Uno de sus hijos se ahorcó, otro quiso imitarlo y ella lucha con la mamá de Chano para cambiar la Ley de Salud Mental
Natalia García tuvo seis hijos. Hoy tiene cinco con vida porque en mayo de 2021, Gastón se ahorcó en una plaza del barrio 19 de Febrero de la ciudad de La Plata. Dos meses después, Walter hizo lo mismo en el mismo lugar, pero fue rescatado a tiempo. El desgarrador relato de una mujer de 47 años y el dolor de no saber cómo reparar el vacío que dejó la partida física de su hijo varón más chico
Natalia lo notó raro ese sábado de mayo. Era el primer día del quinto mes de 2021 y crecía la tarde en una casa del barrio 19 de Febrero en la ciudad de La Plata. No le creyó a su hijo. No se preocupó por la pérdida material. La asaltó el temor por la hipótesis que concibió. La noche anterior Gastón le había pedido su reloj para ir a trabajar. Era un reloj digital que le había costado veinte mil pesos. A la mañana fue a trabajar a la empresa de maestranza con su moto, con el reloj. A la tarde volvió con su moto, sin el reloj. “Se me cayó de la moto, ma”, argumentó. Natalia lo notó raro ese sábado de mayo.
“Estaba bien… parecía que estaba bien”, dice, trece meses después y por teléfono, Natalia García. Gastón, el quinto de sus seis hijos y el menor de los tres hermanos varones, tenía 21 años y nadie lo llamaba por su nombre: le decían Palermo porque había jugado en Estudiantes como él, porque había sido delantero como él, porque había tenido el pelo rubio como él. Dejó el fútbol en su primera internación, a los quince años. Dejó también de ser de Estudiantes y se hizo de Gimnasia. Estaba bien: trabajaba hace más de dos años como empleado de limpieza, disponía de sus propios ingresos, compartía una habitación de la casa de siempre de su barrio de siempre con Camila y la hija de ella, una bebé de un año y medio a la que él le decía “mi beba”. No: no había dejado de consumir. Pero el peor infierno había quedado en el pasado. Al menos eso aparentaba: parecía que estaba bien.
“Mirá, si vos debés plata, decime que yo te ayudo”, le imploró su mamá. El reloj era nada en contraste al miedo que la embargaba especular con las deudas de su hijo y las amenazas de sus proveedores. Gastón sostuvo su palabra: “No, ma, te juro que se me cayó de la moto”. No funcionó el refuerzo de la coartada: el olfato, la percepción, el polígrafo materno ya se había activado. Natalia había detectado el engaño, solo restaba corroborarlo. Lo hizo esa noche cuando Gastón y Camila salieron a comprar milanesas. El celular de su hijo había quedado en manos de la bebé, que miraba dibujitos en YouTube. Natalia constató en una conversación que Gastón ofrecía el reloj -su reloj- a cambio de cocaína.
No tardó en enfrentarlo. Se pelearon, discutieron. No era la primera vez, pero hacía mucho no confrontaban por lo mismo. “Le dije de todo: que cómo me hacía eso, que cómo vendía algo que no era suyo, que cómo tenía droga encima si había estado todo el día con la nena, que cómo puede ser, que era todo una barbaridad”. Gastón se enojó también. El conflicto lo había perturbado. Se puso a cocinar las milanesas. Dejó de hacerlo y subió. Necesitaba huir de esa incomodidad. Camila adivinó la secuencia y fue a advertirle a su suegra, que se había ido al otro lado de la casa. “Paler subió”, le indicó. Natalia, harta, acudió: no se sorprendió cuando lo encontró en consumo de cocaína. Él no solía hacerlo en su casa, pero cuando lo hacía, procuraba encerrarse en el baño de arriba. “Andá a drogarte a otro lado, en casa no”, le ordenó su mamá. Su papá Gastón, que le transfirió su mismo nombre, que se graduó en la misma clínica de rehabilitación, que padeció las mismas recaídas, le exigió lo mismo: que se fuera porque la casa es sagrada, porque en la casa no se consume. Fue lo último que le dijo a su hijo.
