Cristina no tolera a Alberto Fernández como presidente ni un minuto más. No puede ni debe decirlo, pero eso es lo que transmite y eso es lo que la angustia: todavía le quedan casi dos años de mandato, en pocos meses habrá que empezar a trazar los lineamientos de la campaña electoral, y un movimiento instintivo de su parte podría causar efectos devastadores sobre un Gobierno ya demasiado débil. También, y acaso especialmente, esos efectos podrían implosionar su propia figura, que fue la que diseñó el notable experimento que llevó a Alberto a la presidencia y del que ahora intenta desmarcarse, justo cuando los dos están parados al borde del precipicio, incomunicados entre sí, y viendo de qué modo se salvan.
Alberto exacerba aquellos sentimientos de Cristina cada vez que dice que se presentará por la reelección o que, de buen corazón nomás, abrirá las primarias del Frente de Todos. Volvió a hacerlo esta semana. Lo hace frente a ciertas reacciones de la jefa de la coalición, quien en privado deja correr la versión de que para 2023 podrían alistarse media docena de aspirantes para reemplazarlo, que van desde Eduardo de Pedro hasta Daniel Scioli. En algún caso, incluso, acompañado por ella misma en la fórmula. En esos escenarios imaginarios siempre excluye la posibilidad de una reelección. En su cabeza, cualquiera es mejor que Alberto.
Los albertistas sienten que la crisis ha desnudado como nunca a su socia frente a la sociedad y que ha tomado una dinámica que, puestos a comparar desgracias, la deja a ella en un lugar peor. De marginalidad, cuando no de irracionalidad. Militar en contra del acuerdo con el Fondo Monetario, por ejemplo.
Una vez más, el jefe de Estado coquetea con la emancipación. Aunque pocos se lo toman en serio, juega a ignorar a Cristina y entre sus ministros se instala la idea de que el clima es pésimo desde lo institucional, pero al mismo tiempo una oportunidad para acelerar la gestión sin tener que llamar a cada rato al Instituto Patria. Los teléfonos de la dupla presidencial tal vez sigan cortados un buen tiempo.
Frente a este nuevo e incierto panorama, los cristinistas se preguntan si Alberto actúa como un provocador, como un cínico o si de verdad está agobiado y desconcertado. Otras voces opinan que abusa con premeditación de su responsabilidad institucional, ante la determinación de Cristina de no romper y de no permitirse la renuncia.
La disquisición se abordó esta semana después de escuchar su entrevista, el martes, en la radio El Destape. El testimonio fue analizado con pulcritud, casi con delectación, por la feligresía camporista, que lo juzgó bizarro de principio a fin. Quienes caminaron con la cúpula de La Cámpora los 13 kilómetros que separan la ex ESMA de Plaza de Mayo pueden dar fe. Y quienes chateaban mientras Fernández hablaba en vivo por radio mucho más.
Si algo le hacen a Alberto es auditarle cada palabra. Debería saberlo: aún le reprochan una entrevista que le hizo Jorge Fontevecchia en diciembre pasado. En ese diálogo le preguntaron qué tan importante eran los consejos de Cristina. Dijo que no demasiado porque cuando ella gobernaba era otro mundo.
El martes, el Presidente admitió en el arranque del reportaje que el día anterior había discutido en privado con el conductor del programa, Roberto Navarro, por la crítica de su editorial. Alberto habría instado a seguir la conversación al aire. Se extendió durante 52 minutos. Fernández se sumergió en laberintos que causaron espanto en la vice. No solo por el contenido, también por el tono y por algo que ella repite a menudo: pareciera como que no respetase la investidura presidencial.
Fernández aludió a ella cuando afirmó que la alianza gobernante no se puede romper por “egoísmos o narcisismos”, cuando dijo que él no tiene “jefes” y cuando ratificó que hay que entender que el que conduce es el que se sienta en el sillón de Rivadavia. Sumó críticas hacia a Máximo Kirchner, sin nombrarlo, cuando aseguró que no lo acompañaron en medidas trascendentes.
No fue nada de eso, sin embargo, lo más irritante para el cristinismo. Lo más dramático fue cuando dijo: “Me pasé toda la vida hablando de lo que hizo Néstor y de repente las vueltas de la vida me pusieron a mí en su lugar, ¿qué querés que haga?”. Las vueltas de la vida y no Cristina.
Andrés Larroque fue designado para contestarle. El mismo día de la marcha por el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, el ministro bonaerense y secretario general de La Cámpora le recordó que cuando fue jefe de campaña de Florencio Randazzo sacó sólo el 4 por ciento de los votos (en realidad fue el 5,7%) y aprovechó para bajar línea: ni ellos ni Cristina se pueden ir de un lugar que les pertenece. El intruso es el otro.
Los albertistas se proponen “esquivar la hiperpolitización” a la que dicen que los quieren llevar sus socios y cierran la puerta a una negociación con condicionamientos. Las principales espadas de la Casa Rosada revelan que en los últimos días fueron consultados de modo informal para saber si Alberto estaría dispuesto a entregar la cabeza de Martín Guzmán a cambio de una tregua con Cristina. De una tregua y de una vuelta al diálogo. “Es él o ella. Que elija”, fue uno de los mensajes que llegó. La respuesta no sería positiva. Como siempre, dados los antecedentes, no hay nada definitivo. Apenas es una foto del momento.
El cristinismo pretende cambiar la política económica pero el Gabinete cierra filas con Guzmán. Los ministros dicen que la cosa está mal, pero no tan mal. Más allá del acuerdo con el Fondo, esta semana se conocieron tres datos alentadores. El desempleo cayó al 7% en el cuarto trimestre de 2021 (el más bajo en cinco años), la actividad económica cerró con un alza de 10,3% en 2021 y la balanza comercial de febrero marcó un saldo positivo de 809 millones de dólares.
La tragedia sigue siendo la inflación. Habrá que prepararse para un año de récords. En lo inminente asoman más malas noticias: en marzo se registrarán incrementos cercanos al 6%; en Economía cruzan los dedos para que el salto en los alimentos no escale a las dos cifras. Los gremios presionan y empiezan a cerrar paritarias por cuatro meses.
El ala no cristinista del Gobierno siente que se perdieron dos años pidiendo permiso para hacer algo o para tratar de adivinar qué le caería simpático a Cristina. Alberto se deshizo de sus ministros preferidos y hasta de su vocero. Y debió aguantar que renunciaran una docena de funcionarios que hicieron tambalear su administración, pero que al final se quedaron. El hostigamiento no cesó nunca.
“Tenemos que terminar con las discusiones de palacio”, sostiene Alberto en la intimidad. Lo dice, aunque -a juzgar por sus presentaciones- no cree del todo que pueda ser posible. “Ignoremos el conflicto y sigamos adelante como si no existiera la otra parte”, propuso uno de sus colaboradores más fieles.
En esos conciliábulos que se realizan en la cima del poder, en los últimos días surgió un planteo: “¿Y si viene una nueva carta de Cristina? ¿Qué hacemos?”. Dicen que la respuesta abarcó una sola palabra: “Nada”. (Cl)