"Mi papá trajo escondida la bandera argentina que flameó en Malvinas: no quiso que estuviera en un museo inglés".

Experto en la geografía. Él conocía a la perfección las bahías y los montes por haber estado varias veces en las islas. Curiosamente, mientras luchaba allá, en su casa de Buenos Aires pasaban cosas extrañas. POR Gretel Gaffoglio
  • Mirada. A Gretel Gaffoglio el mar le trae recuerdos sobre el rol de su padre en Malvinas. Mirada. A Gretel Gaffoglio el mar le trae recuerdos sobre el rol de su padre en Malvinas.
  • El capitán Adolfo Gaffoglio, jefe del Apostadero Naval Malvinas, única unidad de la Armada creada en ese rincón del territorio nacional. El capitán Adolfo Gaffoglio, jefe del Apostadero Naval Malvinas, única unidad de la Armada creada en ese rincón del territorio nacional.
  • La bandera argentina flamea en el Apostadero Naval Malvinas. La bandera argentina flamea en el Apostadero Naval Malvinas.

La noche que hundieron al crucero ARA General Belgrano, en plena guerra de Malvinas, mi hermano tuvo un paro cardiorrespiratorio. Tras escuchar unos extraños ronquidos, mi madre se despertó en la mitad de la noche y vio que mi hermano de solo cuatro años, yacía tieso, inerte, junto a ella en su cama matrimonial. Antes, ese mismo día, luego de ver las noticias del hundimiento del Belgrano en la TV, mi hermano se había puesto a jugar con las pertenencias de mi padre. Se disfrazó de soldado, agarró un casco verde –uno de verdad–, y jugó a que él solo vencía a todos los ingleses. Mi madre se conmovió y se lo llevó a dormir con ella.

Pero ahora, él ya no respiraba; su corazón se había detenido en la mitad de la noche y de repente. Mamá de un tirón lo sacó de la cama y lo apoyó en el piso buscando una superficie dura. A los gritos nos despertó para que fuéramos a socorrerla. Al entrar en la habitación vi a hermano que yacía inmóvil, con los ojos cerrados y la piel violeta. Como si integrara el elenco estelar de una película de terror, ahora mis ojos presenciaban, en vivo y en directo, la muerte súbita de mi hermano; tan indefenso, tan amado; tan chiquito. Pero mamá es médica y con ambos brazos presionó su pecho varias veces, luego le apretó la mandíbula por fuera de las muelas para entreabrir su boca sellada e insuflarle aire.

A la batalla que libraba mi padre junto a muchos otros argentinos en la Guerra de Malvinas, ahora se sumaba la peor de las batallas. O la más vívida: la que protagonizábamos mi madre, mi abuela, mis dos hermanas y yo. En medio de nuestros llantos y los gritos de mi abuela en el balcón pidiendo auxilio, mamá nos urgió a que llamáramos a una ambulancia. Mientras, tanto, nos turnábamos entre todas para hacerle RCP y respiración boca a boca. Vivíamos en el último piso de una torre en Barrancas de Belgrano. Los vecinos del departamento de enfrente se despertaron y salían a los balcones.

–Ya llamamos dos veces a la ambulancia– le gritaban a mi abuela de balcón a balcón.

Pero ellos –tal vez perturbados ante los gritos en medio de la noche oscura o por solidaridad –, no se iban. Permanecían allí parados y quietos, enfundados en sus camisones claros y en silencio. Parecían fantasmas. Y esos fantasmas, el preludio de un final mucho peor.

Minutos interminables peleamos las cuatro mujeres por la vida de mi hermano. Mi abuela era una señora muy mayor y continuaba gritando en el balcón.

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–¡Ayuda! ¡Ayuda!

Creo que lo hacía para que el cielo escuchara. Y parece que sirvió porque, aunque tardaron mucho, por fin llegaron los médicos. Rápidamente se lo llevaron en la ambulancia. Mi madre se fue con ellos. Pasaron dos horas hasta que mamá nos llamó por teléfono.

Dice mamá que Titito va a estar bien. Que vendrá a buscarnos para ir al hospital– nos comunicó mi hermana mayor, de 14 años.

La situación estaba demasiado complicada como para no obedecer, así que, por única vez, hice todo lo que mi hermana mayor me ordenaba. Me vestí, me peiné y me senté en silencio a esperar. Cuando por fin llegó mamá a buscarnos para llevarnos al hospital a ver a mi hermano, al bajar, justo en la puerta del ascensor, mi hermana gemela empezó a temblar. Y se desvaneció. Cayó como un piano de un primer piso. Todo se reeditaba mientras yo observaba la escena en silencio.

–¡Por favor papá, volvé pronto!– recuerdo que pensé.

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Con los años supe lo que acontecía en esos días del otro lado del océano. Tras el 2 de abril, y luego de la primera y única baja el día del desembarco, mi padre tuvo la penosa tarea de trasladar al aeropuerto el cuerpo sin vida del capitán Pedro Giachino.

