Si hoy tuviera que elegir mi novela preferida de este año, no dudaría en poner Todo cuanto amé, de Siri Hustvedt, en la lista de las cinco mejores candidatas.
Durante los días en que disfruté de su lectura, me sentí asombrado por la lucidez y la sensibilidad de la autora, de quien había leído alguna que otra cosa antes, con admiración, sí, pero con no más que ese reconocimiento difuso que pasa de largo hasta que tenemos un libro puntual entre las manos y tenemos la necesidad de pedirle a todo el mundo que lo lea. Eso me ocurrió con Todo cuanto amé. Lo concluí y dije: “Ella es la mejor”.
Tengo que ser honesto y agregar que también operó como un conocimiento tácito durante mi lectura, el hecho de que Hustvedt fuese la esposa de Paul Auster. Tengo que reconocer que experimenté cierta satisfacción cuando pensé: “Ella es mucho mejor que él”. Sin embargo, olvidé mi asociación edípica hasta que hace unos días me enteré de la muerte de la nieta de Paul Auster.
“Pensé que me gustaba que Siri Hustvedt fuera una mujer segura y no le temiera a que el hombre que ama (y que la ama) la pudiera definir”
En ese momento sentí tristeza –porque es inevitable que uno se encariñe con los escritores que lo ayudaron a crecer un poco durante unas semanas–, pero luego de unos días leí la noticia de la muerte del hijo de Paul Auster y, entonces, ahí sí, presté atención y mientras buscaba la información en la web comencé a aterrorizarme.
La nieta de Paul Auster, una niña de meses, había muerto de sobredosis. El hijo de Paul Auster, también. En mi desconcierto, creo que como reacción defensiva me enojé (proyectivamente) con que nadie nombrara a Siri Hustvedt en este incidente. Claro, fue entonces que descubrí que ella no era la madre del hijo del escritor y, a continuación, el terror que sentí ya estaba más cerca de lo que Sigmund Freud llamaba “siniestro” –esto es, una experiencia en que algo familiar repentinamente se presenta como lo más ajeno y atroz.
Iré por partes.
Dije que a Siri Hustvedt la conocemos como la esposa de Paul Auster. Ella misma se ríe de eso y en mi edición de Todo cuanto amé pone este dato en la solapa del libro. Entonces pensé que me gustaba que fuera una mujer segura y no le temiera a que el hombre que ama (y que la ama) la pudiera definir.
“En Todo cuanto amé Hustvedt trabaja sobre la muerte que no tiene nombre, la de un hijo”
Por otro lado, sabemos que Auster es un gran escritor. La invención de la soledad es un libro indispensable sobre el duelo de un padre. Ahora bien, en Todo cuanto amé Hustvedt trabaja sobre la muerte que no tiene nombre, la de un hijo.
La novela cuenta también la vida de dos amigos que crecen y se vuelven padres, que aman a sus esposas, hasta que el amor no alcanza; que sufren porque la vida es más fuerte que nuestra capacidad de amar y nos aleja, nos impone decisiones trágicas, nada nos salva ni redime.
Entonces nos queda el recuerdo de lo que amamos. Si tuviera que llevar mi lectura a una moraleja odiosa –como todas las conclusiones que queremos pedirle a un libro–, diría: “Si te importa el desenlace de una relación, es que no tuviste una historia de amor”. Un epígrafe de esta novela podría haber sido esa frase de Cortázar en el capítulo 87 de Rayuela: “¿Por qué, a ciertas horas, es tan necesario decir: Amé esto?”. Es una lectura exquisita.
Sin embargo, este libro no solo trata sobre el amor y la vida. También propone una hipótesis complejísima acerca del cambio en la subjetividad desde la época de Freud a hoy: empieza con la histeria, pasa a los trastornos de alimentación y concluye con la psicopatía.
Modos de criar
La historia funciona también como un ensayo. En este punto, creo que Hustvedt desarrolla con esta novela lo que propuse como tesis para uno de mis libros (Edipo y violencia): “El siglo XXI realiza las fantasías perversas del siglo XIX”. Ella es más taxativa que yo: si no revisamos nuestros modos de crianza, surgidos del miedo a la disciplina, nuestros hijos solo van a poder separarse de nosotros matándonos.
Tarde o temprano, entre padres e hijos es necesario un corte generacional; si no puede hacerse con fantasías, se hace en lo real. En las novelas no hay mucha magia, se trata de que alguien se enamore o de que alguien muera. A veces ocurren las dos cosas, como en la vida.
