Pedidos desesperados para que Alberto Fernández reaccione y la última estocada de Cristina Kirchner
Los funcionarios le pidieron al Presidente que echara a, al menos, dos funcionarios. El Presidente amagó: ¿por qué no lo hizo? Los rumores que rodean a La Cámpora y a CFK. Santiago Fioriti
—Algo hay que hacer, Alberto.
El Presidente asintió.
—Sí, sí, ya sé, algo tenemos que hacer, dijo.
El funcionario había iniciado la conversación con otras pretensiones. Esperaba una reacción. Si no un desenlace, una orientación, al menos. Una aproximación, un guiño frente a una tormenta de internas que agitan el corazón del Frente de Todos y que inmovilizan los despachos de la Casa Rosada. “No te podría decir qué, pero si no definimos para dónde vamos o qué vamos a hacer con Cristina va a ser muy difícil seguir”, diría el funcionario, al cabo de una de sus tantas charlas con el primer mandatario, mientras comentaba las extrañas sensaciones que lo asaltaban.
A Alberto le quedan un año y nueve meses de mandato, aunque sus asesores son propensos a contabilizar esos diecinueve meses en semanas. Cada lunes es para ellos como subir la roca hasta la cima de la montaña para que vuelva a rodar hacia abajo. Como los dioses, Cristina y La Cámpora imponen sobre ellos un castigo severo y eterno.
La jefa y sus discípulos se ven a sí mismos como los dueños originarios del poder, los que diseñaron la coalición que lo ungió a Fernández y hoy más que nunca se creen en condiciones de tensar la cuerda hasta que él recapacite y se ponga a disposición de ellos. Lo contrario podría provocar un aislamiento mayor.
Los golpes son cada vez más claros. La parábola se inició con la ola de renuncias después de la derrota en las PASO. Siguió con las cartas públicas de Cristina y luego de Máximo, cuando renunció a la jefatura del bloque de Diputados. Continuó con los votos en contra en el Senado y con la ausencia de la propia Cristina en el recinto a la hora de la votación. La última estocada llegó de la mano de Oscar Parrilli, una de sus sombras, que la acompañaba en el despacho el día de los piedrazos. En un documento de 68 carillas publicado en su cuenta de Twitter afirmó que tras el acuerdo con el FMI la Argentina quedó “al borde del precipicio” y culpó a “los funcionarios del Ejecutivo”.
Fernández repite que no se va a pelear con su aliada (ya no habla de La Cámpora, a la que ha empezado a despreciar, sino, tan solo, de ella), como si eso bastara. Ni el secretario de Cristina, Mariano Cabral, le responde ahora los mensajes. Será más difícil el vínculo de aquí en más. Los colaboradores de la vicepresidenta califican como “un bochorno” que la portavoz, Gabriela Cerruti, haya instalado en la agenda la discusión sobre quién llama a quién y quién atiende o deja de atender. Se suponía que esa era la tarea que todos reprochaban del periodismo y de sus fuentes en off.
En las últimas horas, cercado por su tropa -que le demanda de modo desesperado que quienes forman parte de su administración se alineen o se vayan-, Alberto deslizó en privado que no piensa llamarla en el corto plazo. Que el interés por retomar la comunicación deberá nacer de ella. Siempre, por supuesto, hay que tomar con reservas lo que dice cuando se refiere a su mentora.
Aun desde el silencio que tanto ansiaban en algún momento los albertistas, Cristina lo condiciona. Por ejemplo: el jueves el Presidente evaluó echar a Darío Martínez, el secretario de Energía. Lo pensó cuando se enteró, en Salta, de que se había filtrado una nota pública en la que acusaba a Martín Guzmán de no enviarle fondos y de poner en serio riesgo la calefacción y la electricidad de los argentinos en el invierno.
Era un pedido, también, de quienes procuran un gesto de autoridad. Coincidió con otra sugerencia, la de echar a Claudio Lozano del Banco Nación por su militancia en contra del acuerdo con el Fondo. ¿Por qué no lo hizo al menos con Lozano? El desplazamiento no era tan trascendente desde lo político, pero sí desde lo simbólico: si se iba Lozano, ¿qué habría que hacer con Máximo Kirchner, que causó daños más graves?
