La historia del niño trans más pequeño en haber cambiado su DNI en el país: “Soy un chico, ¿no ven?”
Luan Leiva tenía 4 años y medio cuando le llegó el cambio de nombre y género en sus documentos. Mientras sigue el impacto mundial por la historia del varón trans argentino que se suicidó arrojándose de un balcón junto a su gemela en Barcelona, la familia de Luan muestra lo distinta que puede ser la vida de una persona trans cuando hay acompañamiento.
Cuando Natalia quedó embarazada por segunda vez la suya era una familia dentro de “la norma”. Ella, maestra jardinera de Lanús, casada legalmente con Fernando, empleado administrativo, padres de Charo, una hija de casi 5 años: todos esperando ansiosos la clásica llegada del hermanito o la hermanita.
No conocían personas trans, a lo sumo habían visto alguna travesti en televisión: ¿hombre trans? A ninguno. ¿Un pequeño niño trans? Menos que menos.
“A veces leo comentarios que dicen ‘se ve que los padres ya tenían una nena y querían un varón’. No conocieron a Lu de nena…era hermosa”, dice a Infobae Fernando Leiva, el padre, que ahora tiene 38 años.
“Yo la cuidaba cuando Nati se iba a trabajar, estaba muy pegado a él… a ella en ese momento. ¿Viste esa relación de las nenas con el papá? Bueno, así”, sitúa, y la voz le tiembla.
“Creo que ese cambio fue lo que más me costó pero no es que nosotros dejamos olvidada esa parte: Lu es un varón trans, y aquello también es parte de su vida. De hecho nosotros decimos que no es sólo él: somos una familia trans, porque todos tuvimos que cambiar el chip y transicionar con él”.
Son las 9 de la mañana de un viernes de vacaciones y Luan está tomando la leche entre sus padres. A la vista es apenas un niño con bigotes de chocolate y cara de dormido pero tiene un título rimbombante: a los 4 años y medio se convirtió en el niño más pequeño del país en haber cambiado su género y nombre en su partida de nacimiento y DNI.
En agosto Luan cumplirá seis años y no es una semana cualquiera para una familia como la de él. Es que el 22 de febrero los medios del mundo dieron a conocer el drama de “las gemelas argentinas que se tiraron de un tercer piso en Barcelona”. Se dijo “las gemelas” aún cuando el epicentro del desastre fue que “una” ya no era “una” sino un varón trans en plena transición: había pedido que lo llamaran Iván, se había cortado el pelo y había cambiado su ropa por otra más masculina.
A diferencia de los padres de Luan, se cree que los de Iván se enteraron por las cartas que dejó (antes de subirse a una silla y arrojarse al vacío Iván escribió que se sentía “incomprendido por su identidad de género”). Lo que ahora cuentan sus compañeros y compañeras es que en el colegio el bullying era constante. Tenía 12 años: el suicidio no es una rareza en la comunidad trans cuando el entorno expulsa así.
Las primeras pistas
Es en este contexto que la familia de Luan elige contar a Infobae lo distinta que puede ser la vida cuando hay acompañamiento.
“Muchas veces nos preguntan ‘¿pero cómo se dieron cuenta?’. Bueno, Lu empezó a mostrarlo a los 2 años, antes de empezar a hablar fluidamente”, precisa Natalia Melica, su mamá.
“Como nosotros ya teníamos una hija pensamos que lo esperable era que la siguiera, que la imitara, pero él era todo lo opuesto. Yo le ponía colitas y se las arrancaba, le ponía un vestido y hacía lo mismo. Cuando empezó a hablar más me decía ‘poneme ropa, esto no’”.
La forma de jugar era diferente -“más a lo bruto”. La elección de roles para los juegos también lo era: “Él siempre era el varón: el chico, el papá, el príncipe”, sigue ella.