Gastón se fue. Consumió en la calle, consumió con Walter, su hermano mayor, su principal confidente y compañero. La noche se confundía en la madrugada y el sábado se mezclaba con el domingo. Walter entró y se fue a dormir. “Él no entró -recuerda Natalia-. Empezó a mandar mensajes pidiendo cigarrillos y papelillos. Cuando golpeó la puerta de casa, salí y le dije ‘tomátelas, están los nenes durmiendo’. ‘Dejame entrar’, me pidió. ‘No, estás drogado, no vas a entrar, cuando se te pase volvé’”. Gastón se fue.
Las huellas de su teléfono celular revelaron que en esa madrugada llamó a todos sus amigos. Ninguno lo atendió. A las cuatro de la madrugada, le envió un mensaje a su mamá que, horas antes, lo había vaticinado: Gastón estaba raro. “Decile a papá que lo amo. Nos vemos mañana cuando me tengas que poner en el cajón”, le escribió. Natalia no le asignó dimensión real a su despedida: “No pensé que estuviese hablando en serio. Muchas veces se metía a la casa por el techo, entraba igual”. Se durmió envuelta en un desvarío.
El domingo por la mañana, Luciano, el hermano del medio, salió a comprar el desayuno. Caminó dos cuadras de su casa en el barrio 19 de Febrero de la localidad Villa Elvira de la ciudad de La Plata. En la plaza vio a su hermano colgado por la bufanda de la rama de un árbol. “El Paler se colgó, mami, se murió”, le avisó a su mamá por teléfono. “Fuimos todos para ahí, corriendo. Es una imagen que no se me va a ir jamás de la cabeza. Lo tuve a upa una hora porque la policía no quería bajarlo. Lo bajamos con Walter, mi otro hijo. Estaba todo el barrio, lo quería todo el mundo. Era un buen chico, era una buena persona”.
"Él siempre fue una persona feliz, solidaria, ayudaba siempre a todo el mundo. Estaba en pareja con Camila y vivían en casa. Ella tenía una beba y él la cuidaba, se hacía cargo. Pensábamos que lo peor ya había pasado", dice Natalia
Gastón Emanuel Evaristo Vallejos murió el domingo 2 de mayo de 2021. Asfixia mecánica por ahorcadura: la autopsia corroboró un síndrome asfíctico evidenciado por el cuadro de fluidez sanguínea, edema y la congestión del cerebro, pulmones, hígado, bazo y riñones. Tenía 21 años. Nadie sabrá exactamente por qué decidió terminar con su vida. “No sé por qué lo hizo. No le encuentro explicación. No sé si se habrá pasado de mambo, si se dio cuenta de que no podía salir. Jamás había sido tan dramático en sus mensajes. ‘Mirá lo que me puso, este chico está loco’, dije cuando leí su mensaje. No le di entidad. Jamás había salido de su boca una cosa así”, dice su mamá, trece meses después de velar a un hijo, por teléfono y llorando.
Natalia ensaya una autocrítica feroz: la ausencia en la presencia. “A veces estar siempre presente también es estar ausente”, dice. Palermo tenía doce años cuando empezó a consumir. Su mamá lo supo recién tres años después, tras leer un informe de la clínica de rehabilitación, la primera a la que asistió. “No sé por qué no me di cuenta en su momento, quizás por ser madre de varios hijos, por estar todo el tiempo pendiente de ellos y por intentar resguardarlos, cuidarlos y darles la confianza de creerles y nunca dudar de sus palabras”. Natalia también era mamá de Maylen, hoy de 29 años, Walter de 28, Ana de 27, Luciano de 26 y Mayra de 22.
A todos sus hijos varones tuvo que internarlos. Palermo fue el primero. Tenía quince años. Ya había dejado la secundaria en primer año. “Estaba en cualquiera. Ya lo habíamos encontrado varias veces dado vuelta. Habíamos hablado. Le habíamos dado oportunidades para que cambiara y él no decía que no era nada, que eran boludeces. Decidimos con el papá que hiciera un tratamiento. Lo llevamos, de hecho, al mismo lugar al que su papá había ido”. Afrontaron el gasto sin importar si la economía familiar se viera afectada. La obra social completaría los gastos de su internación superado un engorroso trámite.
