Gira despedida: Palito Ortega, a 60 años de ser Palito: “Si te portás bien, la vida algún día te lo paga”

En 1962, un productor confió en sus canciones y le puso el apodo con el que se hizo popular. Hoy, se despide de los escenarios con una gira que terminará en el Teatro Colón el 20 de junio.
  • Palito Ortega ensaya una melodía en su quinta. Junto a él, el perro Panza. Palito Ortega ensaya una melodía en su quinta. Junto a él, el perro Panza.
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Febrero en las afueras de Buenos Aires. El cielo brilla de celeste y blanco. Ramón Ortega se sienta frente a una mesa ratona en el jardín de la casa donde transcurre otro verano. La cabeza hacia abajo, la mirada fija en una taza de café, algo inclinado hacia el cronista; como se sientan las personas tímidas cuando prefieren acercarse a otros para pasar el mal rato. Sin embargo, a medida que avanza, la charla se torna apacible. Un fondo de zorzales y colibríes que zumban entre las flores. Una tonada tucumana diluida por el tiempo deambulado en otros rumbos.

Este hombre prolijo, flaco y de ceño fruncido que habla en voz baja y serena, hizo bailar –y cantar– a un país entero y a lo que quedó de él. Sus canciones (Sabor a nada, Corazón contento, La felicidad, Yo tengo fe) forman parte del ADN de los argentinos. Algunas de sus películas (Dos locos en el aire, Brigada en acción) nos retrotraen a una época oscura filmada en colores pasteles. A los ochenta años (y a sesenta del apodo, Palito, que se le adosó al apellido para transformarlo en una marca), disfruta el último tramo de una gira despedida que tendrá como gran final el 20 de junio en el Teatro Colón.

Ortega tararea mientras preparo el grabador que dará comienzo a la entrevista; lo hace con la boca cerrada, como un murmullo, una melodía que parece venir desde las raíces de su leyenda.

-Tu historia es conocida: vivías en un pueblo de Tucumán, eras pobre, tu mamá se había ido, vivías con tu papá y con tus seis hermanos. Empezaste “de abajo”, ¿pero qué significaba realmente eso?

? -Yo vendía diarios en las colonias y tenía un recorrido todas las mañanas. Esos caminos, en esa soledad entre una colonia y otra, eran el escenario perfecto para acompañarme cantando. Después llegué a Buenos Aires, no tenía amigos ni familiares, vine con una valijita de cartón. Apenas me bajé del tren me robaron. Pasé la noche en la plaza. Al otro día tomé el tranvía y me bajé en una obra en construcción donde buscaban peones. No me quisieron tomar porque tenía dieciséis años y ni siquiera tenía documento, pero me mandaron enfrente, donde buscaban un chico que hiciera la limpieza. Me dejaron dormir ahí. En Buenos Aires conocí el rock: Elvis Presley, Bill Haley… En las plazas había chicos bailando, ponían un disco, hacían la mímica e imitaban los movimientos de Elvis. Eso empezó a despertar mi curiosidad.

-¿Y cómo pasaste de la simple curiosidad al mundo del espectáculo?

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-Primero vendí café por la calle. Arrancaba desde Cangallo y Callao, donde me daban el termo con el café. Caminaba y no vendía ninguno. Un día llegué a la esquina de Ayacucho y Posadas, donde estaba radio Belgrano. Había una cola tremenda de gente. Una señora me vio y me llamó para comprarme el café. Yo le pregunté qué era lo que pasaba. La señora, toda admirada, me dijo: “¿Cómo, hijo, no sabés que esta noche canta Pedrito Rico?”. Era un cantante muy popular y encontrar ese lugar por donde pasaban artistas fue el gran descubrimiento de mi vida. Desde entonces volvía siempre a esa esquina a vender café. De a poco me fui ganando la confianza y me dejaban entrar a la radio. Había un animador que se llamaba Carlitos Ginés y hacía un programa titulado Levántese contento, que iba a las seis de la mañana. Él me pedía que lo ayudara a hacer ruidos. Había un montón de elementos sobre la mesa, él daba la temperatura y yo tenía que hacer ruidos de fondo.

-Después de los ruidos encontraste la música...

