Osvaldo Bazan: "Plegarias atendidas"
Una gran nota del periodista Osvaldo Bazan
“Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”, escribió Santa Teresa y Truman Capote usó la frase para ese maravilloso libro que es “Plegarias Atendidas”.
Quizás el gran problema ha sido leer poco a Santa Teresa. O a Truman Capote.
Quizás el gran problema ha sido leer poco, en general.
Las plegarias fueron atendidas.
Es el momento de las lágrimas.
La plegaria de Cristina era para ser rica y poderosa.
Fue atendida y ahora Cristina sólo quiere zafar de sus causas judiciales, las que tiene por haber robado para conseguir ser rica y poderosa. Por haber robado mucho. Por haber robado mucho, mucho. Por haber usufructuado esquemas para robar y cumplir así su plegaria. Incluso -y se dice bajo, como esas cosas que todos sabemos y que todos sabemos que todos sabemos- hay muertes extrañas rondando tanto robo.
Mucha muerte.
Como una jubilada superada por el juego que no puede parar de malgastar en el bingo los billetes que tenía guardados para el regalito a los nietos; como un drogadicto que sale del hospital donde fue internado por tomar del veneno envenenado y lo primero que hace es volver a tomar veneno envenenado; como el borracho que se embriaga en el baño de Alcohólicos Anónimos; ella no puede parar de quedarse con la plata que no le corresponde.
Se casó con un señor que abrazaba cajas fuertes y gritaba “¡éxtasis!”.
Ve un dinero y se lo apropia.
Le pasa eso.
Pero se lo apropia no destilando el orgullo de una Bonnie con un Clyde difunto; pareja alegre y presuntuosa de sus robos; bandoleros jactanciosos de sus propias tropelías.
No.
Ella exige que crean en su honestidad impoluta; pretende pleitesía y honores usando un disfraz ideológico vetusto, pero que aún resulta efectivo para tanto abrazafarolas sin vida propia, tanto peinabombillas resentido que se creyó el verso peroncho, tanto ventajita cortoplacista que anda dando vueltas.
Entre sus fanáticos hay de todo: están quienes siguen pagando la máquina de coser a la que la otra falsa Bonnie le puso su nombre y la regaló como si la hubiera pagado hace casi 70 años; están los snobs que creen que el pueblo debe estar condenado inevitablemente a ese menjunje de desesperación, miseria y brutalidad y decretan -re progres- el día del orgullo villero, como si alguna vez anduvieran por esos andurriales de droga y mierda, porque la riqueza es maldad y la pobreza, virtud; están los que saben que pertenecer tiene sus privilegios y se dicen “peronistas” porque total, da lo mismo y la prebenda está al alcance de cualquiera que cante la marchita; están los niños ricos con tristeza; los intelectuales clase media con disforia de clase; en fin, una caterva de voces del coro de Milagro Sala: “Nosotros somos buenos”, subidos a su superioridad moral de morondanga.
Claro que a ella, en su cara, la amargura le recuerda que todo el botox del mundo no alcanza para disimular la soledad. No puede ni hablar con la vecina de arriba para recibir una palabra de aliento. No puede ir al cine, al shopping, al parque con el nieto preferido. Es como Cristina Onassis pero sin ser Onassis, sin mundo, sin cultura y con cuentas pendientes por corrupción.
Quería que le temieran.
Plegaria atendida.
Nadie le dijo que el miedo un día se termina, que se convierte en rencor, que se te vuelve en contra, que de nada te sirve el amor de un pueblo al que despreciás.
Ella quería ser rica y poderosa.
Ahora lo es.
Le ha llegado el momento de las lágrimas.
Máximo no quiere dar discursos, no quiere dar la cara, no quiere responsabilidades para las que -sabe, íntimamente sabe- no está capacitado. No quiere que le pateen los soldaditos, aunque sea el principal recuerdo infantil que tenga de su progenitor, al que llama por su nombre de pila. Quiere todavía que los papis hablen con el profesor de Educación Física para que no le haga llevar la materia. Quiere sus berrinches de niño rico al que nunca contradijeron por temor a esos papis que le dieron tantos dólares como ausencias. Quizás su habilidad le alcance para cobrar los alquileres de las casas con las que sus padres se quedaron, dejando en la calle a mucha gente, aprovechando normas de la dictadura. Para el difícil manejo parlamentario, no le dio. Lo vimos todos.
Su capacidad no alcanzó siquiera para terminar el curso de Periodismo en TEA Deportes.
La plegaria de Máximo es que no lo jodan, que no le saquen los fueros.
Le ha llegado el momento de las lágrimas.