A Guzmán no hay que contarlo entre los que pidieron la cabeza de Martínez. El episodio Basualdo lo marcó demasiado. Mejor no reclamar cosas imposibles. Martínez provocó un gran malhumor en el Gabinete, que hasta hace muy poquito lo diferenciaba de Basualdo y lo definía como un nexo entre el camporismo y el albertismo. Hasta le daban aire a su aspiración de gobernar Neuquén, el verdadero motivo por el que se mueve. Guzmán incluso lo subió a su comitiva en su reciente viaje a Houston.
Martínez, apurado por las circunstancias, se desentendió de la filtración y le echó la culpa a La Cámpora. “Fueron ellos”, balbuceó ante el pedido de explicaciones, en una extraña pirueta porque los propios camporistas lo defendían. Cerruti lo había llamado apenas asomó el escándalo. “Salí urgente a explicar esto”, le pidió. Martínez lo hizo. Con eso bastó para que se quedara en la secretaría. En las redes ya se hicieron célebres las burlas hacia quienes escriben “Alberto está enojado” o “Alberto está furioso”. Hasta ahí llega el ímpetu presidencial.
A este tipo de cuestiones se refieren quienes van a visitarlo y con las mejores intenciones le dicen: “Algo hay que hacer, Alberto”. La imagen presidencial se deteriora. El piso de popularidad todavía puede ser más profundo, sospechan los encuestadores.
Quienes aún ven espacio para la recuperación de Alberto con vistas a 2023 fomentan un bloque duro de dirigentes que, llegado el caso, pueda confrontar con el camporismo. Preferirían no hacerlo, pero temen que los empujen en esa dirección.
Algunos lo fomentan y otros, a su modo, avanzan. Después de que Andrés Larroque dijera que en el Frente de Todos se estaba viviendo una “peligrosa autoproscripción” y que desde el Gobierno se habían “minimizado” los piedrazos contra Cristina, Aníbal Fernández lo cruzó en Twitter y, a la vez, le mandó un mensaje a su celular: “Si querés y podés, hablemos”, le escribió.
El “Cuervo” lo llamó en el momento. Hablaron más de veinte minutos sobre cómo se agudizan las crisis con cruces de este tipo y se comprometieron a bajar la intensidad. Aníbal la siguió días después en público: “Esto no es para cagones”, dijo. Convendría poner un ojo en los próximos movimientos del ministro de Seguridad. Podría transformarse en una espada mediática importante. No hace tanto le preguntó a Alberto si tenía algún condicionamiento para expresarse. “Ninguno”, fue la respuesta.
Cristina viajó al sur y podría regresar el lunes o martes. Solo dedica palabras de ira hacia Alberto. El último rumor es que prepara una nueva carta para sentar de modo definitivo su posición sobre el acuerdo con el FMI. La vicepresidenta está indignada por la manipulación de qué hubiera hecho o no Néstor Kirchner en una situación así. Máximo también. Mientras él graba videos con los discursos de su padre, Alberto parecería citarlo en sentido contrario.
En los últimos siete días, el Ejecutivo fue y vino con la suba de retenciones al campo, una movida que dejó heridos afuera y adentro de la Casa Rosada. Julián Domínguez fue uno de ellos. Hasta sus propios colaboradores, con los que se reunió en las últimas horas, le reprochan por lo bajo haber tenido que tragar un sapo que le habrían prometido que nunca iba a tener que tragar. Sus peleas con Roberto Feletti vinieron para quedarse y su fantasía de gobernar la provincia de Buenos Aires entró en colisión.
Mientras se sucedían las internas, los ministros se enteraban por televisión de que el viernes arrancaba la guerra contra la inflación, horas después de que los precios saltaron, en promedio, 4,7% en un mes y 7,5% en alimentos. Se levantan apuestas sobre si aquella frase de Fernández perdurará hasta el último día de gestión. Hasta en el Gobierno asumen que en diciembre la inflación anual no bajaría del 60%. Mauricio Macri dejó 53,8% en 2019 y batió un récord tras 28 años. Alberto se encamina a superarlo.
Las derivaciones del colapso de la relación entre Cristina y Alberto están a la vista. Ya no hay máscaras ni teatro griego. El teatro oficialista comienza a prescindir de secretos. Lo que se ve es lo que es.