Las palabras, de a poco, empezaron a ponerle más nitidez a lo que estaba pasando. “Decía que era un nene”, subraya el padre. Natalia agrega: “Y cuando la corregíamos se enojaba, hacía unos berrinches con un llanto tremendo”.
Una psicopedagoga les dijo que no hacía falta que la corrigieran. “Nosotros pensamos todo el tiempo que era un juego”, sigue el padre. “Incluso desde la ignorancia total creímos que a lo sumo podía llegar a ser lesbiana cuando fuera grande”.
La escena se repitió durante más de un año a la vista de todos. Natalia era maestra jardinera, nunca había visto en una alumna algo parecido: “Sabía que algo estaba pasando, pero no sabía qué”, recuerda mientras su tercer hijo, Ciro, toma la teta y la mira fijo desde abajo.
La escena que provocó el click sucedió en esta misma casa, en Lanús y en plena pandemia, cuando Luan tenía 3 años.
“Estaba jugando con su hermana en la pieza y escucho que se empiezan a pelear. Y él viene llorando, enojadísimo”, sigue la mamá. “Le pregunto ‘¿qué pasó?’ y me contesta ‘Charo me dice que yo soy una nena, y yo no soy una nena, soy un chico’. Yo le respondo ‘tu hermana tiene razón, vos sos una chica como ella, como mamá’. Y le agarró otro ataque de llanto tremendo, pero esta vez me miró a los ojos y me dijo: ‘Yo soy un chico, ¿no ves que hablo como un chico?’”.
Dice Natalia que en ese momento -su hijo diciéndole ‘¿no me ves? ¿no me escuchás?’- le cayeron todas las fichas juntas. Y que le dijo “vení, vamos a hacer un juego”. Buscó imágenes para colorear -muchas, de mujeres y hombres haciendo diferentes actividades, deportes- y le dijo: “Me tenés que señalar cuál se parece a vos”.
Pasó una, otra, otra, otra más: en todas Luan señaló a los varones. Dice Fernando: “Nos miramos y dijimos ‘se ve como un nene’. No es que quería ser un nene, no era una idea: él se sentía así, para él estaba claro”.
Esa misma noche googlearon, sin saber bien qué googlear: “Nunca busqué ‘¿cómo hago para curarlo?’ o cosas así. Siempre busqué orientación para ver cómo acompañarlo”, apunta la mamá. Fue así que dieron con la fundación tucumana “TRANSformando familias” y leyeron por primera vez las palabras “niñeces trans” o “transesexualidad en la infancia”.
“Tuvimos una charla por Zoom, nosotros contamos lo que veíamos en nuestra hija pero desde el primer momento del otro lado lo nombraron en masculino, ‘su hijo’. Yo tengo 41 años, crecimos en una sociedad donde estas cosas se ocultaban, así que fue un sacudón”, recuerda Natalia.
“¿Qué sentí? Miedo al afuera. Pensé ‘recién está en el jardín, no lo van a invitar más a un cumpleaños, lo van a dejar de lado’”, reconoce ella. “Yo tuve otros miedos -distingue Fernando-. Luan decía ‘yo soy un chico, soy como papá’. Y mi miedo era a cuando empezara a preguntarse ‘¿por qué mi cuerpo no es como el de mi papá?’, ‘¿por qué yo no tengo pene?’, por ejemplo”.
Luan tenía tres años y medio. Era tan chiquito que dejaron que la transición fuera paulatina: “Sacamos los aritos cuando vos quieras”, “cortamos el pelo cuando vos quieras”. “No te puedo explicar su cara la primera vez que lo vestimos con una chomba y una bermuda”, recuerda el papá, y sonríe de nuevo.
Pocos meses después de haberle puesto nombre a lo que pasaba -y de ver cómo había cambiado el ánimo de Luan desde que lo trataban en masculino-, hubo en casa una suerte de ritual.