Alberto quiere seguir mandando DM de madrugada a chicas que salen en la tele; levantar un dedo como si eso le importase a alguien; ir a la Facultad de Derecho cada tanto a sacarse una foto; pasear por enormes salones que le quedan grandes, como todo; mientras tanto, avanza su futura depresión, la de cuando mire la tapa de Noticias y se diga “Yo fui SúperAlberto una vez” y recuerde el tackle a Biden, la guitarreada con Drexler, la lengua en la alfombra del Kremlin, la carita de enojado que ponía para que todos se quedasen en sus casas y él hacía como que cuidaba a un país, mientras “mi querida Fabiola” le llenaba el living de Olivos con peluqueros, maquilladoras y vivillos varios, gente de Instagram comiendo tortas de 12 mil pesos, un Versalles chapucero. Y entonces Alberto, en su inevitable tono gris, volverá a su cuarto, mirará el teléfono que ya no sonará, y enviará DMs que ya no contestarán las Tamaras de la vida y hasta quizás le toque pagar el alquiler de su casa, cosa que hasta ahora no ha hecho. Alberto quería ser alguien y hoy sabe -ahora sabe, en este minuto sabe- que eso ya pasó, que duró poco: un pico de popularidad convertido en Fosas Marianas del desprecio; que, después de todo, padre de Dylan es un trabajo digno y a su alcance; que ese beso que le dieron era el beso de la muerte. Que le dijeron que era Gardel y hoy no llega a ser el plomo de una banda de esas que tocan a las dos de la tarde en un festival barrial a beneficio de un chico que tiene una enfermedad rara.
La plegaria de Alberto era para que lo consideraran importante alguna vez. Lo eligieron presidente, se supone que es un lugar importante.
Ahora que su plegaria fue atendida, es la hora de las lágrimas. Sólo quiere que alguien lo tenga en cuenta, recibir una mirada que no sea de lástima; llegar al 2023.
Fabiola quería ser famosa y el costo era lo de menos.
Plegaria atendida.
Con lingerie de pacotilla se subió a los escenarios del vodevil a hacer la parodia del artista pero ahora, inexplicablemente, la avergüenza tanto aquel pasado juguetón y casi ingenuo que usa el poder que recibió de rebote para hacer juicio a quien lo recuerde. Hoy sus fiestas son menos divertidas que aquellas revistas de concheros baratos y chistes procaces; son fiestas más caras, más irresponsables. Goza de privilegios ofensivos, viaja en avión sin pagar y vaya uno a saber si su plegaria no es por aquellos escenarios, más sinceros, más osados, más reales.
Le está llegando la hora del llanto.
Sergio quería ser presidente y que todos le digan “¿qué tal, señor presidente?”, “¿cómo está, señor presidente?”, “¿qué opina, señor presidente?” y que aquellos trasnochados empresarios ventajitas -esos que buscan al peronista racional, el que abre puertas a los presupuestos oficiales- le habiliten los viajes, los peajes, los tejes y los manejes.
Sergio quiso ser canchero, entrador, profundo, responsable para el círculo rojo, campechano para el hombre de pueblo, pero terminó siendo amigo de los enemigos, el menos querido, el menos respetado, el menos confiable. El que se puede despreciar, aunque su billetera sea de las gordas.
La plegaria de Sergio no tendrá lágrimas porque su plegaria fue para ser lo que nunca, nunca podrá ser.
Ha llegado la hora de decírselo: jamás serás presidente, Sergio.
Sergio se convirtió, a fuerza de traicionar a todo el mundo, en la promesa incumplida más patética de la historia contemporánea argentina. El contraejemplo, las lágrimas derramadas por la plegaria no atendida.
La plegaria de Malena es por ser la que Sergio quiere que sea. La plegaria de Malena no le importa ni a Malena, pobre.
Mayra, Fernanda, Anabel, Luana, Victoria, María Fernanda quieren ser Cristina, pobres amores ¡qué vuelo bajo!, arquitectas de su propio Egipto, chicas que hablan de corrido sin respirar porque ante el primer cuestionamiento tropiezan con su propia ignorancia y ¡pum! se les nota la costura improvisada; gozadoras de privilegios rancios; señoronas incultas de plata malhabida que lucen ropas caras y destinos exóticos porque creen que eso les da brillo, como botineras pero con escritorio y presupuesto estatal. Los lujos de las esposas de futbolistas, al menos, vienen de las piernas de sus marido.
Las plegarias de Mayra, Fernanda, Anabel, Luana, Victoria, María Fernanda son las de Wanda, pero más tristes, más de cabotaje y disfrazadas de “conciencia social”, lo que es imposible porque “conciencia social” no se lleva bien con Paruolo, que aunque lo intente y cueste lo mismo no es Chanel. Las botitas Hunter de Lady Di se entienden en Lady Di y en el Buckingham Palace de Londres, no en Mayra y el Instituto Buckingham de Quilmes.
Llorarán lágrimas amargas cuando la realidad les choque de frente como el tren de Once, las incendie como Cromagnon y comprueben que, en lugar de las Mafaldas revolucionarias que se soñaron, se convirtieron en Susanitas prejuiciosas, acomodadas en medio de la miseria, pudientes indiferentes en medio de los que nada pueden
La plegaria de Gabriela era para conseguir todos los micrófonos a su alcance y así demostrar su poder, su inteligencia, su bondad, su perspicacia.
