Néstor tenía 5 años cuando sucedió pero la escena fue tan extraña que se mantuvo durante las cuatro décadas que siguieron ahí, en un estante inclasificable de la memoria. En el recuerdo, él estaba con su mamá en una plaza de Balvanera, muy cerca del viejo Mercado Spinetto: él sentado dentro del arenero, su mamá parada afuera.
Jugaba distraído cuando una mujer desconocida, al menos para él, apareció de la nada.
“La mujer se acercó a mi mamá, le dijo algo y mi mamá la agarró de un brazo y se la llevó para un costado. Yo levanté la cabeza y vi que mi mamá le hablaba enojada, como que le recriminaba algo con muchos gestos”, cuenta a Infobae Néstor Zorio, que ahora tiene 49 años. “La mujer volvió a pasar por al lado mío, me miró fijo y se fue”.
Con la arena húmeda todavía pegada en las manos, Néstor le preguntó a su mamá quién era esa señora: “Una vieja amiga”, contestó. “Ya no va a venir más”.
Sonó a certeza pero no fue eso lo que sucedió porque la misteriosa mujer volvió a aparecer muchos años después, cuando Néstor ya era adulto y el Spinetto ya era un centro comercial.
“Íbamos caminando por el shopping con mi esposa y mi hija y una señora mayor apareció de la nada. Me miró y me dijo: ‘Ya sos un hombre, ya tenés una familia. Me alegro por vos’. Me abrazó y yo me quedé duro. Cuando reaccioné y me di vuelta, no estaba más”.
No soy de aquí
La segunda escena fue un abrazo en un shopping (Franco Fafasuli)
Es un mediodía oscuro, de una lluvia filosa y persistente, las ramas peladas de los árboles parecen las manos raquíticas que atrapan en los sueños infantiles.
Néstor Zorio, que es operario, enciende la cámara de su teléfono desde el depósito de la fábrica de camperas Montagne, donde trabaja. El sonido retumba ahí abajo; el clima, afuera, acompaña a una palabra que dirá varias veces a lo largo de la entrevista: “Tenebroso”.
Nació en diciembre de 1972 y fue el único hijo de Zulema, que era ama de casa, y Juan Zorio, que era maestro confitero. A simple vista la suya parecía una familia común y corriente pero la sensación de que algo extraño había fue tomando forma a medida que Néstor fue creciendo.
¿Por qué era un nene de 10 años con una mamá de casi 60? ¿Por qué sus primas eran tan mayores que parecían sus abuelas?
“Además, yo tenía una pesadilla que se repetía, por lo general cuando tenía mucha fiebre. Veía un pasillo largo, frío, con poca luz, muchas puertas y escaleras, todo medio tenebroso. Me daba miedo, inclusive me hacía pis en la cama”.
Néstor ya tenía 17 años cuando una novia le puso palabras a algo que él venía masticando: “Vos no te parecés a tu mamá”. Néstor le contestó: “Estás loca, mirá: me cómo las uñas como mi mamá”, “muevo las manos como ella”. Igual fue a verla, más a afirmar que a preguntar.
“Tengo dudas de que yo sea tu hijo”, le dijo a Zulema. La mujer se defendió, la forma más primaria de no tener que responder: “Ya estás grande y boludo. No digas estas pelotudeces que te puede escuchar tu papá”. La respuesta llamó la atención de Néstor: “Mi papá era un tipo callado, muy tranquilo, jamás me había puesto una mano encima. ¿Por qué el miedo era hablarle de este tema a papá?”, desanda.
Lo que siguió fue, otra vez, una larga época de silencio. Néstor creció, se casó, tuvo a la primera de sus cuatro hijos y, a fines de los 90, sucedió aquella escena de la misteriosa mujer que lo abrazó en el shopping.
El silencio se quedó, también se quedaron las preguntas: ¿por qué le sonaba su cara? ¿lo había encontrado en el shopping de casualidad o lo estaba acechando? ¿Por qué? ¿Para qué?
Un hilo del que tirar
Néstor estaba a punto de cumplir 40 años cuando leyó el mensaje en el chat de Facebook. La hija de una prima que vivía en Santa Isabel, un pueblito del sur de Santa Fe, le había escrito algo que, en poco tiempo, iba a abrir una fosa bajo sus pies.
—Te tengo que contar algo.
Hacía 10 años que no sabía nada de ninguna de esas dos mujeres pero era obvio que ese “algo” era importante porque el mensaje terminaba así: “¿Cuándo podés venir?”. Ese mismo fin de semana Néstor armó su mochila, se subió a un micro y recorrió los 350 kilómetros que lo separaban del pueblo.
Bajó a la medianoche y fue directo a ver a Gloria, su prima, una señora de 65 años y una salud frágil. “Me dijo: ‘Creo que vos tenés una duda desde que naciste, ¿no? Muchos de tus tíos y primos se llevaron el secreto a la tumba, yo no pienso llevármelo: Juan y Zulema no eran tus padres biológicos’“.