“Vacié el placard y saqué toda su ropa anterior. Fue mi ritual de despedida, me despedí del Lu anterior, fue la única vez que me permití llorar”, cuenta Natalia. “Yo siempre me consideré una mujer fuerte y esto me empoderó más. Cuando tu hijo está en una situación más vulnerable que el resto te transformás en un lobo feroz: tus miedos están, pero están en segundo plano”.
“¿Yo?” -sonríe Fernando con calidez-. Yo lloré muchas veces”.
Era un incordio ir a una guardia pediátrica y tener que explicar (pedir, por ejemplo, que no lo llamaran en femenino) y presenciar el desconcierto de recepcionistas, médicas, médicos. Ese incordio, sumado a que ya nadie creía que era “cosa de chicos”, que “se va a arrepentir” los empujó a hacer el trámite de rectificación.
La partida de nacimiento corregida llegó cuando Luan tenía 4 años y medio. “Fue un día de celebración, fuimos a festejar a un pelotero. Lo acompañó la familia, los compañeros del jardín”, cuentan.
“La familia” no eximió a los mayores con la excusa de “no entienden, son de otra generación” o “lo que pasa es que son muy creyentes”. No: su abuelo paterno entendió lo que pudo, pero acompañó: “¿Luan? Listo, Luan entonces”, dijo.
“Es que la dignidad de un hijo es el límite de todo”, señala Natalia. “Yo no puedo permitir que porque seas mayor o muy creyente nombres a mi hijo de otra forma, porque si a mí me decís ‘hola Roberto’ me voy a sentir mal. Luan no tiene por qué tolerar esas faltas de respeto, entonces nos acompaña quien nos quiere acompañar, quien ha tenido que quedar en el camino, quedó”.
Desafíos
Si bien en el jardín no sabían casi nada acerca de las infancias trans, fueron permeables a la información que Natalia les iba pasando. Luan entró a salita de 3 diciendo que era un varón y, de alguna manera, transicionaron con él, porque dejaron de separar a los chicos en filas de nenes y de nenas y convirtieron los baños en unisex.
El tema de la diversidad corporal sigue siendo un desafío, porque en las escuelas se sigue enseñando cómo es “el cuerpo del varón” y “el cuerpo de la nena”. Los cuerpos trans -niños con vulva, como él-, no existen.
“Nosotros ahora trabajamos mucho en casa para que él se sienta orgulloso de su cuerpo y de quién es, pero ese miedo está”, retoma el papá. “Hace poco fuimos a ver la escuela donde el año que viene va a empezar primer grado y yo me metí en el baño a ver si había puertas”, explica. Claro, un varón trans no hace pis parado en un mingitorio.
“Lu al principio nos preguntaba si en algún momento le iba a aparecer (un pene)”, cuenta su mamá. “Yo siempre le dije ‘mirá, tu cuerpo es así, siempre hay cosas de nuestro cuerpo que quizás no nos gustan, pero las queremos igual. A mí no me gustan mis pies, pero yo los quiero igual porque con mis pies corro, bailo, salto y juego’”.
Esto de “somos una familia trans” es también que cambió el entorno, porque empezaron a juntarse con otras familias iguales, donde Luan puede verse espejado y los adultos compartir temores, pensar estrategias para “ser visibles”.
“Sí, porque los derechos que Luan hoy tiene mañana puede no tenerlos”, sostiene la mamá. En este proceso también se hicieron amigos de un joven trans de casi 30 años, no sólo para que Luan vea a alguien como él sino para que sepa que si algún día desea tener barba podrá, lo mismo si de grande quiere hacerse la llamada “masculinización de tórax”, es decir, sacarse las mamas.
Aquella familia dentro de “la norma” ya no existe. En noviembre, de hecho, fueron juntos a la Marcha del Orgullo LGBT+. “Mirá, me acuerdo y se me pone la piel de gallina”, se despide ella. “Le dijimos: ‘Lu, algún día vendrás con tus amigos, con tus amigas, con quienes quieras, pero vas a saber que la primera vez que viniste a celebrar tu vida viniste con tu familia’”.