“Argentina, 1985" genera debate y una gran pregunta sobre el documental y la “verdad”

La película de Santiago Mitre sobre el Juicio a las Juntas despertó una ola de posicionamientos, políticos y estéticos, como pocas veces se ha visto en el tiempo reciente. En ese arco narrativo vale detenerse para explorar las razones del arte como reflejo (o versión) de la historia.
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  •  Peter Lanzani y Ricardo Darín interpretan a los fiscales Luis Moreno Ocampo y Julio César Strassera en la película  Peter Lanzani y Ricardo Darín interpretan a los fiscales Luis Moreno Ocampo y Julio César Strassera en la película
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No sólo es increíble (y festejable) el número de espectadores que ha visto Argentina, 1985 de Santiago Mitre. Todos esos asistentes formaron parte de aquellos hombres y mujeres, sin importar la edad, que aplaudieron de manera unánime escenas clave de la película, de modo inorquestado pero exacto, en los momentos de respuesta colectiva a las imágenes: por lo menos el momento del alegato y el final cuando bajan los títulos.

También es increíble la cantidad de líneas escritas sobre el film, en publicaciones de todo tipo, a lo largo y ancho de todo el país. Posiciones a favor, posturas “fan de Wanda” y recontra a favor, aquellas que exacerban el costado de film clásico hollywoodense, las que le reprochan el tono político, las que le objetan ausencias temáticas con disgusto. Estas son legión. El radical Jesús Rodríguez reprochaba que los títulos del final no mencionaran los indultos. Otros demócratas señalaron que Alfonsín no tiene un rol más importante en el guion. Los izquierdistas remarcan que no aparecen las movilizaciones las Madres de la Plaza de Mayo y otros organismos de DDHH. Otros remarcan el escaso protagonismo de la Conadep. Unos pocos derechistas llegaron a plantear que era una película K, un objeto fílmico de propaganda que permitía que se deslice la cifra “30.000″ sobre los desaparecidos en el despacho del fiscal. Así tuiteó un hombre que dirigió dos películas de baja calidad pero elogiosa recepción en los sectores ultramontanos y que cuida bien su anonimato en Twitter, que respetaremos.

En fin, la mayoría de las críticas de esta naturaleza (como aquella manifestada por el jurista Roberto Gargarella sobre el ninguneo de Alfonsín) son extra fílmicas. Es decir, señalan cómo habrían hecho ellos su versión del Juicio a las Juntas. En tal caso, siempre es útil el viejo refrán que reza: “Formen su propio equipo de actores, vestuaristas, sonidistas, editores, montajistas, etcétera y ganen el dinero de las productoras y su propio subsidio del Incaa y filmen su película”. Y listo.

Sin embargo, quizás sea útil citar una bestialidad de la así llamada “intelectual” macrista Sabrina Ajmechet, que dijo: “Cuando veo un documental sobre un hecho histórico me pregunto cuánto tiene que mostrar los hechos tal como sucedieron y cuánto hay de interpretación o de libertad artística” y sigue y sigue y sigue sobre el documental, hasta que sus compañeros de debate la paran y uno le dice: “Sabri, no es un documental”. Ella responde: “Es cierto lo que decís, no es un documental. Pero me cuesta tomarlo exactamente como una ficción toda vez que es una película sobre un hecho histórico y reproducen de forma exacta hechos y palabras pronunciadas”. A todas luces esto es una burrada, ya que la reproducción exacta de hechos y palabras responde a una porción ínfima de las dos horas de duración de la película. Sin embargo, sirve para pensar respecto a esas dos o tres escenas de la película.

Una digresión. Yo mismo he escrito sobre la película de manera elogiosa para Política Obrera, un sitio web socialista que me pidió un texto. Sobre todo por deslizar -sin explicitar- que Strassera no había sido el héroe que cuenta la historia –como si debatiera con sí misma–, por plantear que guerrilleros y militares genocidas de Estado no eran lo mismo en un momento (aunque luego incluso el fallo asentó sobre la Teoría de los Dos Demonios que, de cualquier manera, respondía a la realidad de lo señalado por el ámbito judicial y político mayoritarios de entonces). También por plantear la cuestión del genocidio y la cifra de 30.000, por tomar un claro partido del lado de las víctimas y, sobre todo, por provocar las reacciones en el público que no se veían frente a una película argentina de carácter histórico-político desde hace muchísimo.

A la vez, no me parecía de más, sino necesario, hacer señalamientos sobre algunos otros hechos de la realidad que podrían ayudar a contextualizar los acontecimientos que narra el film. No habría sido mi exigencia desde un teclado, denunciar la ausencia de esos hechos porque, en definitiva, así no se lee una novela, un poema, una pintura o una película. Para eso hay talleres de creación de todo tipo de disciplinas a los que asistir. No es recomendable al realizar una crítica.

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Pero volvamos a la burrada de Ajmechet. Está claro que la película es una ficción. Usa dos momentos de archivo: la presentación del ministro del Interior Antonio Tróccoli del Nunca Más mediante la televisión pública aclarando, en primer lugar, el rol de las organizaciones armadas y su responsabilidad en el surgimiento de la dictadura (un discurso que aún hoy sostienen los sectores ultramontanos). El otro, la breve aparición de Estela de Carlotto. El resto es representación ficcional de hechos ocurridos en la realidad. Sin embargo, hay algunas escenas en el juicio en el que la tonalidad de la cámara, el granulado de las imágenes toma el aspecto de la época y que, entonces, podrían ser confundidas con tomas de la realidad. Documentales.

