En una de las habituales recorridas por su tierra, el norte neuquino, el guardafauna y fotógrafo Martín Muñoz salió como siempre desde Varvarco, su pueblo, a 517 kilómetros y siete horas de auto desde Neuquén Capital. Avanzó por la ruta provincial 43, esa traza aún de tierra desde Las Ovejas, hasta donde llega el asfalto. A ambos costados, veía la nieve que acumularon a su paso las máquinas mientras el camino de tierra embarrado por los copos blancos serpentea entre los puestos de los crianceros que sobrevuelan los cóndores y acechan los pumas al borde de esas montañas de las que brotan arroyos de deshielo que se suman para alimentar ríos cristalinos cuando pasa el frío y llegan los pescadores en busca de la trucha soñada. Habría hecho unos siete kilómetros hasta el paraje El Chacay, rumbo al volcán Domuyo, esa mole que hoy es como un faro blanco de la Patagonia. Fue entonces cuando la vio: ahí estaba Ruth, orgullosa y sonriente con su caballo Moro, brioso pero manso, en medio de ese escenario de película.
Pidió permiso a su papá Carlos Fuentes y a su mamá Rita Candia y enseguida tomó estas imágenes mientras Ruth volvía al puesto con su montura. Y otras después, cuando arreaba a las chivas con las que la familia se gana la vida. A ella, contaron Carlos y Rita, le gusta desde chiquita ese mundo campero y ahí anda, feliz con su poncho, su sombrero y sus rodilleras, entre los animales: entre silbidos, lleva al piño sin problemas.
Ahora puede sin problemas de horario porque está de vacaciones de invierno y tiene más tiempo libre, así que a cada rato se sube a su caballo para dar una vuelta y se ayuda para bajar con una piedra grande que le queda justita. Tiene 9 años y va a la Escuela 206 de Varvarco.
En época de clases, una camioneta del Consejo la pasa a buscar. Y cuando vuelve, después de la tarea, sale con Moro. Puede ser a darle de comer a las chivas o a arrearlas, lo que haga falta. «Mi papá me enseñó»; le contó a Martín.
Por estos días, se puede llegar con precauciones hasta El Chacay. Más allá, rumbo al Domuyo, la nieve ya no lo permite.
Sus padres son crianceros y tienen ocho hijos. La casa de la invernada, donde se quedan para la época de las pariciones, es de adobe. Desde que llegó la luz tienen termotanque eléctrico y el agua viene de una vertiente y la acumulan en un tanque. Se calefaccionan con leña. Como tantas otras familias del norte neuquino, entre lo que esperan con ansiedad, una de las principales demandas es que algún día sean mejoren las comunicaciones.
De momento, escriben los mensajes en la casa y después llevan el celular afuera y lo dejan en una cajita para protegerlo del sol, el viento, la lluvia y la nieve en el único lugar donde agarran un poquito de señal con datos. Cada tanto van a ver si ya salió el mensaje o si entró alguno.
Además de vender chivos, también los ofrecen cocinados en el horno de barro. Con lo que producen en la huerta, Rita cocina delicias regionales en escabeche y hace pan y dulces caseros que venden a la orilla de la ruta a los turistas, a los que también guían a unas cuevas cercanas.
En las tierras de la veranada, donde afirmaron la huella y ya pueden entrar con un vehículo con materiales para mejorar el puesto de adobe, es donde las crías ganan fuerza y peso con las pasturas de zonas más altas y el agua de deshielo.
Están a unos 12 kilómetros y de ida son unas cinco horas de marcha, en subida y con el paso lento de los animales de tres meses de vida. El regreso es más rápido, en bajada y con los chivitos más fuertes. Allá Ruth y la mamá hacen quesos y bajan al pueblo a venderlos. Como Joaco con su caballo Piñonero y tantos otros chicos y chicas del norte neuquino con sus montura, Ruth es parte de los arreos en familia. «Me gusta andar con Moro», le dice a Martín en la despedida, después de la última foto, ya de regreso al puesto.