Anticipé de modo general la trama de la novela. Ahora seré más explícito. Bill Wechsler es un pintor creativo, que entabla amistad con el historiador de arte Leo Hertzberg. Leo está casado con Erica, mientras que Bill estuvo casado primero con Lucille y, luego, con su musa Violet.
Leo y Erica tuvieron un hijo, Matt. Mientras que del matrimonio de Bill y Lucille nació Mark. Los niños crecen juntos hasta que, en ocasión de un campamento, cuando despunta su adolescencia, Matt tiene un accidente y muere. A partir de entonces, Mark comienza a tener una conducta errática, se inicia en las drogas y en la marginalidad, lo que carcome la vida de Bill, su padre, hasta que también este muere.
Entonces Leo y Violet tienen que arreglárselas con este hijo, que tiene una doble representación simbólica: para Leo es un sustituto de su hijo muerto, para Violet es el hijo de su marido muerto.
Violet es la madre sustituta que se desgasta para ordenar la vida de este joven que roba, consume, miente. Es la mujer que comenzó sus investigaciones con una crítica al diagnóstico de histeria en la psiquiatría clásica y el psicoanálisis, para luego pasar a una investigación sobre los traumas reales que vivieron las mujeres que padecen trastornos de la alimentación y, finalmente, a los rasgos de carácter psicopáticos. Quien haya leído ensayos de Siri Hustvedt no dudará en reconocer en este personaje a un alter ego.
Del mismo modo, Lucille –primera esposa de Bill, madre de Mark– es una mujer que es presentada con muy poca gracia, demasiado volcada a su trabajo de escritora de unos poemas herméticos que no se entienden bien, tan perfeccionista como desapegada del cuidado de su hijo. ¿Sería muy injusto ver en este personaje el retrato que Hustvedt hace de Lydia Davis, la primera esposa de Paul Auster, con quien tuvo al recientemente fallecido Daniel?
En uno de sus brevísimos relatos, algunos de los cuales parecen poemas en prosa, Lydia Davis escribe:
“Le toca cuidar al niño. Está enfadado.
Dice: ‘Nunca es suficiente con lo que hago’.
El niño también está de mal humor.
Le da al niño una lata de zumo y lo sienta en un sillón inmenso.
Él se sienta en otro sillón y se pone a ver la televisión.
Ven juntos La extraña pareja”.
Este relato se llama Cuidar al niño. En el que directamente se titula Mi hijo, leemos lo siguiente:
“Este es mi marido, y la mujer alta que está con él a la entrada de la casa es su nueva mujer. Pero si con su nueva mujer parece tonto, y más joven, entonces yo soy ahora más vieja, y mi marido es también mi hijo, aunque antes era más viejo que yo, y era mi hermano, en una familia más reducida. Ella, que incluso es más joven que él, es ahora una hermana para mí, o una cuñada, aunque es más alta que yo. Pero si es más lista que una joven, y más sabia, ya no es tan joven, y, si es más sabia que yo, es mi hermana mayor, así que mi marido, si sigue siendo mi hijo, debe ser su sobrino. Pero si él, muy alto, aunque ella sea todavía más alta, tiene un niño que también es mío, ¿no soy entonces, además de una madre, una abuela también, y su nueva mujer una tía abuela, si es mi hermana, o una tía, si es mi hija? ¿Y tiene mi hijo entonces que escaparse con la tía de su hijo o, peor, con su propia tía?”
No me importa si el primer relato habla de Paul y Daniel Auster. Tampoco cabe buscar en el segundo una intención autobiográfica –un reproche indirecto que desplaza el lugar del hijo con el marido que se hace “adoptar” por una mujer más joven. Las correspondencias entre ficción y realidad suelen ser infinitas. Y no sería mucho decir que hay obras que se anticipan a los hechos y que a veces los presienten. No es de eso que quiero escribir. Sí me interesa cómo la novela de Hustvedt presenta la diplopía del padre vivo y muerto; mejor dicho, del padre que tiene que sobrevivir a la muerte de un hijo. Al menos según las noticias, estos son días negros para Paul Auster.
“¿Sería muy arriesgado decir que el hijo de Paul Auster tenía serias dificultades para ser padre?"
En todo caso, la que para mí se convirtió en una pregunta a partir de este episodio es la siguiente: ¿cómo es que padres intelectuales suelen tener tantos problemas con sus hijos? Quiero decir: se supone que son padres con formación, que estudiaron y a veces incluso nos orientan a los demás sobre cómo vivir. Quisiera que el lector tenga presente que en el próximo mes nacerá un nuevo integrante en mi familia; por lo tanto, este tipo de inquietud no me resulta abstracta.