En una reseña del film, se dice: “Y lo que las imágenes de entonces no nos permitían ver para proteger la identidad de los testigos, hoy pueden entonces permitirnos ver de frente el rostro de Adriana Calvo”. Y es que su testimonio empieza como tomado por una cámara antigua y luego se incorpora a la estética general del film. De hecho, no se ve a Adriana Calvo ni de espaldas ni de frente en ningún momento, sino a la estupenda interpretación de la actriz Laura Paredes. Lo mismo sucede cuando entre el público del tribunal se termina de escuchar el alegato de Strassera, las imborrables palabras: “Nunca más”. Y el público irrumpe en aplausos y llantos.

Las imágenes vuelven al granulado de los años ochenta, se representa una mujer llorando desde las gradas superiores (que no es la mujer de las imágenes reales). Se trata de una duda, tal vez sin sentido, pero que siempre ocurre no sólo al usar archivos documentales al interior de una ficción, sino al realizar el mismo documental. ¿Por qué sí se usó a Troccoli en una imagen de archivo y la mujer que llora al finalizar el alegato debió ser representada? Una respuesta válida y posible es: “Porque se me canta”, pero si hay razones de ritmo, de eficacia narrativa o una cuestión legal, sería interesante conocer esa respuesta.

 

Dos libros de reciente aparición muestran la controversia

 

documental, por así decirlo. El cineasta Nicolás Prividera, director de M (sobre la vida y desaparición de su madre) o Adiós a la memoria, publicó La pasión de lo real (La Marca Editora), en el que no sólo realiza un recorrido por la historia del documental, sino que se interna en las discusiones que este género provoca desde su misma realización, que obtendría un grado privilegiado con la realidad y, por lo tanto, podría ser confundido con “la verdad”. La cuestión de la mirada (si el documental no corresponde a una realización colectiva, que las hay) también plantea una fuerte presencia del “yo” detrás de cámara y una subjetividad que, a la vez, desmiente la noción de verdad. Plantar la cámara y enfocar desde un lugar concreto implica una decisión no sólo estética, sino también política. Prividera acude a documentales para contar estas discusiones de lo más actuales y productivas.

Sylvie Rollet escribió Una ética de la mirada (Prometeo Libros) en la que se detiene en el gran problema acerca de cómo puede (o debe) representar la imagen audiovisual una catástrofe. Y la catástrofe comienza con el genocidio nazi. Los lectores recordarán (o deberían ir a buscar y ver) Noche y niebla, de Alain Resnais, que en 1955 mostraba por primera vez los archivos fílmicos incautados a los nazis. El recorrido de las cámaras de los campos vacíos combinada con esas imágenes de archivo filmadas por los asesinos nazis producen un temblor y más cuando el film termina con los cadáveres apilados, desnudos, esqueléticos, masacrados por el fascismo universal. El film fue levantado del Festival de Cannes por las protestas del gobierno alemán a través de su embajador. ¡En 1955! Un desastre.

Poco tiempo después Godard diría que el cine había fallado en la lucha contra los nazis porque no había filmado los campos de exterminio. El cine no había sido un actor protagónico en la derrota del fascismo. El mismo Godard, en su etapa maoísta, filmó La chinoise, una ficción narrativa sobre un grupo de estudiantes que se forma para ser maoísta, pero el resultado no logró ser la película que sus camaradas (maoístas) hubieran querido. Las siguientes sí lo fueron ya que, como recuerda Prividera en su libro, pasó directamente al documental: entrevistó obreros y estudiantes en el mayo francés, trabajadores ingleses en lucha, y con el mismo fin viajó a Italia. Una razón cinematográfica, documental e internacionalista.

 Luego está la monumental Shoah, un film de Claude Lanzmann que, en sus nueve horas, es imprescindible y que plantea una discusión ética sobre qué y cómo debe mostrar el documental. El libro de Rollet analiza la implicancia de Lanzmann cuando decide no usar imágenes de archivo de las víctimas, de los muertos, de los campos, sino entrevistar a sobrevivientes, a los kapos (los presos en tareas administrativas de los campos) y también algún nazi que cree que su identidad estará a salvo. No hay música, sólo testimonio, y el testimonio es suficiente para reflejar en las palabras y las imágenes de esos rostros el horror que se ha vivido.

Luego, analiza las premisas del film S:21 de Rithy Panh, donde el cineasta camboyano se introduce en la cárcel de ese nombre que se convirtió en un campo de exterminio bajo el gobierno de los Khmer Rouge, y que durante los años desde la toma del poder liderados por Pol Pot hasta su caída, provocaron la muerte de un millón y medio de personas, según las fuentes más confiables. A diferencia de situaciones de esta naturaleza, el régimen de los Khmer Rouge demandaba el archivo (supuestamente para que llegue la experiencia a las generaciones venideras) por lo tanto las actas de interrogatorio bajo tortura fueron documentadas, cada víctima fue fotografiada, cada muerte fue anotada en su forma de agonía. Y los guardiacárceles quedaron en libertad como para que las cámaras de Pahn les preguntara y hasta representaran cómo era su actividad.

Panh mismo había sido una víctima separada de su familia a los 11 años, cuando fue destinado a una escuela de rehabilitación mientras los suyos morían. El horror del genocidio sistematizado a través de su cámara de Panh es un ejercicio riesgoso y necesario. Tal vez como el género mismo lo sea.

Quien mejor lo sabe en el país es Juan Pablo Mansilla, que cada sábado publica su newsletter Línea documental en el que revisa los documentales contemporáneos más relevantes del mundo e indica dónde y cómo verlos. También realiza entrevistas a los documentalistas más destacados de la actualidad en el que quizás sea el género más potente del cine argentino hoy, el más disruptivo e inteligente. Ah, y también hay mucha recomendación de true crime que un poco da miedo por tratarse de crímenes reales y otro poco, alivio, por haber sido resueltos los casos. Aunque no siempre. Es que como decía Rimbaud: Es el tiempo de los asesinos.

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