Los últimos trogloditas que viven en las cuevas para escapar de los caníbales

Desde el inicio del siglo XIX cientos de personas viven a más de 1.800 metros de altura, en las cuevas de Kome, para huir de los caníbales.
  • Los últimos trogloditas que viven en las cuevas para escapar de los caníbales Los últimos trogloditas que viven en las cuevas para escapar de los caníbales
  • Ndlovu, de 40 años, uno de los habitantes de las cavernas Ndlovu, de 40 años, uno de los habitantes de las cavernas
  •  Desde el inicio del siglo XIX cientos de personas viven a más de 1.800 metros de altura, en las cuevas de Kome, para huir de los caníbales  Desde el inicio del siglo XIX cientos de personas viven a más de 1.800 metros de altura, en las cuevas de Kome, para huir de los caníbales
  • ”Aquí, no hay electricidad ni heladera, pero es nuestra casa, es nuestra historia” "Aquí, no hay electricidad ni heladera, pero es nuestra casa, es nuestra historia"
  • ”Aquí estamos bien. Cultivamos nuestras verduras y nadie nos molesta” "Aquí estamos bien. Cultivamos nuestras verduras y nadie nos molesta"
  •  ”Aquí, no hay electricidad ni heladera, pero es nuestra casa, es nuestra historia”, explica Kabelo Kome, de 44 años. Es descendiente del primer ocupante que dio el nombre al lugar  "Aquí, no hay electricidad ni heladera, pero es nuestra casa, es nuestra historia", explica Kabelo Kome, de 44 años. Es descendiente del primer ocupante que dio el nombre al lugar

En la penumbra de una cueva, Mamotonosi Ntefane, de 67 años, sacude una piel de animal. Es una de las últimas trogloditas de Lesoto, un país del sur de África cuya historia cuenta que se refugiaron en cavernas para huir de los caníbales hace dos siglos.

A más de 1.800 metros de altura, en las montañas de este pequeño reino enclavado en Sudáfrica, solo se divisan algunos pastores cubiertos con largas coberturas de lana entre la bruma de la mañana.

Desde el inicio del siglo XIX, cientos de personas viven en las cuevas de Kome, entre ellas algunas familias, descendientes directos de las tribus que instauraron las fronteras de este antiguo protectorado que se independizó del Reino Unido en 1966.

Una fina humareda blanca se escapa de un afloramiento rocoso a la hora del desayuno: el escondite, a unos 50 kilómetros de la capital, Maseru, está bien vigilado.

Sobre la leña, una marmita negra hierve el tradicional "papa", una crema de maíz.

"Aquí estoy bien. Cultivamos nuestras verduras y puedo rezar todo lo que quiero", dice  Mamotonosi Ntefane, con un rosario alrededor del cuello.

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Desde la puerta abierta de su caverna, la mujer observa las planicies a lo lejos.

 

Una vida de pobreza y dignidad

 

La mayoría de los 2,2 millones de habitantes de este país rural aún vive de la agricultura. Cultivan maíz, sorgo y ejotes. Pero también hay aves de corral y ganado.

Algunos de los habitantes, los mayores, reciben una ayuda del Estado. Los otros ganan un poco de dinero mostrando sus cuevas a los escasos turistas.

La gruta está dividida en varias viviendas redondas adosadas a la roca basáltica. Las paredes y los suelos están hechos de una mezcla de barro y excrementos de animales. Cada tanto hay que restaurarlos.

El mobiliario es básico: una piel de vaca tendida en el suelo sirve de cama y el agua (extraída del pueblo vecino) está en ollas y cubetas de plástico.

Mamotonosi Ntefane se asea con un pequeño jabón que conserva en una cajita metálica.

"Aquí, no hay electricidad ni heladera, pero es nuestra casa, es nuestra historia", explica Kabelo Kome, de 44 años. Es descendiente del primer ocupante que dio el nombre al lugar.

En esa época, África austral sufría de una gran sequía, que aniquiló los rebaños y agotó las reservas de cereales. En sus transcripciones, los misioneros que cristianizaron el país retratan los estragos del canibalismo.

Los Sotho, la principal etnia del país, terminan por unirse después de la llegada de colonos europeos determinados en establecer sus granjas en tierras fértiles y de los ataques de guerreros zulúes de Sudáfrica para buscar ganado y alimentos.

 

Así nació Lesoto

 

Mamatsaseng Khutsoane, de 66 años, dio clases durante toda su vida en la escuela más cercana, a una hora de camino. El trabajo le permitió construir una casa en un pueblo de la montaña, encima de las grutas. Pero sigue viniendo para comer con sus nietos, cuenta.

A lo lejos, el sonido de los cencerros del ganado que pasta resuena en las grandes piedras.

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