Todos los elementos que suelen tejer la trama de una película de misterio y suspenso se entrelazaron en la masacre de La Payanca, en General Villegas: seis muertes en una localidad tranquila, varios sospechosos, un amplio abanico de hipótesis que se fueron descartando con la pesquisa y hasta un actor de televisión indirectamente involucrado.
Durante años se esperó que un nuevo elemento apareciera en la causa, que un error dejara expuesto a los asesinos o que un brillante investigador diera con la clave para resolver el caso, como ocurre en un buen thriller cinematográfico. Pero pasaron 26 años y aún no hay respuestas.
"Es un caso muy confuso. Todas las líneas de investigación se fueron pinchando. Lo único que sabemos es que hay seis víctimas y que murieron de 22 balazos… La verdad es que eso no aporta mucho…". Así, desorientado y confundido, declaraba Guillermo Martín, juez que tuvo a cargo la causa, apenas tres semanas después del hecho.
Crónica de un misterio
El 9 de mayo de 1992, la policía recibió la denuncia de que algo inusual estaba pasando en la estancia La Payanca, a 30 kilómetros de Villegas. Los animales estaban sueltos y no se veían movimientos de personas. Dos agentes ingresaron a la propiedad sin imaginar lo que encontrarían: un escenario de violencia y muerte que rompería con la tranquilidad a la que estaban acostumbrados los vecinos de la localidad.
En diferentes habitaciones hallaron los cadáveres de María Esther Acheriteguy, una ganadera de 46 años, y su hijo José Luis Gianoglio, de 22. La casa estaba revuelta. Era un espectáculo sangriento, con cajones tirados en el piso y sillas caídas. Pero quienes cometieron los homicidios no se llevaron ningún objeto de valor. Hasta los autos de la familia, un Peugeot 504, una camioneta Chevrolet y un Ford Ranchero, quedaron en el lugar.
En un galpón contiguo a la vivienda encontraron el cadáver de un hombre al que luego se identificó como Francisco, un hombre al que la familia le permitía dormir allí a cambio de algunos tareas en el campo. También habían matado a los dos gatos del invitado, y los dejaron junto a su cuerpo, en forma de cruz.
Las primeras hipótesis
El móvil del robo fue uno de los primeros en ser descartado, ya que al parecer no faltaba nada en la estancia. Los investigadores apuntaron entonces hacia Alfredo Raúl Forte, de 49 años, concubino de María Esther, quien no se encontraba en el lugar cuando fueron hallados los cuerpos. La presencia de su documentación en la estancia no dejaba de ser un elemento extraño.
Forte llevaba dos años viviendo en La Payanca, luego de dejar a su mujer y a sus ocho hijos en la localidad de Daireaux.
Pero esta primera hipótesis también fue descartada cuando, al día siguiente, el cadáver de Forte fue encontrado junto a una tranquera. Estaba golpeado y lo habían ejecutado con disparos en la cabeza.
La masacre no había culminado con ese homicidio. La policía amplió la recorrida por las 500 hectáreas del campo y se sorprendió con otro hallazgo: a un kilómetro de la casa, en un maizal, también encontraron a Hugo Reid, carpintero, de 21 años, y a Eduardo Gallo, tractorista, de 22. Ambos con el cráneo destrozado a balazos.
Fue entonces que una línea investigativa se inclinó por un caso de drogas. Especialistas peritaron la casa, pero no se encontraron pistas con suficiente peso.
La naturaleza tampoco ayudó a la investigación. E los diez días que pasaron entre el hecho y el primer peritaje policial hubo dos tormentas muy fuertes que borraron rastros importantes.
Una historia de infidelidad y el tercer sospechoso
Sin argumentos sólidos para vincular el caso con el narcotráfico, los investigadores se enfocaron en Horacio Ortiz, la persona que asesinó a José Gianoglio, el primer esposo de la hacendada y padre de José Luis y Claudia, la única sobreviviente de la familia, que vivía en la Capital.
En 1985, Ortiz había matado a balazos a Gianoglio, tras acusarlo de haber tenido un amorío con su esposa.
Según descripciones de los vecinos, Ortiz había sido visto merodeando la zona poco antes de la masacre. Pero mientras continuaban los infructuosos rastrillajes para dar con nuevas pistas, se supo que Ortiz nunca se había movido de Venado Tuerto, lugar en el que vivía por entonces.
Para ese momento, ya se encontraba en Villegas Claudia con su pareja, Marco Estell, un actor que venía de una relación conflictiva con la actriz Graciela Cimer.
Cimer se suicidó en julio de 1989, arrojándose del primer piso de la casa de sus padres, en Sarandí. Carlos Cimer, su padre, acusó a Estell por violencia de género y un por suministrarle medicaciones depresivas, motivo por el que estuvo procesado en 1993.
El antecedente hizo que surgiera una versión que vinculaba al actor con la masacre, pero sólo fueron rumores que nunca llegaron a formar parte del expediente.
El móvil económico y un policía
Sin otras pistas, se comenzó a indagar, entonces, en los vínculos comerciales de María Esther. Se detectó que la familia no pasaba por un buen momento financiero, según dio a conocer Horacio Sánchez, titular de la Berardi y Cía., consignatario de la hacienda. "Era muy buena gente. Mantuve con ellos una amistad, pero en los últimos tres meses dejaron de efectuar operaciones con nosotros. Estaban en una situación económica ajustada y me enteré de que estaban tramitando un crédito para saldar deudas del campo".
La versión era correcta. La familia había solicitado un crédito en el Banco Provincia, pero, aunque el trámite se completó, nunca llegaron a retirar los fondos. Una vez más, hubo que descartar otra hipótesis.
Entre las muchas entrevistas que la policía efectuó, un nuevo nombre salió a la luz. Guillermo Diaz, un cabo retirado de la policía federal que había tenido una discusión con un amigo de José Gianolio. Al parecer, por una deuda económica. Ese amigo, unos días después de la discusión, denunció que le fueron robadas dos armas. Un revólver y un arma larga. Díaz fue detenido el 25 de mayo, en Ramos Mejía, cuando iba a visitar a una amiga. Pero quedó rápidamente en libertad, ya que los peritajes demostraron que los proyectiles utilizados en la masacre no coincidían con las armas denunciadas por el amigo de Gianolio.
Camino al olvido
En medio del desconcierto, la policía detuvo a José Kuhn, Carlos Fernández, José Vera y Julio Yalet. Conocidos en la zona por haber estado involucrados en varios casos menores y por tener problemas con el alcohol, quedaron involucrados en la causa.
Estuvieron siete meses detenidos, hasta que el juez decidió liberarlos por falta de pruebas. Los cuatro acusaron al comisario Mario Rodríguez de torturarlos con picanas para conseguir información.
Tras estas detenciones, la causa comenzó a enfriarse. El crimen quedó impune. Los familiares de las víctimas hicieron varias marchas para pedir que se reabriera la investigación. Lo que siguió, durante años, fue el relato de historias y mitos. Que la familia había tenido un accidente años atrás y alguien se vengó. Que una secta envió a un grupo de personas a cumplir una prueba o un ritual. Pero la verdadera historia detrás de la masacre se fue desvaneciendo, al igual que las huellas de los asesinos, que lograron hasta hoy mantener oculto su siniestro secreto.