-A media cuadra estaban los estudios del viejo Canal 7. Me empezaron a comprar café y a tenerme como el pibe de confianza. Iban a tocar bandas, yo entraba al estudio, me paraba cerca de la batería y hacía el ritmo con las manos. Un baterista me preguntó si quería aprender a tocar, que me enseñaba gratis. Un día vino una orquesta y me ofrecí como percusionista. Me dijeron que no, pero me propusieron acompañarlos en una gira para armar el escenario. En la banda había un cómico, Dino Ramos. Nos llevábamos bien, tirábamos frases, ideas… En un viaje en tren, delante nuestro había una pareja; ella se tapaba la cara y lloraba. Dino empezó a escribir frases sueltas: “Qué nos sucede que últimamente discutimos por pequeñeces”, cosas así. Cuando llegamos a la estación, me tira el papel y me dice: “Tomá, armala y ponele música”. Yo llegué a la pensión, agarré la guitarra y fui acomodando las frases con la melodía. Así surgió Sabor a nada.

 

Los caminos del destino


Nery Nelson y Tony Varano fueron los nombres que usó para sus primeras presentaciones en clubes nocturnos, boliches y fiestas barriales. Experiencias que no alcanzaban a cumplir los sueños por los que había dejado Tucumán. Todavía era un pibe cuando consiguió que una discográfica lo escuchara. Llovía a cántaros, Ramón Ortega bajó del tren y llegó empapado a los estudios de la vieja RCA.

“Me pongo en la fila y espero –dice hoy, de pantalón blanco inmaculado, el pelo impecable, chomba rosa de Lacoste–. El director tomaba cognac mientras pasaban los aspirantes. En un momento se levanta y viene con el vaso, se ve que sintió compasión por mí: ‘Flaco, tome un traguito’. A mis espaldas los otros decían: ‘¡Este tiene coronita!’. Cuando pasé, canté Sabor a nada. Siempre pienso en lo que es el destino: en ese momento, él estaba en crisis con su pareja y me la hizo cantar diez veces. Yo venía escuchando que a todos los que salían de la prueba les decía: ‘Deje su teléfono y nosotros lo llamamos’. Pero a mí me preguntó si las canciones eran mías. Le dije que sí. ‘Bueno, flaco –me contestó–, dése por artista RCA.’ ¡Te imaginás lo que fue para mí!”

 Al director de la RCA no le gustaba Nery Nelson, buscó alternativas. Le dijo que era tan flaco que parecía un palo, un “palito”.

Era 1962 y, junto al apodo, nacía la leyenda. Palito Ortega repasa su historia con cada vez más confianza, ensayando alguna sonrisa, incluso una risa tímida que esconde de inmediato detrás del gesto inconfundible de pasarse la lengua por los labios.

-¿Por qué creés que te fue tan bien desde el principio?

-Cuando grabé el primer disco, le pasé la canción con las indicaciones del ritmo al productor. El tipo me dice: “Pibe, el arreglador soy yo, usted solamente páseme la canción”. Yo sabía cómo quería el ritmo, pero me achiqué y cuando fui a poner la voz, ya habían grabado la música con un ritmo más rápido. No pude hacer lo que quería y sentí que había desaprovechado la oportunidad. Pero después vino el director otra vez, él solo se dio cuenta y me puso otro productor, que se sentó y me preguntó cómo quería yo la canción. “Quiero que la gente cante conmigo”, le dije, y le canté el fragmento de “Yo tengo una novia mal acostumbrada…” y el coro que decía “déjala, déjala”. El tipo me hizo caso, el disco salió y cuando me quise dar cuenta las canciones andaban solas por la calle; la gente se las fue llevando. Ese fue tal vez el mayor secreto del éxito: hacer cantar a la gente.

-¿Hay otro secreto?

-Captar la vibración de lo que está pasando en la sociedad. Una vez iba en el colectivo y se anunciaba la vuelta de Perón. Había esperanza en la calle. Pasabas por una fábrica y los obreros estaban en la puerta, riéndose. Entonces llegué a mi casa, agarré la guitarra y en diez minutos tenía escrita Yo tengo fe. Después de que la grabé, en muy poco tiempo volvió a la calle. La gente le cambiaba la letra, la cantaba en la cancha, en las reuniones políticas... La canción popular es eso. Algo que vos podés captar, que está flotando entre la gente. Lo que te motiva es la vivencia de la gente. Esa melodía estaba en la calle. Yo le di forma con la guitarra, pero era de la gente. Hay muchos músicos que saben un montón de música y miran con cierta indiferencia a una melodía popular. Pero si les pedís que escriban una, se rompen la cabeza. El mismo saber no les permite bajar. Están ahí arriba, con todos los acordes complicados… y no suena como un pibe que va por la calle tarareando.

