En la noche atronadora del Estadio Único de La Plata con el llanto sollozante en la voz recordó a su marido y difunto Néstor, mientras acompañaba la tribuna con el estentóreo “Nestor no se murió” y todo se vociferaba entre lágrimas, cánticos que destrenzaban la noche de fiesta sin fin y ella, ella misma transida en sus pesares y sus épicas lo invocaba: “Con ese 22 por ciento de votos de quien fuera mi compañero de vida que se cargó el país al hombro, aunque el país se lo llevó puesto a él también".
También rompía el aire que giraba en derredor del vestido blanco y danzante de la protagonista de la fiesta, el desideratum de la multitud: “Cristina Presidenta”.
Y una escena condensaba todo, todo en un saltimbanqueo experto: Mayra Mendoza, tatuada con alma y piel K en el paravalanchas exhibía sus dotes para la murga y el equilibrio, y el ritmo que chisporroteaba bailoteando y ágil y arrobada ante Cristina. A su lado, no tan ágil, saltimbaqueaba Máximo, con un sombrerito como Natalio Ruiz, como si todo fuera un carnaval y un campeonato ganado.
Afuera, cerca y lejos del estadio, las hogueras de muchas casuchas golpeadas por el hambre se iluminaban de calentadores o de fueguitos aún más artesanales para cocinar algo, lo que hubiera, un mendrugo a veces, y en muchas casas no había nada como desde hace tantísimo tiempo en un país que rebota en los paravalanchas que sostienen al irrelevante juego de los brincadores aparentemente ajenos al drama cotidiano de millones.
Mayra conoce el oficio de volatinera popular y gimnasta. Máximo no tanto pero armaron la escenografía que condensa ese juego riesgoso de jugar ante el abismo.
La vicepresidenta pareciera que juega también-otra vez- a ser presidenta. como si volviera a abalanzarse con el acompañamiento de miles arremolinados por obligación laboral en tantísimos casos, para loarla a los gritos y a los aullidos repetidísimos que la suben al altar nuevamente de la candidatura.
Nadie sabe si su lanzamiento fue un show más o si es real, porque todo es así . Nadie sabe.
El presidente Alberto Fernandez aún transitaba por lejanas latitudes, en el sentido literal y simbólico de esa expresión.
Una línea invisible pero tangible unía al paravalanchas de Mayra y de Máximo con Cristina, vestida de blanco, en el centro de todas las escenas políticas, pero maculada de pruebas en la justicia que avanza a pesar de todo, y ellos; Mayra, Máximo exhibiendo sus destrezas asimétricas y respectivas que La Cámpora celebraba cuasi extática, porque no cualquiera se sube a esos andariveles que saben transitar los barras y pocos más y salta y ríe, y canta como quien canta en el Mundial que con oficio según dice de sí mismo, iba a cubrir el hijo del ministro de Economía.
El odio se incuba en el hambre. Es una verdad tan profunda como las pesadillas.
Y el hambre se ahoga en sus desesperaciones mientras la política juega al juego cercano pero aún distante de las elecciones, y opera el blindaje jurídico de Cristina Fernández (que no termina de blindarse según se ve) y a la codicia que busca el poder, ganar el poder, o en todo caso no perderlo del todo, porque eso es lo que importa.
Escribió Manuel Mujica Lainez en un cuento de terror y realismo nada mágico, fundacional y emblemático que se llama El Hambre. “No piensa en el horror de lo que está haciendo sino en morder, en saciarse”.
Hay un hambre irredento y lacerante en la Argentina y hay un “hambre” voraz por el poder que no trae felicidad real para que se celebra en el paravalanchas de una sociedad acostumbrada a transitar por los abismos como si fuera normal la excitación cerrada de los Estadios colmados por los aparatos políticos, frente a la tragedia de los fantasmas que atosigan a tantos que no comen, y a tantos que con los bolsillos vaciados continúan pese todo subiendo a los trenes atestados, a los colectivos tantas veces detenidos ante los piquetes, y que perseverando insisten, en trabajar, en estudiar y en corregir un destino que si no fuera por los insistentes de la dignidad avanzaría seguro ante la colisión.
Lejanos a los libros y en la noche Mayra y Máximo saltan y saltan, ella mejor que él, hay que decirlo, y suena la música y llovieron papeles y Cristina se golpea el corazón con su mano, y todo es cántico y la letra de “Irresponsables” al final del acto estridente lo decía todo: “Poco a poco/Fuimos volviéndonos locos/Y ese vapor de nuestro amor/ Nos embriagó con su licor/Y culpa al carnaval interminable/Nos hizo confundir, irresponsables”.
Todo era gloriosamente sonoro, teatral, deliberado y espectacular y el carnaval no es culpable de nada. Al carnaval irrazonable lo hacemos nosotros, celebrando la danza con lobos de la política ensimismada y loca, saltando como se puede en el paravalanchas, que no termina de parar la avalancha de la crisis interminable.
Miguel Wiñazki