Un amigo de su padre dueño de un diario en Paraguay. Un hacendado de Olavarría que le iba a dar trabajo de sereno en un campo. Un pastor. Una mujer que quería ser su novia. Otra mujer que vio la película El ángel y lo admiraba. Un vecino de Sierra Chica que le prometió alojamiento. Ahora es un cura y una familia los que están dispuestos a ser la garantía, y los nuevos “inquilinos” de Carlos Eduardo Robledo Puch, asesino de once personas, que volverá a pedir su libertad por décima vez en los últimos doce años.
La figura a la que se aferra el llamado Ángel Negro, que entre 1971 y 1972 mató a once personas por la espalda o mientras dormían y lleva preso 50 años -recórd nacional y podría ser mundial- es la del agotamiento de pena. Los anteriores intentos fracasaron.
El legendario asesino cambió de abogado. Ahora es Jorge Alfonso el que se puso al hombro lo que parece ser una patriada.
”Es uno de los presos que, lamentablemente, pasa por una inacción del Estado, ya que lleva más de 50 años detenido. Es el momento en el que la Justicia tiene que otorgarle la libertad, más allá de que la sociedad pueda o no estar de acuerdo con eso. Cumplió la pena desde el punto de vista judicial y no hay ningún elemento desde el punto de vista legal que le pueda negar a él la libertad”.
También dijo que cualquier pena no puede superar los 50 años. “Vamos a tratar una acción de revisión. Voy a tener acceso a todo lo que ocurrió con el expediente para ver esta pena a la que fue condenado, porque, según sus dichos, todos son producto de indicios de sospechas y no hay una prueba directa que lo haya comprometido, incluso inculpa a otras personas”
¿A qué se refiere el abogado? A lo que Robledo Puch le dijo al autor de esta nota en 2008, durante las diez entrevistas que mantuvieron en el penal de Sierra Chica.
Robledo quiere demandar al Estado porque se considera inocente de los once asesinatos. ¿A quiénes culpa? A dos hombres que fueron sus amigos y no pueden defenderse. Uno de ellos, Héctor Somoza, fue asesinado por él el 3 de febrero. El otro, Jorge Ibáñez, su primer cómplice, murió en un extraño accidente de autos. Manejaba Robledo y la familia de Ibáñez está convencida de que lo mató porque pensaba abandonarlo para dedicarse a la música. De hecho ya aparecía en el programa televisivo Música en libertad.
En algo tiene razón Robledo: otros criminales que sufrieron su condena (reclusión perpetua por tiempo indeterminado), como Arquímedes Puccio (un pastor fue la garantía del siniestro secuestrador) o la mayoría de los Doce Apóstoles de Sierra Chica (mataron y cocinaron presos como empanadas en el tenebroso motín de Semana Santa de 1996), lograron la libertad. Porque la cadena perpetua, la perpetuidad, mejor dicho, es anticonstitucional en La Argentina. Nadie en la historia criminal llevó tantos años como Robledo tras las rejas.
“Denme un arma, me quiero matar. ¡Mátenme!”, suplicó Robledo hace tres años.
Dos de las veces que lo examinaron los psicólogos cuando pidió la libertad a través de defensores oficiales, le preguntaron a Robledo -72 años, asmático, con EPOC, problemas intestinales- qué haría una vez que recuperara la libertad. La primera vez dijo: “Suceder a Perón”. La segunda: “Matar a Cristina”.
Sin dudas, esas respuestas se le vuelven en contra para obtener ese beneficio. Pero al menos logró en los últimos tres años un régimen semiabierto: pasó de la hermética Sierra Chica a la Unidad 22 de La Plata.
Infobae publicó en exclusiva una foto actual: se lo ve jugando al ajedrez con algunos compañeros. Su comportamiento es muy bueno. Lo llaman Carlitos. Tanto los presos como los guardias.
La versión que Robledo le dio a Alfonso es la misma que le ofreció al autor de esta nota:
-Mi causa fue armada por dinero. Tenían que encontrar un culpable a toda costa. Confesé que había matado a todas esas personas porque habían amenazado con asesinar a mis pobres padres, tirándolos al río, y me torturaron, pero fueron peores los tormentos psicológicos.
—¿Quién es el asesino entonces?
—Quiero confesar algo. En primer lugar, quien mató a Somoza fue el hermano de Jorge Ibáñez (hoy fallecido). Me lo contó él mismo.
—A la Policía le dijo que usted lo había matado.
—No me quedó otra. El comisario me preguntó qué era lo qué más quería. Le dije mis padres. Le respondí ingenuamente con el candor de un púber, sin ninguna maldad de nada. Ahí me dijo que si no me declaraba autor de los crímenes, iba a tirar a mis viejos al río Reconquista y me iba a seguir picaneando hasta reventar. “El juez te va a preguntar si fuiste vos el que mataste a fulano y a mengano y vos le vas a decir que sí, que vos los mataste”, me dijo.
—¿Dónde estaba la noche del crimen?
—Había pasado la noche con mi madre, en nuestra casa. En la madrugada, me tocó el timbre el hermano de Ibáñez. Me puse un vaquero, las zapatillas Flecha de lona blanca y una camisa a cuadritos. Ahí vi el camión que había robado. Me pidió que le guardara un bolso con “mosca”. Lo llevamos a la casa de mi abuela. Bajé con el bolso y salté por encima de la verja. Allí, oculto, entre un frondoso plantío de hortensias, lo escondí bien y volví al camión. Quedamos en retirarlo cuando ella durmiera la siesta.
—¿Cuándo se enteró de que habían matado a Somoza?
—Después de que abandonamos el camión en Villa Ballester, me dijo que había tenido que matar a Somoza porque lo había querido mejicanear. Pero en mi opinión fue él quien lo había mejicaneado. Para quedarse con todo. Pero él me contó que forcejearon por el dinero y que después, lo “madrugó”. Esa palabra usó. Y ahí me contó que había un sereno en el lugar y que Somoza lo encerró en una pieza y optó por matarlo. Jorge Ibáñez y su hermano se criaron tirando tiros. Vivían en un monoblock de Villa Celina. Les gustaba disparar una carabina 22 dentro de su pieza. Tiraba contra un tablón con un colchón adelante. La madre no les decía nada. La primera vez que Jorge me habló de matar a un sereno si lo hallábamos en un robo, me opuse.
Es decir, Robledo acusa de sus once asesinatos a tres muertos: uno de sus asesinados, Somoza, otro de sus presuntas víctimas, Ibáñez, y a su hermano, que murió hace tres años. Ninguno de ellos puede desmentirlo.