Ella lo iba a visitar todos los sábados. Lo veía ido, desvariado, híper medicado. Hablaba poco. “Me abrazaba y me decía que me amaba. A veces me contaba lo que hacía en la semana: casi siempre estaba en la panadería y eso le gustaba. No me pedía mucho. Nunca nos exigió nada. Lo único que nos pedía era jabón para la ropa y ‘lo que puedan’, siempre decía eso”. Sus hermanos no estaban de acuerdo con su reclusión terapéutica. “Pobre, si no hizo nada. ¿Cómo lo vas a encerrar así?”, cuestionaban. También cayeron en el flagelo.
Natalia se peleó físicamente con sus hijos para llevarlos a un centro de rehabilitación. Los subían al auto de prepo y reducido entre varios. Ponían el seguro de las puertas, los amenazaban con la policía. Sus hijos no escarmentaban: huían de los centros de rehabilitación contra las adicciones. “Palermo se escapó 285 mil veces -relata su mamá-. Se escapaba, lo volvían a meter, se volvía a escapar. Me llamaban y me decían ‘Gastón se escapó, lo corrimos una cuadra y lo volvimos a meter’”. Se escapó tantas veces que sus padres desistieron: “Me encontré yendo a tres comunidades todos los sábados, llevando tres almuerzos distintos, llevando tres demandas distintas, tomando miles de colectivos para ir para un lado y para el otro. No quedaba cerca de mi casa. ¿Y tanto esfuerzo para qué? ¿Para que se escapen?”.
Había vivido la mitad de sus últimos tres años internado en comunidades terapéuticas. Tenía ya la mayoría de edad. Las clínicas no lo podían retener sin su consentimiento. Palermo volvió a su casa con la promesa de haber cambiado: no quería vivir medicado y estaba feliz de volver a compartir la cotidianidad con su familia. “Eso duró una semana. Volvió a empezar todo de nuevo”, revive su mamá.
La resignación la había dominado. Cerraba los ojos cada vez que la llamaban de un número desconocido. Podía presagiar la tragedia: “Cuando salía era cuestión de esperar que alguien me llamara. Paler tuvo muchos accidentes en moto. En uno de ellos lo encontraron desvanecido, con fractura de cráneo. Me lo trajeron casi muerto a casa. Estuvo en terapia intensiva en el Hospital San Martín de La Plata”. Dormir horas de corrido con su hijo fuera de su casa era una quimera. No eran solos los fines de semana, ni era solo Palermo el que la desvelaba. “He llegado a llamar a hospitales, a comisarías, a amigos, salir a buscarlos por el barrio. Ellos volvían como si nada al otro día a las diez de la mañana. Veían mis actos como una exageración, me decían que le hacía pasar vergüenza delante de sus amigos”.
La adultez, la inmersión al mercado laboral, el noviazgo y la convivencia le habían inspirado en Palermo un aura distinto. No: no había dejado de consumir. Consumía alcohol, cocaína, pastillas. Pero Natalia había descubierto que su hijo era una persona feliz, solidaria, querida por todo el barrio. El verano de 2021 había sido venturoso. Los pronósticos eran alentadores. “Estaba bien… parecía que estaba bien”.
La muerte de Gastón no supuso alivio en el seno familiar: fue puro dolor. En su madre y en sus hermanos. El vacío y la culpa de no haber estado para ayudarlo calaron hondo. Natalia le había prohibido el reingreso a su casa. Luciano lo había encontrado colgado en la plaza. Walter lo había dejado solo esa noche. Walter lo había bajado del árbol con Natalia. Dos meses después, Walter intentó morir como su hermano: se colgó de la misma rama del mismo árbol de la misma plaza del mismo barrio. “Uno de los amigos lo vio y me llamó. Salí corriendo a buscarlo, a los gritos. Los vecinos también me ayudaron a bajarlo. Lo saqué casi sin respirar”.