Cuarenta y ocho horas antes, mi padre estaba embarcado junto a Giachino y su escuadrón anfibio en el Irizar, precisándoles los accidentes costeros y la topografía de las playas para sortear obstáculos y alcanzar objetivos. El capitán Giachino, y sus hombres tomarían la gobernación, y el almirante Büsser junto con mi padre –ordenado vestir de saco naval puesto que los ingleses respetaban los uniformes– le pedirían la renuncia al entonces gobernador Rex Hunt. Mi padre conocía muy bien a Hunt por haber sido el representante de Transportes Navales en las islas los dos años previos a la guerra. Desde esa función en Malvinas efectuó tareas de identificación de lobby anti argentino, relevamiento de costas aptas para un desembarco y “diplomacia” y “relaciones públicas” con los kelpers”, entre otras funciones de inteligencia.

Sin embargo, el drástico giro de esa casi impecable “Operación Rosario” obligó a mi padre a requisarle a punta de pistola un Land Rover a un Royal Marine para trasladar el cuerpo todavía caliente de Giachino y devolverlo al continente. Mientras conducía, en el asiento trasero, un suboficial infante lloraba a los gritos la muerte de su jefe de armas.

Lo que inicialmente consistió en la toma de las islas para forzar a Inglaterra a una negociación derivó en el estallido de una cruenta guerra. Tras la derrota argentina, el 14 de junio, los soldados argentinos regresaron al continente seis días después, el 20 de junio, a Puerto Madryn. Sin embargo, mi padre no volvía. Permanecía -supe luego- prisionero en un frigorífico en Ajax Bay y más tarde, en el buque británico Saint Edmund. Interminables días viví entonces bajo la incertidumbre de no saber si mi padre esta estaba vivo o muerto.

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Los 18 hombres que inicialmente conformaron el Apostadero Naval Malvinas bajo las órdenes de mi padre provenían del crucero ARA General Belgrano; así eludieron el naufragio. Eran tres oficiales, un par de suboficiales y el resto conscriptos clase 62. Pero, con el estallido de la guerra, enviaron más hombres hasta completar 220 en esa unidad portuaria. Como se sabe, eran en su gran mayoría conscriptos de 18 años provenientes de todo el país. Papá entonces tenía 48 años, y sé porque me lo dijeron sus hombres, que los “cuidó con la verticalidad que debe tener un oficial de la Armada, pero también como un padre, con máxima responsabilidad, en procura de la integridad física y psíquica de todos sus hombres”.

Antes, el 2 de abril, luego de trajinar la helada noche en las islas en búsqueda de un lugar donde afincar a su gente, mi padre tomó posesión de un viejo aserradero frente al puerto. Lo primero que le encomendó al suboficial Giordano fue soldar un mástil y cementar una base. A los conscriptos Arias, Venturini y al Cabo Ni Coló, identificar el galpón y “hogar” que los albergaría a todos. Fue el conscripto Guida, quien con sus artes caligráficas diseñó y pintó con idéntica tipografía al galpón contiguo, que decía Falkland Island Company, con “Apostadero Naval Malvinas”. Al concluir la fundación del Apostadero, toda la unidad cantó el himno en formación, mientras Guida izaba el pabellón argentino y el conscripto Arias oficiaba de escolta.

En una reunión de excombatientes le pedí al suboficial Giordano, de 86 años, hombre muy querido por mi padre, que mencionara, al menos, algo bueno que le dejó la guerra.

–Izar la bandera argentina en el Apostadero– contestó.

Y un segundo después, con la mirada extraviada susurró: –Eso fue lindo–.

A partir de entonces, las funciones que cumplieron esos hombres fueron tenaces y múltiples. Abastecían en forma continua, día y noche, a todas las unidades. Defendieron Puerto Argentino en los espejos de agua, brindaron asistencia alimenticia, sanitaria y lugar de sueño a los infantes que combatían tierra adentro. Custodiaron Puerto Argentino, incluso en las noches con amenaza de golpes de comando. Y una porción de esos hombres combatió en Camber, donde se hallaban los enormes tanques de combustible, que abastecían a toda la isla.

Con el correr de los días, los bombardeos se hicieron constantes. El cielo por las noches se iluminaba con fogonazos rojos y amarillos. Los estruendos se escuchaban a toda hora y según de donde proviniera el silbido, que provoca la bomba al caer, identificaban hacia dónde correr. Ya habían bombardeado el aeropuerto y se había incendiado un hangar. Mi padre entró entre las llamas a rescatar un equipo de radio imprescindible. Y eso lo supe porque lo leí en un libro sobre la guerra. En mi casa durante años nunca se habló de Malvinas. Pero, en las reuniones de excombatientes finalmente supe, por ejemplo, que los infantes de marina llegaban al Apostadero con principio de congelamiento. Los metían en barriles con agua calentados por un fuego directo en su base como si fuera una hornalla. Depositaban adentro al soldado desnudo, luego le daban un guiso caliente y lo mandaban a dormir para así devolverlo “recuperado” a su trinchera al día siguiente. Le pregunté al teniente Coccia y al conscripto Gionco qué había sido lo peor de la guerra.