Aquella idea de no querer llevarse el secreto a la tumba no era un decir “porque mi prima me lo contó y a los dos meses tuvo un ACV y murió”, sigue Néstor. Lo que siguió fue más vacío, porque Néstor y Zulema habían muerto y era tarde para preguntas.
Era 2012 cuando Néstor contó su historia en las redes sociales sin esperar que algo volviera, como quien tira un globo al cielo. En la soledad más íntima y sin saber qué hacer pensó en buscar nombres en Google. ¿Pero cuáles, si no tenía ninguno?
Con una copia de su partida de nacimiento en la mano tipeó el nombre de la partera que la había firmado: Gregoria Agra de Pasini.
Lo que encontró fue a otras personas con partidas de nacimiento iguales y las mismas dudas. De la partera, nada: “No había información, una foto, era como un fantasma”. Néstor siguió buscando algún hilo del que tirar, sacando de los roperos las fotos de su infancia hasta que encontró el álbum de su bautismo.
Las fotos eran de 1973, estaban en la Iglesia Santa Teresita de Ezpeleta, en Quilmes. Él era un bebé de un año y una mujer lo sostenía en brazos. En la primera página del álbum estaban escritos los dos datos que, inmediatamente, respondieron a su pregunta muda.
“Era mi madrina, se llamaba Beatriz”. Néstor no sabía que tenía madrina así que googleó su nombre y apellido, calculó su edad, escribió a todas las mujeres con esos datos hasta que una contestó.
Beatriz no se sorprendió demasiado cuando leyó el mensaje de Néstor, si había pasado décadas esperando ese día para revelarle el secreto. Lo había intentado aquella vez en el arenero, aquella otra vez en el shopping. El momento, por fin, había llegado.
Tenebroso
“Fui a verla a Berazategui, donde vivía. Me contó todo”, introduce Néstor. “Resulta que mi mamá no podía tener hijos porque tenía una enfermedad, todavía no sé bien cuál. Entonces consiguieron el dato y decidieron comprarle un bebé a esta partera. La mujer les entregó un recién nacido a domicilio en septiembre de 1971, pero ese bebé no era yo”.
Ese niño, al que llamaron Juan José, era prematuro y había llegado a esa casa de Ezpeleta con una anemia grave. El miedo había hecho que el matrimonio intentara cuidarlo en casa en vez de llevarlo a un hospital, y el bebé murió cuando tenía un mes de vida.
Néstor se quedó en silencio mientras escuchaba la historia de su ¿hermano?
“¿Y yo?”, le preguntó después. “Tu papá, que ya sabés que era un tipo callado y tranquilo, fue a buscar a la partera y le dijo de todo. ‘Yo pagué por un bebé vivo y acabo de enterrar un cadáver’, le dijo. La partera le contestó ‘tenés razón, te voy a conseguir otro en concepto de garantía. Pero ahora no tengo ninguno, vas a tener que esperar”.
El bebé de reemplazo llegó a la casa familiar el 18 de diciembre de 1972, un año y dos meses después de la muerte del primero. Se suponía que iba a ser una nena y que iba a llamarse Elizabeth pero en el taxi Siam Di Tella que estacionó frente a la casa llegó, en brazos de una mujer, un varón.
Néstor, así lo llamaron, estaba vestido con una batita y envuelto en una sábana.
Al año lo bautizaron: Beatriz, una vieja amiga del barrio que sabía la verdad y no parecía una amenaza, fue elegida madrina.
“A partir de ese momento mi mamá y mi papá empezaron a huir prácticamente, porque se fueron de esa casa y no hay datos de cambios de domicilio hasta cinco años después. Nadie sabía bien por dónde andaban, supongo que por lo que habían hecho”.
Fue en esa época que la misteriosa mujer apareció en el arenero.
“Me contó que aquel día en el arenero mi mamá le había dicho, enojada, que no se acercara nunca más a mí y que no se le ocurriera decirme la verdad”.
Néstor pidió la partida de nacimiento de ese otro bebé para corroborar la historia: era idéntica a la suya. La misma tipografía, la firma de la misma partera. Se unió al grupo Por nuestra identidad y desde ahí terminó de entender que, del otro lado del delito, no había habido una sino una red de parteras.
“Cuando empecé a escuchar los relatos de otras personas me cerró todo. No era una excepción, era un modus operandi: como apuraban los partos para no perder las ventas, hacían esto de dar otro bebé en garantía si el primero no sobrevivía. Muchas veces eran los hijos de mujeres que llegaban a hacerse abortos demasiado tarde, entonces las hacían esperar un poco más y aprovechaban a venderlos”.
El resto, desde entonces, es llenar baches con suposiciones.
Que es probable que sus padres “de crianza” -así los llama, aunque sabe que se trató de una “apropiación”- hayan entregado un terreno en Quilmes como forma de pago, “porque dinero no tenían”. Y que tal vez aquella pesadilla recurrente de la niñez -los pasillos tenebrosos, las escaleras, las puertas de hospital- sea, más bien, el primer recuerdo de su vida, “el momento exacto en el que me robaron de los brazos de mi madre”.