Walter se enojó con quienes abortaron su plan suicida. Le pegó a su mamá y a sus hermanas. En su casa, desarmó el colchón para intentar ahocarse. Lo encerraron en una habitación, pero antes sacaron los cables de la televisión. Gritaba. Lloraba. Golpeaba su cabeza contra las paredes, contra el vidrio de la ventana. Quería terminar con su vida, irse con su hermano menor: había intentado homenajearlo. La noche pasó despacio. El tiempo contuvo su ira. Esa madrugada durmió en su casa. Las siguientes no.
Natalia actuó rápido. Se asesoró con un abogado. Tramitó una orden judicial porque no había otra forma de que su hijo, de 27 años, se internara primero en un psiquiátrico y después en una clínica de rehabilitación. La mañana del día siguiente, la policía y el SAME acudieron a su hogar. Lo trasladaron al Instituto Privado de Enfermedades Mentales (IPEM) de La Plata. Cincuenta mil pesos le costó el mes de internación. Para que su hijo no se enojara, le dijo que solo le iban a hacer algunas evaluaciones. Walter no quería quedar internado (de nuevo). El tratamiento continuó un trimestre en Darse Cuenta, una comunidad terapéutica de Los Hornos con 26 años de experiencia en la lucha contra las adicciones. En este centro de rehabilitación también intentó suicidarse.
Walter volvió a su casa a finales del año pasado. Su tratamiento psiquiátrico ahora es domiciliario. Sobre su caso aún rige la orden de un juez. Lo atienden un equipo interdisciplinario compuesto por psiquiatras y psicólogos. “A mi hijo lo tengo vivo porque actué de manera particular. Pago ahora 5.000 pesos el psiquiatra y 4.000 pesos la psicóloga una vez por semana para que mi hijo no se mate”. Walter vive medicado, en un estado inestable. Un día está bien, otro día se quiere matar. “Él no tiene más ganas de vivir, se quiere ir con su hermano. Yo estoy agotada. Todos los días me dice ‘no quiero vivir, no quiero estar más, me quiero matar, quiero tomar, quiero consumir’”.
Natalia pide lo que pidió Marina Charpentier, la mamá de Chano, el martes 31 de mayo en el Senado en el marco de una jornada de reflexión y debate al cumplirse 11 años de la sanción de la Ley de Salud Mental y Adicciones N° 26.657. Ellas componen un grupo de mujeres que reclaman una reforma de la legislación. “Un adicto no puede decidir si quiere o no hacer un tratamiento. Tres meses limpios sin consumir en un lugar de rehabilitación no es nada. Salen con más ganas de consumir. No da tiempo a trabajar nada. El Estado tiene que estar más presente para que uno no deba concurrir de modo particular a abogados y jueces. Llamé miles de veces a la policía porque mi hijo estaba con una cuchilla dentro de mi casa diciendo que nos quería matar y me respondían que no podían hacer nada sin una orden judicial. Falta gente idónea para tratar este tema y las personas capacitadas para abordar esta problemática están atadas de pies y manos bajo una ley absurda. Mi hijo hoy estaría vivo”.
Natalia habla del artículo 20 de la ley, que indica que “la internación involuntaria de una persona debe concebirse como recurso terapéutico excepcional en caso de que no sean posibles los abordajes ambulatorios” y que “solo podrá realizarse cuando a criterio del equipo de salud mediare situación de riesgo cierto e inminente para sí o para terceros”. Critica las graduaciones tempranas y la valoración de las voluntades de los pacientes, los únicos autorizados para avalar o interrumpir su propio tratamiento.
“Hay que internarlos, darles contención y enseñarlos a quererse. La gente que se droga es porque no se quiere”, dice Natalia, mamá de Gastón que se ahorcó, de Walter que quiso ahocarse y de Luciano que no para de consumir y no quiere volver a internarse. Ya no tiene fuerzas ni dinero para rescatar a su tercer hijo varón.