–El suicidio de Bazán– me contestaron.

Pero eso sucedió años más tarde. Ignacio Bazán había sido condecorado con la “Medalla al Valor en Combate” por arrojarse al agua para rescatar a un camarada en medio de los bombardeos aún sin saber nadar.

Tras el silencio –o la indiferencia ex profeso– que había mantenido por más de tres décadas, un día quise saberlo todo de golpe. El dolor había sido muy severo y esa guerra, que había vivido de lejos pero muy de cerca, era para mí inabordable. Entendí que el tiempo sin las acciones precisas no cura todo y que, en cambio, todo lo esconde y lo entierra.

La guerra es esa esquirla que alcanza al soldado y atraviesa silenciosa a toda su familia. La guerra es indeleble. Habita para siempre en la memoria individual y colectiva de un pueblo. Los hombres del Apostadero Naval Malvinas fueron y son la primera y única unidad creada en suelo malvinense bajo las órdenes de la Armada Argentina (y eso aún no está reconocido por ley, que muchos reclaman). A 40 años de la contienda, por circunstancias de nula razonabilidad, aún no ha sido reconocida como reclaman sus excombatientes. Allí están los oficiales, suboficiales, cabos y conscriptos clase 61 y 62 que hace un par de años recién pedí conocer.

Todo lo que sé sobre mi padre en esa guerra me lo contaron esos hombres. O lo leí a escondidas en los informes, carpetas y diarios íntimos que conservó mi padre del Apostadero. Antes de abordar el helicóptero británico que lo llevaría prisionero, destruyó códigos e información sensible, y en un bolso marinero guardó sus diarios personales e información del Apostadero. A las apuradas, lo lanzó a la cubierta del Irízar, que retornaba con los conscriptos al continente.

Pero ese bolso, también ocultaba una reliquia. La bandera argentina, que flameó honrosa durante 76 días en suelo argentino. Y que no sirvió de trofeo ni exhibición de museo británico alguno. Tras firmarse la rendición, a los efectos de no rendir su pabellón, mi padre escondió la bandera del Apostadero entre el forro y la tela de una de las mangas de su parca de guerra verde.

Al regresar a casa, lo abracé con todas mis fuerzas y palpé solo un tercio de su peso. Lo seguí hasta su habitación. Esperé a que se desvistiera. Lo espié sigilosa, escondida, tras el aire de la puerta. Escudriñé su cuerpo, sin carne y puro hueso. Pensé que ese no era mi padre. Y comprendí que una parte suya había quedado para siempre en las islas.

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Desde entonces, todos los 20 de junio, los hombres del Apostadero Naval Malvinas se reúnen en una pizzería frente al Congreso a la espera de ser reconocidos. Mi padre nunca se las perdía, y sus hombres celaron siempre el indiscutido lugar de mi padre en la cabecera. Pero justo este año y los siguientes, esa silla permanecerá vacía.

La mañana del sábado 16 de octubre de 2021, me llamaron de una barbería frente al Hospital Militar Central (HMC) donde papá había ido a cortarse el pelo, para decirme que se había descompuesto. A los tres minutos llegamos mi madre, mi hermana y yo. Como con mi hermano, estuvimos reviviéndolo por 50 minutos. El SAME estaba demorado en un acto, por eso no venía —supimos después— y el Hospital Militar, a pesar de haber sido alertado, no cruzó sus ambulancias 20 metros por ser jurisdicción del SAME. Mi padre murió en mis brazos, en la vereda de enfrente de la institución a la que ofrendó su vida Hoy, cuarenta años más tarde, mi patria es mi padre. Y cada soldado de ese Apostadero que la patria olvida. Y Malvinas, como esas siluetas firmes en los balcones, un fantasma que siempre vuelve.
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Gretel Gaffoglio es Magíster en Periodismo por la Universidad de San Andrés, el Grupo Clarín y la Universidad de Columbia. Es bilingüe, polifacética. Además de periodista es directora creativa publicitaria. Estudió Cs. de la Comunicación en la UBA y Cinematografía en el CIC (Centro de Investigación Cinematográfica) Vivió y trabajó en Londres, Los Angeles, Asia y Miami. Actualmente reside en la Argentina, donde escribe para varios medios, entre ellos Clarín, sobre temas relacionados con las FFAA y el mar. Paralelamente, trabaja para el exterior desarrollando su carrera en publicidad a nivel global. Es esa la forma que encontró para poner la mente pero no el cuerpo -dice- y así, seguir batallando en el país.

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