-¿Cómo te llevabas con las críticas?

-Nunca fui revanchista ni rencoroso. La vida, mucho más que decir, es hacer. Te vas a equivocar, algo lo harás mal, algo harás regular, pero algo vas a hacer bien. Yo sabía que tenía que seguir para adelante. De donde venía no había forma de detenerse a llorar las penas. Yo sé lo que era el frío de verdad, lo que era quebrar la escarcha cuando ibas caminando en el campo para ganar unas monedas vendiendo diarios. Yo sé lo que es pararme en la puerta de un bar con un cajón de lustrar para ganarme unas monedas y ayudar a mi viejo. Conocí la vida de un extremo a otro. Esas cosas te enseñan mucho. A veces me encuentro con gente que quizás no se portó bien conmigo, pero la saludo igual. La vida no es tan larga como para estar viendo cómo amortizás una cosa o la otra.

 

Volver a empezar


Hubo otro momento bisagra en la vida de Palito Ortega y fue después de que atravesara la cresta de la ola como cantante, pero también como protagonista de películas masivas, una época de popularidad que se extendió durante los sesenta y los setenta. Fue cuando, en 1981, trajo a Frank Sinatra a cantar a la Argentina. Se endeudó en dólares, una devaluación típicamente nuestra multiplicó sus deudas hasta llevarlo al rojo financiero y tuvo que vender todo lo que tenía para afrontar esos compromisos. El apoyo de su compañera Evangelina Salazar y el amor por sus hijos fueron el sostén que lo ayudó a salir adelante.

-¿En algún momento tuviste miedo de volver a la pobreza?

-No, porque yo ya sabía cómo afrontarla, cómo me tenía que levantar más temprano y trabajar para superar esa situación. Me lo inculcó mi viejo. Trabajar, ganar unas monedas y ponerlas en la mano de mi padre era el momento más feliz de mi vida. El tema es no bajar los brazos, no rendirse y mucho menos resentirse. La vida está llena de circunstancias que no siempre van a ser favorables. Por eso también tenés que saber perder. Sinatra sabía todo lo que yo había perdido, no porque se lo hubiera contado, sino porque se enteró. Antes de irse, en el aeropuerto, me dijo que si viajaba a los Estados Unidos, él me iba a dar una mano. Y cuando fui me abrió todas las puertas. Venían gerentes de banco a ofrecerme crédito. Con eso empecé a comprar películas de acá y las llevaba allá para el mercado latino. Me compré un terreno, me hice una casa… Si te portás bien, la vida algún día te lo paga; y si te portás mal, algún día te lo cobra. No hay vuelta.

-De los Estados Unidos volviste para construirte otra vez, pero como político.

-Me había propuesto hacer una escuela en mi pueblo (Lules), y cada tanto viajaba para ver cómo iba la obra. En un oportunidad me cuentan que (Antonio Domingo) Bussi iba a ser el próximo gobernador porque la gente quería un tipo malo que “cagara a palos” a todos los políticos. Bussi era entrerriano y había sido el interventor militar de la dictadura. “¿Es así? –pregunté–, ¿la gente quiere eso?” Yo no tenía la más remota intención de meterme en política, pero un día me llaman desde un diario para hacerme una nota y sale el tema político. Ahí empezaron a hacer correr la idea de que yo me presentaría a elecciones. Días después, un grupo de dirigentes viajó a Miami a verme. Me dijeron que habían hecho una encuesta y que el único que le podía ganar a Bussi era yo.

-¿Te identificabas con el peronismo?

