. Hasta la rebautizó: era la Isla Grande. Sistina era el nombre de la calle en Roma donde se alojó con su madre en un momento difícil de su vida”, explica.
Silvia y Ena se hicieron amigas mientras viajaban a comprar los materiales de construcción y así se fueron conociendo. “Me dijo que su familia era dueña de varios palacios en Europa y que de chica comía con cubiertos de oro, pero que por la guerra su destino dio un vuelco y perdieron todo. Hubo días en que su única alimentación era un huevo. Después, en los noventa, ahí donde estaba el castillo de su infancia inauguraron una cancha de fútbol. La invitaron y ella fue”, relata.
En 2001, en una rara entrevista que concedió a La Nación, la condesa develó cómo hizo para comprar la isla en 1981, habiendo perdido virtualmente todo su patrimonio tras la guerra. “A los 20 años -contó entonces- me casé con un americano buen mozo y muy rico, y en 1956, cuando enviudé, compré campos en este país. Los compré y se los regalé a mi hermano Bela, que ya vivía en Argentina, para que tuviera algo que hacer. En 1971 él murió en un accidente de tránsito, y al tiempo me vine a Buenos Aires para ver si podía vender”.
Silvia Zubeldía reseña lo que falta en esa historia: ¿por qué se quedó en Argentina si viajó sólo para vender las propiedades de su hermano y planeaba volver a Europa? “Es que Ena se enamoró del país -dice la arquitecta-. Era una mujer bellísima, y muy viva para los negocios. Primero compró campos en La Pampa y en Trenque Lauquen y después se entusiasmó con la isla.
Durante los años que vivió en la Argentina, ella administró sus propiedades. También, en el último período, compró una chacra en Córdoba; allí se mudó con Horacio, su pareja. Pero además de su habilidad comercial, era evidente el fanatismo que tenía por nuestro país. A tal punto se sentía identificada, que hasta devolvió el pasaporte y la ciudadanía norteamericana para hacerse argentina. Ese fervor lo había declarado sin tapujos en el reportaje de La Nación: “Mi familia me llama desde Europa, asustada, y me dice que me vaya, me pregunta qué hago acá, dicen que la televisión pasa cortes de ruta y manifestaciones con carteles del Che Guevara. Y yo les contesto que no, que de acá no me voy hasta que la situación se arregle. Aunque la gente todo el tiempo tire pálidas, yo soy optimista. Vamos a salir. Después de la guerra, Europa la pasó peor y salió. Sólo se trata de que cada uno ponga su grano de arena”.
“Aunque en determinado momento decidió vender La Sistina, le costó desprenderse, había puesto mucho corazón allí -sigue la arquitecta Zubeldía-, mucho tiempo de trabajo. Me acuerdo alguna de las excentricidades que me hizo construir, como una bañera doble en suite, o una estufa afuera de la casa donde comía brochettes con whisky. Amaba la buena vida…Le costó tomar la decisión de venderla, pero después de un safari por África se enfermó de malaria y la humedad de la isla le hacía mal. Por eso finalmente consumó la venta al grupo Salentein en 1995.”
Entonces empezó otra historia. Con la llegada del dueño de Salentein, el magnate holandés Mijdert Pon, dueño de uno de las fortunas más importantes de los Países Bajos, también llegaron los animales exóticos. Su idea era convertir a La Sistina en un sitio apto para la caza. Pero otra vez el destino dio un giro cuando el alemán Ulrich Sauer, actual propietario, adquirió la isla en 2010 e impulsó el turismo. No sólo eso: inspirado por una filosofía ecologista, prohibió la caza tan pronto se hizo cargo y se ocupó de que no existiera amenaza alguna para los animales. Ya sabemos a quién agradecer la posibilidad de visitar este espacio tan especial, único, en la provincia de Buenos Aires.
Más información
La Sistina. Laguna del Monte, Guaminí. Contacto: Juan Emilio Vitali. [email protected] A la isla se puede acceder en forma aérea, cuenta con una pista de aterrizaje de 1200 mts, o en lancha: se sale del muelle privado que hay en la costa de Guaminí (el cruce de la laguna se realiza en breves minutos.) En la otra orilla espera un curioso carruaje menonita para trasladar bártulos y huéspedes hasta la casona. El lodge cuenta con ocho confortables habitaciones climatizadas, con baño privado y vista a la laguna y al parque, una amplísima y elegante sala finamente amoblada, una amplia galería con sillones de mimbre (indian style) y piscina de generosas dimensiones. El ambiente de la isla es ideal para el descanso, la meditación, la intimidad con la naturaleza o la lectura. Para los más activos hay otras posibilidades: safaris fotográficos, avistaje de aves, trekking y algunos deportes náuticos como esquí acuático, kayak, navegación deportiva y pesca (el agua que rodea a La Sistina es salada, por lo que abunda el pejerrey). Hay paseos y caminatas organizadas; ocurren en dos momentos del día: temprano, durante el amanecer, extendiéndose hasta media mañana o a la tardecita. Tras el descanso, el paseo o la lectura, la piscina ofrece una alternativa antes de disfrutar de un buen trago o de un variado servicio de brunch. Finalmente llega el ansiado momento de la cena: los platos son exquisitos, propios de una cocina noble.