Desde hace mucho tiempo en la Argentina y en el mundo las banderas se expropian de forma indiscriminada, el feminismo es de la comunidad proaborto, los derechos humanos de la izquierda y el ambientalismo de la anti-ruralidad. Del mismo modo desde hace mucho tiempo también hemos aprendido a definirnos por los opuestos. Cuando señalamos la violencia de los rugbiers, ponemos a la violencia del lado de enfrente, por lo tanto, yo no soy violento.
Así suena, así parece, pero la verdad es que esa bandera que cae sobre este deporte es un absoluto facilismo. Los asesinos de Villa Gesell no son asesinos por ser rugbiers. Serían asesinos, aunque hubiesen jugado al handball o si estudiaran teatro con Lito Cruz. La violencia social es cada vez mayor, las grietas, las diferencias, los extremismos y las generalidades nos han invadido.
Primero lo primero, perdón. Perdón desde donde me toca al deporte que amo por permitir que se utilice banalmente su nombre para generar una “licencia literaria” que permite describir más fuerte y cruelmente una historia. La palabra “rugbier” lleva automáticamente en el imaginario popular a Pablo Matera, German Llanes, Serafín Dengra o Pochola Silva dependiendo de la edad del interlocutor, a la cabeza de quien escucha se le vienen 10 Pablos Matera tirando golpes a mansalva.
Diez, u ocho, o los que sean, son más que el que estaba solo y eso ya es suficiente para estar actuando como un verdadero cagón. Pero además en la cabeza del receptor del mensaje hay diez chetos, porque el prejuicio sobre la palabra rugbier, además de calzar remera XXL, pesar más de 100 kilos y medir casi dos metros, lleva la imagen al niño bien de zona norte.