-El peronismo me cerró las puertas. Para ser candidato tenías que tener un tiempo de afiliado y yo no estaba afiliado. Entonces pensé: ¿y si formo un partido yo? Ahí se me ocurrió el nombre “SÍ: Surgimiento Innovador”, porque quería que fuera una idea positiva. Cuando el peronismo ve que la ola venía para este lado, vienen a sumarse al frente, que también lo inventé yo: el Frente de la Esperanza, para usar la sigla FE. Bussi se equivocó en tener cierta prepotencia y decir: “Este cantorcito, qué me va a ganar a mí”. No se dio cuenta de que estaba enfrentando a un tucumano que salió de una casita humilde, emigró a Buenos Aires y le fue como le fue. Si él me pegaba, de alguna manera les estaba pegando a todos los tucumanos. Yo iba en caravana y empezaba a salir la gente a la calle, me seguían como en una procesión.

-¿Cómo te sentías con todo ese poder?

-El tema era tratar de no perder de vista el propósito, que era ganarle a Bussi, y que la gente me siguiera viendo como un tucumano que se fue de ahí, le fue bien y que estaba dejando una familia, una empresa, una casa que me había costado mucho sacrificio, para venir a ganarle.

-¿Te molesta cuando te asocian con la dictadura por las películas que filmaste en esa época?

-Yo siempre supe quién era. Y siempre supe de mis limitaciones y de mis capacidades. ¿Vos podés hablar de la dictadura? Sí. Ahora, cuando pedí que me vinieran a dar una mano contra uno de los más jodidos de la dictadura, que hizo una carnicería, se borraron un montón. Yo fui y puse la cara. Pero no por demostrarle nada a nadie. Mi convencimiento era que si un general retirado del Ejército ganaba en Tucumán, iba a ser la salvación para los tipos, una forma de borrar toda la mierda que hicieron. Bussi era el comienzo de la reivindicación. En todas las provincias el partido militar tenía programado el lanzamiento de algún candidato. Al cortarlo en Tucumán se cortaba el proyecto, porque él era el jefe de ese movimiento. Si lo ves, bien; si no lo ves, yo no voy a andar explicando.

-Todo lo que hiciste te lleva al Teatro Colón, parada final de tu gira despedida. ¿Qué significa para vos?

-La música popular te puede dar esto. Las críticas del primer disco que saqué me mataban. Si les hacía caso, me iba a la pensión, armaba mi valijita de cartón y me volvía a Tucumán. Pero dije: “Estos no me van a ganar”. Redoblé la apuesta. Me esforcé más, quise aprender más. Nunca bajé los brazos, nunca me tiré para atrás. Seguramente me equivoqué, como todo el mundo. Pero el balance es cuánto me equivoqué y cuánto acerté. Yo tengo que agradecerle a Dios: tengo una familia hermosa, tengo mi estudio de grabación, tengo los mejores amigos, algunos de ellos también los mejores músicos y con quienes de entrada quizás no estábamos de acuerdo…

-Charly García, por ejemplo.

-Con Charly convivimos en Luján un año entero. Nos reímos, nos divertimos. Lo vi en la mayor manifestación de su enorme talento: tocando música clásica. Terminamos como hermanos. ¡Mirá si yo me enojaba en la primera época por algo que había dicho! Cuando lo traje a Sinatra, todos los rockeros me hicieron un festival en Obras Sanitarias en contra. Y yo ya había perdido todo, absolutamente todo. Hoy los veo y me abrazo. No pasa nada. Es así. La vida tampoco es una, son varias, y se van sucediendo y uno va cambiando. No se puede ser tan cerrado y aferrado a una sola cosa y decir: “Esto es así y punto”.

La tarde cae en este jardín alborotado por los pájaros. La entrevista va quedando atrás mientras el fotógrafo dispara sus flashes. Evangelina Salazar aparece con un vestido verde, un mate, la sonrisa cálida. Palito vuelve a sumirse en el silencio y no tarda en ubicarse junto a ella, como si buscara refugio, alrededor de una mesa en donde probamos los muffins que preparó la señora que nos atiende.

Sesenta años después de su nacimiento como leyenda, a punto de despedirse de los escenarios pero jamás de la música, el ídolo popular vuelve a ser el pibe que va por la calle tarareando –o murmurando– una melodía. El que después de la merienda sale hasta la puerta y alza una mano para despedirnos; a nosotros y a sus canciones, que nos acompañarán con el corazón contento por la autopista de regreso a casa. 

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