En general, tenemos tendencia a creer que los intelectuales son personas que están más allá del común de las personas. Sin embargo, yo creo que están (“estamos”, diría, si puedo incluirme) más acá. En muchos casos se trata de personas que encontraron en su profesión y en las actividades mentales una vía de escape respecto de los apremios del mundo, con la que obtener la satisfacción narcisista de un control omnipotente sobre la realidad concreta. Sé que generalizo, pero hecha la aclaración digo: no pocas veces los llamados “genios” son personas con una enorme incapacidad para vivir y si sus obras son ejemplares, es así como lograron redimir una vida penosa.
No conozco a Paul Auster ni a Siri Hustvedt, eso es claro. Más bien la noticia me sirve como excusa –condicionada por mi situación vital– para reflexionar sobre mi propia proyección en una tragedia de este estilo. Por ejemplo, ¿por qué pensamos que los hijos son un efecto de lo que vivieron con sus padres? Muchas veces creemos que una causa lineal es la que funciona en el vínculo entre padres e hijos, sin tener en cuenta aquello que los hijos aportan a la relación. Quiero decir: un padre puede esforzarse en ser el más dedicado, pero quizá su hijo no quiera parecerse en nada.
Además, ¿por qué esperaríamos de los padres intelectuales una mejor disposición para las tareas de crianza y acompañamiento? Por otro lado, hijos adictos y homicidas encontramos en diversas familias. Sin embargo, no es lo mismo que un hijo tome ciertos hábitos por identificación con la familia delictiva de que proviene, que un hijo criado en el seno de la “cultura” y que muestre que esta es un artificio hipócrita detrás del que esconder fobias, temores, deseos de grandeza, etc.
No quisiera que se me malentienda. No tengo la menor idea de lo ocurrido con el hijo y la nieta de Paul Auster y Lydia Davis. Aunque también pienso que ese hijo ya no era un hijo, sino también un padre. ¿Cómo pudo inyectarse heroína y acostarse a dormir, para despertarse luego y encontrarse con que su hija no reaccionaba por una sobredosis? ¿Sería muy arriesgado decir que el hijo de Paul Auster tenía serias dificultades para ser padre? Su vida concluyó y nadie puede juzgarlo, si nos hacemos estas preguntas es para pensar qué dramas implica la filiación. ¿Por qué muchos de los más grandes referentes culturales muestran una deuda en este punto?
A veces pienso que el mundo de la cultura promete un nombre eterno, uno que va más allá de las generaciones y que, si quien lo porta no analiza su condición, puede ser arrasador para los sucesores. Alcanza con quedar nombrado como “el hijo de” para que, en algunos casos, una vida quede invalidada. Tal vez estas líneas parezcan severas, pero es que me parece francamente triste pensar que los seres humanos –al menos en nuestras sociedades occidentales– producimos una cultura que no salva la vida de los hijos, que no los cuida y protege de nosotros mismos –sus padres.
Por supuesto que esto que escribo aplica también a políticos, jueces, actores, etc. El mundo de la cultura no lo integran solamente los escritores. Hace pocos días también tuvimos la noticia de la muerte del hijo mayor del músico Nick Cave, quien también perdió a otro hijo que se arrojó por un precipicio luego de consumir LSD. Los ejemplos en la historia de la cultura abundan y no me voy a detener en una enumeración que llega hasta nuestra propia sociedad en Argentina.
Según una imagen que se volvió clásica, Platón comparaba a las producciones del espíritu con la descendencia de una persona. Todavía se habla de “parir” un libro o, más directamente, se dice que un disco es un hijo. A veces se dice: plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo, con la intención subrepticia de trazar una equivalencia. Creo que en este punto el pensamiento platónico fue como una maldición.
Todavía me generan una enorme ambivalencia las obras que algunos padres que perdieron hijos pudieron dedicarles. Nadie los puede culpar, a veces también existen los accidentes y las desgracias de la vida. No obstante, es inmensamente doloroso saber que donde está ese libro, esa canción, la obra cultural que fuese, ahí debería estar un hijo.
Estoy tentado de decir que los hijos deberían vivir para siempre, pero sé que esto es imposible. Más bien diría que tienen que vivir hasta y para dejar de ser hijos. Que sea esta muerte simbólica, en vida, la que preceda a su muerte real y no al revés. La muerte de un hijo es la que no tiene nombre porque con un hijo muere una vida que, más allá de la edad, quedó trunca.
Todo cuanto amé es una novela que está a la altura de lo mejor de Tolstoi. Seguro recordaremos el inicio de Anna Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. La belleza de esta frase radica en que dice lo contrario de lo que da a entender: no hay familias felices, todas tienen su propio modo de ser infelices. No hay familia que escape a la tragedia.