Plegaria atendida, Santa Teresa.
Ahora anda dando lástima, poniendo la cara en nombre de gente a la que íntimamente desprecia, inventando excusas por los errores de todos, creyéndose cuando con palabras atolondradas hace como que decide cuándo un tema termina para el interés público, subiendo a Instagram imagen de su termo y su bombilla. Quizás sería bueno que alguien le diga que no hacía falta humillarse tanto.
Ya nos habíamos dado cuenta.
Ni una lágrima de vergüenza nos has ahorrado, Gaby.
La plegaria de Juan Luis era por las luces del centro, el hombre fuerte de Tucumán que rompería los moldes en la gran capital, con su hiperkinético desayuno a las 7, la nueva promesa del peronismo racional de los gobernadores, caudillitos de prensa adicta y munipas pesados.
La plegaria se cumplió.
No le importó a nadie.
La plegaria de Ginés era para ser considerado un gran sanitarista, que el siglo lo recordase como el hombre de la pandemia en Argentina.
Lo consiguió. La historia lo recordará siempre como la cara de la peste.
No como él lo esperaba, claro.
Lágrimas.
Y todos llorarán por sus plegarias, ya lo dijo Santa Teresa: Axel que quiso presidir el centro de estudiantes, y no deja de mostrar el resultado de sus ausencias a las clases de castellano, de matemáticas y de historia, colisionando con palabras simples, dando insípidas clases de Maestro Siruela a un público que lo mira y no lo escucha, aunque aplaude cada tanto para no perder la limosna oficial.
Aníbal -canchero y petulante- que vive en su cuento mafioso en donde todavía es gracioso, contundente y temido, tendrá sus lágrimas de baúl, de efedrina, de fentanilo.
El otro Sergio, un Rambo chambón en helicóptero playero, un chapucero de muertes importantes.
Al círculo rojo, cuya plegaria era que Alberto fuera presidente, le ha llegado la hora de llorar.
Pero son insaciables.
Ahora quieren que Alberto llegue al 2023 porque si explota todo -¡Dios no quiera!- quedará más en evidencia aún que sólo son ¡UIA! un puñado de viejos ricos cascarrabias bastante inútiles que intentan mantenerse a flote, ganar licencias amañadas y no aparecer en cuadernos malditos, eso que el presidente que eligieron y al que llenaron de abrazos y elogios en diciembre del ’19 les prometió; eso que el peronismo racional les ha garantizado desde el ’83 para acá y con lo que han venido obturando cualquier posibilidad de progreso en Argentina. Ellos y sus primos, los gordos sindicalistas, otros ricachones incultos y ajenos a la transparencia que mantienen al país entre lo más inhóspito de la región.
Esta es la Argentina que estos políticos, estos empresarios, sindicalistas, intelectuales, artistas, docentes, la academia, el fútbol, la universidad, los medios y tantos otros pazguatos deseaban.
Esta Argentina es la plegaria atendida de millones de conciudadanos de diciembre del ’19.
Es una lágrima.
En octubre del ’19 el actual gobernador de la provincia de Buenos Aires, el que cuando se le murieron al menos 23 personas en la provincia se fue a Rusia porque su presencia es intrascendente, le dijo al periodista Luis Novaresio que había mucha gente que se dedicaba a vender droga porque se había quedado sin trabajo. No fue un escándalo. Fue una frase más, un decir canchero leído en clave progre. Poco más de un mes después de esas declaraciones, 4.921.536 bonaerenses lo eligieron como gobernador. ¿Cuál era la plegaria de los bonaerenses en aquél momento? ¿Qué querían? Esos casi 5 millones de personas ¿qué ven ahora, además de muertos, búnkeres y desesperación?
La plegaria de los argentinos fue atendida durante años.
El país que se salva con una cosecha ha dejado de existir.
El país rico y culto ya no está.
El país de la movilidad social; la educación de excelencia; las librerías abiertas toda la noche; Piazzolla, Borges, Milstein, fue.
Por las rutas destruidas, entre bache y bache, entre accidentes y balaceras, se ven ranchos, tristeza, miseria y hambre, mucha hambre.
Por las vías no pasan los trenes, hay villas, hay paredes de nylon, hay nenes que esta noche no van a comer.
Y droga.
Y violencia.
Y brutalidad.
Quizás sea cierto que haya que tocar fondo.
Quizás esto sea una especie de fondo.
Lo maravilloso de este momento es que no hay metáforas.
Todo está a la vista.
Nunca fue tan claro para tantos argentinos que así, con esta gente, con estos métodos, con estas prácticas, la cosa no va.
Ya fueron demasiadas lágrimas.
Termina un ciclo.
El próximo, que ya comenzó, no serán plegarias.
Será trabajo, compromiso, inteligencia.
O no habrá más país.